– Non, maman. Ne te marche pas. Écoute-moi, maman, réveille-toi.
Agarrándolo por las hombreras de su desmesurada cazadora, Will le golpeó la cabeza contra el suelo de piedra. Después corrió hacia Alice y empezó a cortar la soga que la mantenía atada.
– ¿Está muerto?
– No lo sé.
– ¿Qué pasará si…?
Will la besó fugazmente en los labios y, sacudiéndole las manos, la liberó de las cuerdas.
– François-Baptiste estará inconsciente el tiempo suficiente para que podamos largarnos de aquí -dijo.
– Encárgate de Shelagh, Will -le pidió ella, señalándosela con urgencia-. Yo ayudaré a Audric.
Mientras Will levantaba entre sus brazos el cuerpo quebrantado de Shelagh y se dirigía hacia el túnel, Alice corrió hacia Audric.
– ¡Los libros! -exclamó ella en tono apremiante-. Tenemos que sacarlos de aquí antes de que se despierten.
El anciano estaba de pie, contemplando los cuerpos inertes de Marie-Cécile y su hijo.
– ¡De prisa, Audric! -repitió ella-. ¡Tenemos que salir de aquí!
– No debí involucrarte en esto -dijo él en voz baja-. Mis deseos de averiguar lo sucedido y de cumplir una promesa que no mantuve me cegaron y me impidieron tener en cuenta otras cosas. He sido un egoísta. He pensado demasiado en mí mismo. -Audric apoyó una mano sobre uno de los libros-. Antes me preguntaste por qué Alaïs no los había destruido -dijo de pronto-. ¿Sabes por qué? Porque yo me opuse. Entonces ideamos un plan para engañar a Oriane. Por esa causa, volvimos a la cámara. El ciclo de muertes y sacrificios se perpetuó. De no haber sido por eso, quizá…
Rodeando el altar, fue hasta donde Alice estaba intentando sacar los papiros del laberinto.
– Ella no habría querido esto. Demasiadas vidas perdidas.
– Audric -replicó Alice con desesperación-, podemos hablar de eso más tarde. Ahora tenemos que sacarlos de aquí. Es lo que usted lleva esperando tanto tiempo, Audric: la oportunidad de ver la Trilogía reunida otra vez. ¡No podemos dejársela a ellos!
– Aún sigo sin saber -dijo él, con una voz que se convirtió en susurro-. Todavía no sé qué le sucedió a ella al final.
Quedaba poco aceite en la lámpara, pero las sombras retrocedieron cuando Alice sacó poco a poco de la ranura el primer papiro, después el segundo y finalmente el tercero.
– ¡Los tengo! -anunció, volviéndose. Recogió los libros del altar y se los lanzó a Audric.
– ¡Coja los libros! ¡Vamos!
Casi arrastrando a Audric tras de sí, Alice se abrió paso entre las penumbras de la cámara, hacia el túnel. Ya habían llegado al desnivel del suelo donde habían sido hallados los esqueletos, cuando en la oscuridad, a sus espaldas, se oyó un fuerte estallido, seguido del ruido de rocas que se desplazaban y de otras dos explosiones amortiguadas, en rápida sucesión.
Alice se dejó caer al suelo. No había sido el sonido de otro disparo, sino un ruido completamente diferente, un fragor que parecía proceder de las entrañas de la tierra.
La adrenalina entró en juego. Desesperadamente, Alice siguió avanzando a cuatro patas, sosteniendo los papiros entre los dientes y rezando para que Audric estuviera detrás. Los faldones de la túnica se le enredaban entre las piernas y ralentizaban su avance. El brazo le sangraba profusamente y no soportaba ningún peso, pero aun así consiguió llegar hasta el pie de los peldaños.
Alice seguía oyendo el estruendo, pero ya podía permitirse mirar atrás. Sus dedos acababan de hallar las letras labradas en lo alto de la escalera. En ese instante, resonó una voz.
– ¡Quieto ahí! ¡Quieto o disparo!
Alice se quedó paralizada.
«No puede ser ella. Estaba herida. Yo misma la vi caer.»
Lentamente, Alice se incorporó. Marie-Cécile estaba delante del altar y se mantenía en pie con dificultad. Tenía la túnica salpicada de sangre y había perdido la tiara, de modo que el pelo le caía salvaje e indómito alrededor de la cara. En la mano empuñaba la pistola de François-Baptiste. Estaba apuntando con ella a Audric.
– Retroceda lentamente hacia mí, doctora Tanner.
Alice advirtió que el suelo se estaba moviendo. Sintió el temblor que subía vibrando por sus pies y sus piernas; era un grave retumbo procedente de las profundidades de la tierra, que a cada segundo se volvía más fuerte e intenso.
De pronto, pareció que Marie-Cécile empezaba también a oírlo. La confusión le nubló momentáneamente la cara. Otro estallido sacudió la cámara. Esa vez no hubo duda de que se trataba de una explosión. Una ráfaga de aire frío barrió la cueva. Detrás de Marie-Cécile, la lámpara empezó a sacudirse, mientras el laberinto de piedra se agrietaba y empezaba a fragmentarse.
Alice volvió corriendo junto a Audric. La tierra también se estaba agrietando y se desmoronaba bajo sus pies, la sólida piedra y la tierra milenaria se partían y fracturaban. Trozos de roca comenzaron a llover sobre ella desde todos los ángulos, mientras saltaba para evitar las zanjas que se abrían a su alrededor.
– ¡Démelos! -gritó Marie-Cécile, apuntando a Alice con el arma-. ¿De verdad pensaba que iba a dejar que ella me los arrebatara?
Sus palabras fueron ahogadas por el ruido de la roca desmoronándose, mientras la cámara se desplomaba.
Audric se incorporó y habló por primera vez.
– ¿Ella? -dijo-. No, no será Alice quien se los quite.
Marie-Cécile se volvió para ver lo que estaba mirando Audric.
Lanzó un grito.
Entre las sombras, Alice consiguió ver algo. Un resplandor, un blanco fulgor semejante a un rostro. Presa del pánico, Marie-Cécile volvió a apuntar a Alice. Dudó y apretó el gatillo. Su vacilación duró el tiempo suficiente para que Audric se interpusiera entre las dos.
Todo parecía moverse a cámara lenta.
Alice gritó. Audric cayó de rodillas. La fuerza del disparo impulsó a Marie-Cécile hacia atrás y la hizo perder el equilibrio. Sus dedos intentaron agarrarse del aire, desesperados, mientras ella se precipitaba en el profundo abismo que se había abierto en el suelo rocoso.
Audric estaba tendido en el suelo, y la mancha de sangre desde el orificio de bala en medio de su pecho iba extendiéndose. Su cara tenía el color del papel y Alice pudo ver las venas azules bajo el fino pergamino de su piel.
– ¡Tenemos que salir de aquí! -exclamó-. Podría haber otra explosión. Todo esto podría derrumbarse en cualquier momento.
El anciano sonrió.
– Ha terminado, Alice -dijo él en voz baja-. Perfin. El Grial ha protegido sus secretos, como la otra vez. No podía dejar que ella se llevase lo que quería.
Alice sacudió la cabeza.
– No, Audric, la cueva estaba minada -dijo-. Puede que haya otra bomba. ¡Tenemos que salir!
– No habrá ninguna más -replicó él-. Ha sido el eco del pasado.
Alice advirtió que le hacía daño hablar. Bajó la cabeza hasta la suya. En su pecho comenzaban los estertores y su respiración era tenue y superficial. Intentó detener la hemorragia, pero se dio cuenta de que era inútil.
– Quería saber cómo pasó Alaïs sus últimos momentos, ¿me entiendes? No pude salvarla. Quedó atrapada dentro y no pude llegar hasta ella -dijo él, jadeando de dolor. Inhaló un poco más de aire.
– Pero esta vez…
Por fin, Alice aceptó lo que instintivamente sabía desde el momento en que llegó a Los Seres y lo vio de pie en la puerta de la casita de piedra, en un recoveco de la montaña.
«Ésta es su historia. Éstos son sus recuerdos.»
Pensó en el árbol genealógico, confeccionado tan laboriosamente y con tanto amor.
– Sajhë -dijo-. Tú eres Sajhë.
Por un momento, la vida animó sus ojos color ámbar. Una mirada de intenso placer iluminó su rostro agonizante.
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