Sue Grafton - C de cadáver

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Kinsey Millhone acepta ayudar y proteger a Bobby Callahan, un reservado joven que conoció en el gimnasio. Él está convencido de que, tras el accidente que le dejó amnésico y con el cuerpo zurcido de cicatrices, alguien quiere matarle, aunque nadie le cree. Pero tres días después Bobby aparece muerto. Y ahora a Kinsey le toca encontrar al asesino.

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Le dediqué una sonrisa de quince vatios y apoyé la barbilla en la mano.

– Pues verá usted, Nola, tengo un pequeño problema. ¿Puedo llamarla Nola?

– Desde luego. Glen me ha dicho que investiga usted la muerte de Bobby.

– Así es. La verdad es que Bobby me contrató hace una semana y, como me dio un anticipo, me siento como si estuviera en deuda con él.

– Ya. Pensé que había sucedido algo anormal y que por eso quería usted hacer averiguaciones.

– Es posible. Aún no lo sé.

– Pero ¿no debería encargarse de ello la policía?

– Ya lo hace, ya. Yo practico… bueno, una investigación complementaria; por si la policía se equivoca.

– Bueno, pues a ver si lo resuelven entre unos y otros. Pobre muchacho. Todos lo sentimos mucho por Glen. ¿Y le sonríe a usted la suerte?

– Yo diría que en el fondo sí. Alguien me contó la mitad de la historia y sólo me falta averiguar el resto.

– Puede decirse, en tal caso, que es usted persona eficaz. -Titubeó con mucha elegancia-. ¿Y qué historia es esa?

Creo que en el fondo no tenía ganas de hacerme preguntas, pero se sentía obligada por la naturaleza de la conversación que sosteníamos. Hacía como que cooperaba y en consecuencia tenía que fingir interés por un tema que probablemente habría preferido ignorar.

Estuve un rato en silencio, contemplando la superficie de la mesa. Me pareció que daba verosimilitud a la mentira que estaba a punto de decirle. La miré a los ojos con intensidad efectista.

– Bobby me dijo que estaba enamorado de usted.

– ¿De mí?

– Eso me dijo.

Parpadeó. La sonrisa apareció y desapareció.

– Vaya, ha sido una sorpresa. La verdad es que me siento halagada, siempre me pareció un chico agradable, pero ¡por favor!

– A mí no me parece tan sorprendente.

Advertí en su carcajada una asombrosa mezcla de sinceridad e incredulidad.

– ¡Por el amor de Dios! Soy una mujer casada. Y doce años mayor que él.

Hostia, sabía restar años a su edad sin detenerse a hacer cálculos mentales ni recurrir a la cuenta de la vieja. Yo no soy tan rápida restando, lo que quiere decir que si no miento en este tema es por pura casualidad.

Esbocé una ligera sonrisa. Aquella mujer me cabreaba y di a mis palabras una entonación mundana y aburrida.

– La edad carece de importancia. Bobby está muerto. Ahora es más viejo que Matusalén. Más viejo que el viejo más viejo del mundo.

Se me quedó mirando, convencida de que me faltaba un tornillo.

– Bueno, tampoco es para ponerse así. Si Bobby Callahan se enamoró de mí, yo no tengo la culpa. En fin, ya me lo ha dicho. El chico estaba por mis huesos. ¿Y qué?

– Pues que estaba liado con usted, Nola. Eso es lo que hay. A usted se le enganchó la teta en una exprimidora y el chico la estaba ayudando a soltarse. Al chico lo mataron por su culpa, cara de culo. Y ahora vamos a dejarnos de tonterías y a poner las cartas sobre la mesa o llamo al teniente Dolan de Homicidios para que tenga una charla con usted.

– No sé de qué me habla -me espetó. Se puso en pie, pero yo ya había hecho lo mismo y le sujeté la delicada muñeca con tanta brusquedad que sufrió un sobresalto. Dio un tirón y la solté, aunque la mala leche me estaba inflando por dentro como un globo de hidrógeno.

– Se lo advierto, Nola. Es su única posibilidad. O me cuenta de qué iba la cosa o se va a enterar usted de lo que vale un peine. No me costaría nada. El tiempo de ir a los juzgados y revisar actas, registros, informes de prensa y fichas de la policía, hasta dar con cualquier noticia sobre usted, por pequeña que sea; y averiguar qué es lo que oculta; y ponerla en tal aprieto que durante el resto de su vida lamente no haberlo vomitado todo aquí, ahora, en este preciso instante.

Pisé el freno a tope. En el fondo de mi cerebro oí un ruido como el que hace un paracaídas al abrirse… Flofff. Se trataba de uno de esos momentos extraordinarios en que la memoria automática da un chasquido y emite una información que se concentra ante nosotros como si fuera un prontuario para estudiantes. Tuvo que ser por la adrenalina que me regaba la cabeza porque de la memoria central salió un chorro de datos que se proyectó en la pantalla de mi cerebro con la claridad de una mañana de primavera… no todos los datos, pero sí suficientes.

– Alto ahí. Ya sé quién es usted. Estuvo casada con Dwight Costigan. Sabía que su cara me sonaba de algo. Su foto salió en todos los periódicos.

Se puso pálida.

– Eso no tiene nada que ver con lo otro -dijo.

Me eché a reír, más que nada porque es mi reacción natural cuando recuerdo algo de pronto. Los saltos mentales me producen una pequeña reacción química y me da la risa floja.

– Vamos, vamos -exclamé-. Todo encaja. Aún no sé cómo, pero está claro que es la historia de siempre, ¿verdad?

Volvió a sentarse en el sofá y para mantener el equilibrio apoyó la mano en la superficie vítrea de la mesa. Respiró hondo para tranquilizarse.

– Será mejor que lo olvide -dijo sin mirarme.

– ¿Se ha vuelto loca? -dije-. ¿Se le ha estropeado el cerebro de mosquito? Bobby Callaban me contrató porque creía que querían matarle y resultó que era verdad.

Ahora está muerto y no puede modificar las cosas, pero yo sí, y si cree usted que voy a retirarme por la puerta de servicio es que no me conoce.

Cabeceó. Le había desaparecido todo rastro de hermosura y lo que quedaba era una pena. Tenía ahora el mismo aspecto que tenemos todos bajo un tubo fluorescente: macilento, agotado y manoseado.

– Le contaré lo que pueda -dijo en voz baja-. Pero le ruego que en cuanto me haya oído abandone la investigación. Se lo digo por su bien. Es cierto. Estuve liada con Bobby. -Hizo una pausa para preparar lo que tenía que decir-. Era una persona maravillosa. De verdad. Yo estaba loca por él. Era muy sencillo, sin complicaciones ni historias pasadas. Era sólo eso, un joven sano y lleno de energía. Señor. Tenía veintitrés años. Sólo con verle la piel, yo… -Se me quedó mirando a los ojos y se interrumpió vencida por la torpeza mientras le iba y venía la sonrisa, esta vez a causa de algún sentimiento que no supe descifrar: de dolor, tal vez de ternura. Me acomodé en la silla con cuidado, temiendo estropear el espíritu del momento.

"A esa edad -continuó- aún creemos que sabernos hacer bien las cosas. Aún creemos que podemos hacer todo lo que queremos. Pensamos que la vida es sencilla, que para cambiarlo todo basta con un par de maniobras. Yo le dije que a mí no me convencía este planteamiento, pero Bobby tenía espíritu de caballero andante. Mi pobre tonto.

Guardó silencio durante un rato.

– ¿En qué sentido era tonto? -dije sin perder la calma.

– Bueno, murió por eso, ya lo sabe usted. Y no puede ni figurarse lo culpable que me he sentido… -Se le fue la voz y desvió la mirada.

– Cuénteme el último capítulo. ¿Cómo encaja Dwight en esto? Creo recordar que se lo cargaron, ¿no?

– Dwight era mucho mayor que yo. Cuando nos casamos tenía cuarenta y cinco años y yo veintidós. Fuimos felices. Bueno, hasta cierto punto.

El me adoraba y yo le admiraba. Hizo muchas cosas por esta ciudad.

– ¿Proyectó la casa de Glen, no?

– Pues la verdad es que no. Quien trazó los planos originales, allá en los años veinte, fue su padre. Dwight se encargó de restaurarla tiempo después -dijo-. Me apetece un trago. ¿Quiere usted otro?

– Sí, sí, desde luego -dije.

Cogió la garrafa de brandy y le quitó el macizo tapón de vidrio. Apoyó la boca de la garrafa en el borde de una de las copas, pero le temblaban tanto las manos que temí por la suerte de ambos objetos. Le quité la garrafa y le serví una buena ración. Me serví yo otra, aunque a las diez de la mañana no me apetecía ni por asomo. Dio una sacudida circular a la copa y bebimos las dos. Engullí el licor y la boca se me abrió automáticamente como si me hubiera zambullido en una piscina y acabara de salir a la superficie. Aquello era alcohol de verdad, de verdad y del bueno; tanto que no tendría que cepillarme los dientes por lo menos durante un año. Vi que se calmaba respirando hondo un par de veces.

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