Sue Grafton - C de cadáver
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Me esforzaba mientras tanto por recordar los detalles que había publicado la prensa sobre el episodio en que Costigan había perdido la vida. Había sido cinco o seis años antes. Si la memoria no me fallaba, un desconocido había forzado cierta noche la puerta de su casa de Montebello y había matado a tiros a Dwight tras un forcejeo en el dormitorio. Yo estaba en Houston entrevistándome con un cliente y no había seguido con atención el desarrollo de los acontecimientos, pero, que yo supiera, el caso no se había solucionado en su momento y aún estaba pendiente de explicación.
– ¿Qué ocurrió? -pregunté.
– No me interrumpa con preguntas. Pedí a Bobby que lo olvidara, pero no me hizo caso y le costó la vida. El pasado es el pasado. Lo hecho hecho está y yo soy la única que paga ahora las consecuencias. Olvídelo. A mí ya no me importa y, si es usted inteligente, tampoco le importará.
– Usted sabe que eso es imposible. Cuénteme qué ocurrió.
– ¿Para qué? Las explicaciones no van a cambiar nada.
– Nola, voy a averiguarlo tanto si me lo cuenta como si no. Si me lo cuenta usted con pelos y señales, cabe la posibilidad de que me dé por satisfecha. A lo mejor lo comprendo y me olvido del asunto. Soy persona que se aviene a razones, pero usted tiene que jugar limpio.
Vi la indecisión escrita en sus facciones.
– Dios mío -exclamó, y bajó la cabeza durante unos segundos. Me miró con ansiedad-. Hay un loco por medio. Una persona que no está en sus cabales. Júreme… prométame que se apartará de la investigación.
– Eso no se lo puedo prometer y usted lo sabe. Cuéntemelo todo y ya veremos después qué nos conviene.
– Nunca se lo he contado a nadie. Sólo a Bobby, y ya ve usted lo que le pasó.
– ¿Y Sufi? Ella también lo sabe, ¿verdad?
Me miró sin comprender, momentáneamente sobresaltada ante la mención de aquel nombre. Desvió la mirada.
– No, no, en absoluto. Estoy convencida de que no sabe nada. ¿Por qué iba a saberlo? -Me pareció una respuesta demasiado indecisa para resultar convincente, pero lo dejé pasar por el momento. ¿La estaría chantajeando Sufi?
– Bueno, no puede negarse que lo sabe alguien más -dije-. Por lo que sé, a usted la estaban chantajeando y Bobby quiso pararle los pies al chantajista. ¿Cuál es el motivo? ¿Qué tiene esta persona contra usted? ¿En qué se basa?
Guardé silencio durante un rato mientras la veía debatirse con su necesidad de desahogarse. Cuando se decidió a hablar por fin, lo hizo en voz tan baja que tuve que inclinarme para acercar el oído.
– Estuvimos casados casi quince años. Dwight tenía la presión arterial muy alta y los medicamentos que le recetaron le produjeron impotencia. En realidad nunca tuvimos una vida sexual muy activa. Me cansé y busqué… a otra persona.
– Un amante.
Asintió. Había cerrado los ojos como si le hiciera daño recordar.
– Dwight nos descubrió una noche en la cama. Se puso furiosísimo. Fue al estudio a buscar una pistola, volvió y se entabló una pelea.
Oí pasos en el pasillo. Me volví hacia la puerta y ella giró también.
– Por favor -dijo con voz apremiante-, no repita nada de lo que le he dicho.
– Confíe en mí, no diré nada. ¿Qué ocurrió después?
Titubeó.
– Yo maté a Dwight. Fue un accidente, pero mis huellas están en el arma y el arma sigue en poder de cierta persona.
– ¿Es eso lo que buscaba Bobby?
Asintió con un movimiento casi imperceptible.
– ¿Quién tiene la pistola? -proseguí-. ¿Su ex amante?
Se llevó el dedo a los labios. Llamaron a la puerta y el doctor Fraker asomó la cabeza; al parecer se llevó una sorpresa al verme.
– Ah, hola, Kinsey. ¿Entonces es suyo el coche que hay fuera? Ya me iba, pero me entró curiosidad por saber quién estaba aquí.
– Vine para hablar con Nola acerca de Glen -dije-. Me parece que lo está pasando muy mal y me preguntaba si podríamos turnarnos para hacerle compañía, ahora que Derek se ha marchado.
Cabeceó con pesar.
– El doctor Kleinert me ha contado que Glen lo echó de casa. Es una vergüenza. No es que ese hombre me importe mucho, pero también son ganas de buscarse complicaciones precisamente ahora. Como si no tuviera bastantes.
– Pienso igual que usted -dije-. ¿Le molesta el coche? ¿Quiere que lo mueva?
– No, no, tranquila -dijo. Y mirando a Nola-:
Tengo que ir al hospital, pero no creo que vuelva tarde. ¿Hay algún plan para cenar?
Nola sonrió con simpatía, aunque tuvo que carraspear para responder.
– Cenaremos en casa, si no tienes inconveniente.
– No, claro que no. Bueno, os dejo con vuestras intrigas. Ha sido un placer, Kinsey.
– En realidad ya habíamos terminado -dijo Nola, poniéndose en pie.
– Ah, estupendo -dijo su marido-. Saldremos juntos entonces.
Me di cuenta de que Nola había aprovechado la aparición de Fraker para poner punto final a la conversación, pero no se me ocurrió ninguna treta para quedarme y menos aún con los dos allí de pie y mirándome.
Cambiamos frases de despedida, el doctor Fraker me abrió la puerta y salí del estudio. Al volverme vi la ansiedad pintada en las facciones de Nola y sospeché que aquella mujer no quería compartir su secreto con nadie. Era mucho lo que arriesgaba: libertad, dinero, posición, respetabilidad. Estaba inerme ante cualquiera que supiese lo que yo sabía ahora. Me asombró la fuerza con que se aferraba a lo que tenía, y no pude por menos de preguntarme por el precio que había tenido que pagar por ello.
23
Entré en mi despacho. El correo se había amontonado en el suelo, bajo la ranura del buzón de la puerta. Lo recogí, lo dejé sobre la mesa y abrí el balcón para que entrara un poco de aire fresco. El piloto del contestador automático parpadeaba. Tomé asiento y apreté la tecla de rebobinar la cinta.
El amigo que trabajaba en la compañía telefónica me había llamado para informarme sobre la desconexión del teléfono de S. Blackman, cuyo nombre de pila completo era Sebastian S., varón, de sesenta y seis años; el domicilio postal que había dejado era una calle de Tempe, Arizona. No parecía muy prometedor, pero qué íbamos a hacerle. Si todo lo demás fallaba, siempre podía volver sobre este dato y comprobar si había alguna vinculación con Bobby. No sé por qué, lo dudaba. Lo escribí en su expediente. Poner por escrito la información me daba cierta sensación de seguridad. De este modo, si algo me pasaba, quien me sucediera podría recoger el hilo de mis investigaciones; la idea era escalofriante, pero a juzgar por lo que le había ocurrido a Bobby no carecía de base.
Durante hora y media me dediqué a mirar el correo y poner al día mis libros de contabilidad. Me habían mandado dos cheques y rellené una hoja de ingresos para depositarlos más tarde en el banco. Una minuta que había enviado me la habían devuelto sin abrir y con un sello que decía: "Destinatario desconocido. Devuélvase al remitente", con un dedo grande y morado que me apuntaba. Un moroso, joder.
Me revienta que me tomen el pelo en cuestiones laborales. Además, le había hecho un buen servicio al sujeto aquel. Sabía que era un rácano, pero en ningún momento pensé que se atrevería a escurrir el bulto a la hora de pagarme. Puse a un lado la carta. Ya le seguiría la pista cuando tuviera tiempo.
Ya era casi mediodía y me quedé mirando el teléfono. Tenía que hacer cierta llamada; cogí el auricular y marqué el número antes de que me entraran las cagaleras.
– Jefatura de Policía de Santa Teresa. Agente Collins al habla.
– Quisiera hablar con el sargento Robb, de Personas Desaparecidas.
– Un momento, por favor. En seguida le pongo.
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