Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Unos minutos después, él apareció en la ventana. Maggie vio su sombra cernirse como un negro buitre. Entonces su cara se acercó al cristal, asustándola, haciéndola saltar. «No te muevas. No respires. Permanece en calma. Tranquila». Sin embargo, el terror la sacudía como un mazo, desobedeciendo todas sus órdenes. Un ligero temblor amenazó su puntería. Sabía que estaba a salvo en la oscuridad del rincón. Además, él miraría primero el montón de almohadas, confundiéndolo con su víctima dormida.

¿Lo sorprendería que hubiera comprendido tan bien su juego? ¿Lo decepcionaría que pudiera predecir sus movimientos? Sin duda no esperaba que ya hubieran descubierto que el segundo cuerpo no era el suyo. Posiblemente esperaba que se dieran cuenta pronto, porque no había perdido ni un instante para ir en busca de su última víctima, del último golpe que podía asestarle a su némesis. Aquél sería su gran final, la cicatriz definitiva que le infligiría a Maggie antes de que la diabetes lo dejara completamente ciego.

Ella agarró con fuerza el revólver. En lugar de pensar en el miedo, se concentró en las caras de las victimas de Stucky, en aquella letanía de nombres a la que había que añadir los de Jessica, Rita y Rachel. ¿Cómo se atrevía a convertirla en cómplice de su perversidad? Dejó que la ira se filtrara en sus venas, confiando en que desalojara al miedo que se deslizaba lentamente por sus entrañas.

Él alzó la ventana suavemente, sin hacer ruido, y antes de que entrara en la habitación, Maggie notó su olor a humo y sudor. Esperó hasta que estuvo de pie al borde de la cama. Esperó a que sacara el escalpelo de su bota.

– No necesitará eso -dijo con calma, sin mover un músculo.

Él se giró bruscamente, sujetando el escalpelo. Con la mano libre apartó la sábana y luego tendió la mano hacia la lámpara de la mesilla de noche. El resplandor amarillo inundó la habitación, y cuando se volvió hacia ella, Maggie creyó percibir un destello de sorpresa en sus ojos incoloros. Él se recompuso rápidamente, enderezándose, alto y erguido, y su asombro se convirtió en una sonrisa torcida.

– Maggie O'Dell… No esperaba encontrarla aquí.

– Gwen no está. En realidad, está en mi casa. Espero que no le importe que haya tomado su lugar.

Stucky no se había atrevido a ir a por ella. Eso habría sido demasiado fácil. Como en la fábrica de Miami, ocho meses atrás. Habría sido más fácil matarla. Pero le había dejado la cicatriz, aquel recordatorio constante. Así que ¿por qué no iba a hacerlo de nuevo? No, Stucky no pensaba matarla. Simplemente, quería destruirla. Aquél sería su golpe definitivo: matar a una mujer a la que Maggie conocía y quería.

– Se le da muy bien nuestro pequeño juego -él parecía complacido.

Sin previo aviso, ella apretó el gatillo, y la mano de Stucky voló hacia atrás. El escalpelo cayó al suelo. Él se miró la mano ensangrentada. Luego miró a Maggie a los ojos. Esta vez, ella percibió algo más que sorpresa. ¿Empezaba a tener miedo?

– ¿Qué se siente? -preguntó, intentando que no se le quebrara la voz-. ¿Qué se siente cuando a uno lo derrotan en su propio juego?

– No, eso debería preguntarlo yo, Maggie. ¿Qué se siente al jugar mi juego?

Ella sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Podía hacerlo. No lo dejaría vencer. Esta vez, no.

– El juego se ha acabado -logró decir. ¿Notaba él el temblor de su mano?

– Le gusta verme sangrar. Reconózcalo -él alzó la mano para mostrarle la sangre que le chorreaba por la manga-. Resulta estimulante, ¿verdad, Maggie?

– ¿Tan estimulante como matar a su mejor amigo, Stucky? ¿Por eso lo hizo? -creyó ver que su rostro se crispaba. Tal vez al fin hubiera encontrado su talón de Aquiles-. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué mató al único hombre, a la única persona que soportaba ser su amigo?

– Tenía algo que necesitaba. Algo que no podía conseguir en ninguna otra parte -dijo él, alzando la barbilla y apartando la mirada de la luz.

– ¿Qué podía tener un ciego como Walker Harding que mereciera la pena matar por ello?

– Usted es una joven inteligente. Ya sabe la respuesta a esa pregunta. Su identidad. Necesitaba convertirme en él -Stucky se echó a reír y achicó los párpados.

Maggie observó sus ojos. La luz lo molestaba. Sí, tenía razón. Ya fuera por la diabetes o por otra causa, Stucky estaba perdiendo la vista.

– De todos modos, Walker apenas le sacaba partido a su identidad -continuó Stucky-. Allí sentado, en aquella casa perdida, con su cibervida. Masturbándose con vídeos porno en vez de disfrutar de las cosas de verdad -sus labios se curvaron en una agria sonrisa al añadir-: Era patético. Yo jamás me convertiré en lo que era él. Al menos, no sin luchar.

Extendió de nuevo la mano hacia la lámpara para apagarla. Maggie apretó el gatillo. Esta vez, la bala le atravesó la muñeca. Él se agarró la mano, y el dolor y la rabia distorsionaron su rostro, a pesar de que intentó mantener el aplomo.

– ¿Lo molestan los ojos? -preguntó ella, aunque el miedo empezaba a deslizarse por sus piernas, paralizándola. No podía huir. Tenía que permanecer donde estaba. No podía dejar que Stucky percibiera su temor.

Él logró componer otra sonrisa. En su cara no quedaba ni rastro del dolor que sin duda le subía por el brazo. Empezó a acercarse a ella. Maggie echó hacia atrás el percutor y apretó de nuevo el gatillo. Esta vez, la bala se hundió en su rodilla, haciéndolo caer al suelo. Él se miró la pierna con incredulidad, pero no hizo ni una mueca, ni profirió ningún de dolor.

– Está disfrutando, ¿verdad, Maggie? ¿Alguna vez había sentido tanto poder?

Su voz empezaba a deshacer los nervios de Maggie. ¿Qué trataba de hacer? Parecía que la estaba provocando para que siguiera disparando. Quería que continuara.

– Se acabó, Stucky. Hemos llegado al final -pero notó que su voz temblaba y un nuevo temor se apoderó de ella al comprender que él también lo había advertido. ¡Maldición! Aquello no estaba funcionando.

Stucky se levantó trabajosamente. De pronto, a Maggie su plan le pareció ridículo. ¿Cómo demonios iba a derribarlo? ¿Era posible doblegar a alguien tan malvado como Stucky? Cuando él comenzó a acercarse de nuevo a ella, Maggie se preguntó si sería posible destruirlo. Stucky tenía la rodilla destrozada, pero apenas cojeaba. Maggie vio que, mientras estaba en el suelo, había recuperado el escalpelo. ¿Cuántas balas le quedaban en la recámara? ¿Había disparado dos o tres veces? ¿Por qué de pronto no se acordaba?

Él levantó el escalpelo para que lo viera, haciéndolo girar y agarrándolo con firmeza con la mano buena.

– Pensaba dejarle en la puerta el corazón de su buena amiga Gwen. Me parecía en cierto modo poético, ¿a usted no? Pero ahora creo que tendré que conformarme con arrancarle el suyo.

– Suelte eso, Stucky. Se acabó -dijo Maggie, pero ni siquiera ella parecía convencida de sus palabras. ¿Cómo podía estarlo temblándole tanto las manos?

– El juego acabará sólo cuando yo lo diga -siseó él.

Ella apuntó, intentando mantener las manos firmes, concentrándose en su objetivo: el espacio entre sus ojos. El dedo le temblaba cuando presionó levemente el gatillo. Esta vez, Stucky no vencería. Se obligó a mirar sus ojos negros, y su maldad la inmovilizó, clavándola a la pared. No podía permitir que la desbaratara. Pero, mientras continuaba avanzando lentamente hacia ella, Maggie sintió que el miedo la paralizaba, que una angustia descarnada la asfixiaba y enturbiaba su visión. Antes de que pudiera apretar el gatillo, la puerta de la habitación se abrió de golpe.

– ¡Agente O'Dell! -gritó Cunningham, irrumpiendo en la habitación con el revólver en alto.

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