Sue Grafton - C de cadáver
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A las tres y veinte llamaron desde Marin County para corroborar la orden de búsqueda y captura sin fianza y para comunicar que movilizarían a un agente para que se hiciera cargo de ella en cuanto se les notificase su detención. Tanta generosidad se debía en gran parte a que el agente movilizado estaba de vacaciones en Santa Teresa y no tenía inconveniente en volver a Marin con la detenida. Whiteside me dijo que en cuanto recibiera por télex una copia de la orden mandaría para detenerla al agente que estuviera de servicio en la zona.
En realidad no era necesario tener la orden en la mano, pero creo que se había dado cuenta ya de que Lila era muy astuta. Le di la dirección de Moza, la mía y una descripción completa de Lila Sams.
Llegué a casa a eso de las cuatro menos veinte. Henry estaba en el jardín, recostado en una tumbona y rodeado de libros. Nada más aparecer yo por la esquina, levantó la vista del cuaderno tamaño folio que tenía en las manos.
– Ah, eres tú -dijo-. Creí que era Lila. Me dijo que pasaría a despedirse antes de marcharse.
Aquello me cogió por sorpresa.
– ¿Se va?
– Bueno, no de manera definitiva. Se va a pasar unos días en Las Cruces, pero espera estar de vuelta hacia el fin de semana. Creo que ha surgido un pequeño problema en relación con ciertos inmuebles que posee y tiene que solucionarlo. Es un fastidio, pero qué le vamos a hacer.
– Pero aún no se ha ido, ¿verdad?
Consultó el reloj.
– Espero que no. Su avión sale a las cinco. Me dijo que tenía que ir a la compañía inmobiliaria y a meter un par de cosas en la maleta. ¿Querías hablar con ella?
Negué con la cabeza, incapaz de decirle todavía lo que no habría más remedio que decirle. Vi que estaba tomando notas para otro crucigrama. En la parte superior de la página había garabateado dos títulos: Elemental, querido Watson y Pesadilla en Holmes Street.
Cuando advirtió que me fijaba en lo que hacía, sonrió con timidez.
– Es para los entusiastas de Holmes -dijo. Puso a un lado el cuaderno como si le cohibiera que los demás le mirasen mientras trabajaba-. Bueno, ¿qué tal va todo?
Con aquella pasión exclusiva que sentía por las palabras parecía el vivo retrato de la ingenuidad y la inocencia. ¿Cómo podía Lila engañar a un hombre así?
– He averiguado algo y creo que debería usted saberlo -dije. Desdoblé el listado del ordenador y se lo tendí.
Le echó un vistazo rápido.
– ¿Qué es?
Parece que fue entonces cuando vio escrito el nombre de Lila porque ya no apartó la mirada de la hoja. Mientras asimilaba los hechos se le fue la animación de la cara. Cuando terminó de leer, hizo un ademán de impotencia. Estuvo un rato en silencio y clavó los ojos en los míos.
– Bueno. Parece que he hecho el tonto, ¿no?
– Vamos, Henry, no diga eso. Yo no creo que haya hecho el tonto, en absoluto. Se arriesgó y ella le proporcionó un poco de felicidad. Si en el último momento se descubre que Lila es una sinvergüenza, usted no tiene la culpa.
Se quedó mirando la hoja de papel como un niño que estuviera aprendiendo a pronunciar las palabras.
– ¿Por qué te pusiste a hacer averiguaciones sobre ella?
Tal vez hubiese varias maneras diplomáticas de explicárselo, pero no se me ocurrió ninguna.
– La verdad es que esa mujer me caía mal. Supongo que se me despertaron instintos de protección, en particular cuando me dijo usted que iba a hacer negocios con ella. Pensé que no era trigo limpio y resulta que mi intuición era cierta. No le habrá dado dinero, ¿verdad?
Dobló el listado.
– Esta misma mañana he sacado todo el dinero que tenía en una cuenta.
– ¿Cuánto?
– Veinte mil -dijo-. En efectivo. Lila me dijo que los ingresaría en una cuenta en participación con la inmobiliaria. El gerente del banco me advirtió que me lo pensara dos veces, pero me pareció una actitud cobarde y no le hice caso. Ahora veo que tenía razón. -Se había puesto muy serio y yo estaba a punto de llorar.
– Voy a casa de Moza, a impedir que se fugue. ¿Quiere acompañarme?
Negó con la cabeza, con los ojos brillantes. Giré sobre mis talones y me alejé a paso rápido.
Recorrí lo más aprisa que pude la media manzana que había hasta la casa de Moza. Un taxi avanzaba despacio por la calzada mientras el conductor miraba los números de la calle. Los dos llegamos ante la casa de Moza al mismo tiempo. Aparcó junto al bordillo de la acera. Me acerqué al vehículo y miré por la ventanilla del copiloto. En vez de cara, el taxista parecía tener un globo fabricado con piel humana.
– ¿Es usted la que ha pedido el taxi?
– Pues sí. Lila Sams.
Consultó la hoja de ruta.
– Exacto. ¿Hay que cargar maletas?
– Bueno, la verdad es que ya no necesito el taxi. Un vecino me ha dicho que me llevará al aeropuerto. Llamé a la compañía, pero supongo que el encargado no ha tenido tiempo de notificárselo. Lo siento.
Me miró con cara de pocos amigos, lanzó un suspiro de mala leche y tachó con mucho aparato la dirección que figuraba en la hoja de ruta. Metió la primera con gesto de cabreo y se alejó cabeceando. Joder, habría hecho carrera en el teatro con aquella actuación.
Crucé el jardín de Moza por un costado y subí los peldaños del porche de dos en dos. Moza estaba en el umbral, sujetando el cancel y mirando con nerviosismo el taxi que se alejaba.
– ¿Qué le ha dicho? Era el taxi de Lila. Tiene que ir al aeropuerto.
No qué va, a mí me ha dicho que le habían dado mal la dirección. Buscaba a Zollinger, que vive una calle más allá, creo.
– Llamaré a otra compañía. Lila pidió el taxi hace media hora. Va a perder el avión,
– Yo la llevaré -dije-. ¿Está en casa?
– No quiero que cause usted ningún problema, Kinsey, No voy a permitirlo.
– No voy a causar ningún problema -dije. Crucé la sala de estar y entré en el pasillo. La puerta de la habitación de Lila estaba abierta.
El cuarto se había limpiado de objetos personales. El cajón donde Lila había escondido la documentación falsa estaba encima de la cómoda y no había nada en el listón trasero. Lila había dejado la cinta adhesiva hecha una bola, pegada como si fuera un chicle. Junto a la puerta había una maleta cerrada y preparada. Encima de la cama había otra, abierta y a medio llenar, y junto a ella vi un bolso blanco de plástico.
Lila estaba de espaldas a mí, ocupada en sacar un montón de prendas dobladas de un cajón de la cómoda. Llevaba un conjunto informal de poliéster -chaqueta y pantalón- que no le favorecía mucho que digamos. Le hacía un culo que parecía un par de tetas de vaca. Me vio al volverse.
– ¡Ay! Me has asustado. Creí que era Moza. ¿Querías algo?
– Me dijeron que se iba y pensé que podía echarle una mano.
Vi el desconcierto en sus ojos. Su brusca partida se debía probablemente al grito de alerta lanzado por sus compinches de Las Cruces, asustados por mi telefonazo de la noche anterior. Tal vez sospechara que había sido yo, pero no lo sabía con certeza. Yo sólo quería entretenerla hasta que llegara la policía. No tenía la menor intención de enfrentarme a ella. Por lo que sabía, aquella mujer era muy capaz de encañonarme de pronto con una Derringer de dos tiros o echárseme encima en plan Miró el reloj. Ya eran casi las cuatro. Se tardaba veinte minutos en llegar al aeropuerto, y si no estaba allí hacia las cuatro y media se arriesgaba a perder la plaza. No le quedaban más que diez minutos.
– Caramba, caramba- dijo- ya debería estar aquí el taxi.
Si no llega a tiempo tendré que salir pitando en el último momento. ¿Me podrías llevar tú?
– Por supuesto -dije-. Tengo el coche cerca de aquí Henry me dijo que pasaría usted por su casa para despedirse de él.
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