Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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– ¿Nos habremos equivocado con este sitio? -preguntó el agente Tully desde el otro lado de la habitación. Había sacado unas cajas de debajo de las mesas de los ordenadores y, con las manos enfundadas en guantes de látex, estaban rebuscando entre lo que parecían libros de contabilidad, cartas, albaranes y otros documentos mercantiles.

– Puede que todo esto no sean más que preparativos para cuando pierda la vista definitivamente. No sé qué pensar -tal vez fuera por la tormenta que se avecinaba o por la electricidad que saturaba el aire. Fuera por lo que fuese, Maggie nopodía librarse de aquella sensación de inminente peligro-. Tal vez deberíamos ir a echar un vistazo, a ver si han abierto esa habitación del sótano.

– Alvando ha dicho que nos estemos quietos -Tully le lanzó una mirada de advertencia.

– Podría ser una cámara de tortura, no un bunker.

– Que sea un bunker no es más que una suposición. No lo sabremos con seguridad hasta que los hombres de Alvando lo abran.

Ella paseó la mirada por la habitación. Parecía un despacho doméstico como otro cualquiera, salvo por los ordenadores parlantes. Qué decepción. Qué fracaso. Se había preparado para una confrontación con Albert Stucky, y de éste no había ni rastro.

– ¿O'Dell? -Tully estaba agachado sobre una de las cajas que había sacado-. Échele un vistazo a esto.

Ella miró por encima de su hombro, esperando ver vídeos y programas de ordenador pornográficos. Pero se encontró mirando los recortes de periódico sobre la muerte de su padre.

– ¿De dónde demonios cree que ha sacado esto? -preguntó Tully.

Ella se estaba preguntando lo mismo hasta que vio su agenda y su álbum de fotos de la infancia. Era la caja que se había extraviado en la mudanza. Se había olvidado completamente de ella. De modo que Greg le había dicho la verdad. La caja no estaba en el piso. Stucky había estado al acecho y había logrado hurtársela a los empleados de mudanzas. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en que aquel hombre hubiera tocado aquellas posesiones íntimas.

– ¿Maggie? -Tully levantó la mirada hacia ella; parecía preocupado-. ¿Cree que entró en su casa sin que lo notara?

– No, echaba de menos esta caja desde el día que me mudé. Debió de robarla antes de que llegara a la casa.

La cólera empezó a bullir en la boca de su estómago. Dejó que Tully rebuscara en las cajas y comenzó a recorrer la habitación de ventana en ventana.

– Eso significa que Stucky ha estado aquí -dijo Tully sin mirarla.

Ella mantuvo los ojos fijos en las ventanas mientras caminaba de un lado a otro. Los relámpagos se iban acercando, incendiando el cielo y haciendo que los árboles parecieran esqueletos de soldados en guardia. De pronto, vio el reflejo de una figura en el pasillo, cruzando la puerta. Se giró, asiendo con firmeza el revólver, y extendió los brazos ante ella. Tully se levantó de un salto y sacó su pistola.

– ¿Qué ocurre, O'Dell? -él mantenía los ojos fijos en la puerta. Maggie cruzó lentamente la habitación con la pistola en alto y el dedo apoyado en el gatillo.

– He visto pasar a alguien -explicó finalmente.

– ¿Queda algún hombre de Alvando en la casa?

– Ya habían acabado aquí -musitó ella. El corazón le martilleaba contra el pecho. Su respiración se había hecho espasmódica-. No volverían sin anunciarse, ¿no cree?

– ¿No huele a algo raro? -dijo Tully.

Ella también lo olía, y el terror que había empezado a subirle por el estómago se difundió rápidamente por su cuerpo.

– Huele a gasolina -dijo Tully.

Maggie sólo podía pensar que olía a gasolina y a humo. Olía a fuego. Aquella idea se apoderó de ella, y de pronto sintió que no podía respirar. No podía pensar. No podía recorrer el resto del camino hacia la puerta. Tenía las rodillas bloqueadas. Se le había cerrado la garganta, amenazando con ahogarla.

Tully corrió a la puerta y miró cuidadosamente fuera, con la pistola lista.

– Dios santo -exclamó, mirando hacia ambos lados del pasillo sin salir-. Hay llamas a ambos lados. Es imposible salir por donde hemos venido.

Volvió a guardar la pistola en la funda y corrió a las ventanas. Intentó abrirlas mientras Maggie seguía paralizada en medio de la habitación. Le temblaban tanto las manos que apenas podía sujetar el revólver. Se las miraba fijamente, como si pertenecieran a otra persona. Su respiración se había desbocado. Pensó que iba a empezar a hiperventilar.

Sólo aquel olor encendía en su cabeza las imágenes de las pesadillas de su niñez: las llamas rodeando a su padre y quemando sus dedos cada vez que extendía los brazos hacia él. No podía salvarlo, porque el miedo la inmovilizaba.

– ¡Maldita sea! -oyó que Tully seguía forcejeando tras ella.

Se giró hacia él, pero sus pies no se movieron. Tully parecía muy lejos, y Maggie comprendió que estaba perdiendo agudeza visual. La habitación empezó a oscilar. Podía sentir su balanceo, aunque sabía que no era real. Entonces lo vio de nuevo: un reflejo en la ventana. Se giró, pero le pareció que se movía a cámara lenta. Albert Stucky permanecía de pie en la puerta, alto y oscuro, vestido con una chaqueta de cuero negro, apuntándola con una pistola.

Maggie intentó alzar su arma, pero pesaba demasiado. Su mano no obedeció la orden. La habitación había oscilado hacia el otro lado, y ella sintió que se deslizaba. Stucky le sonreía y parecía ajeno a las llamas que se alzaban tras él. ¿Era real? ¿Sería una alucinación causada por el pánico?

– Esta maldita cosa está atascada -oyó que gritaba Tully en alguna parte, muy lejos.

Ella abrió la boca para advertirle, pero no profirió ningún sonido. Esperaba que la bala se incrustara directamente en su corazón. Allí era donde apuntaba. Todo a cámara lenta. ¿Era un sueño? ¿Una pesadilla? Él retiró el percutor. Maggie oyó que la madera crujía, derrumbándose fuera de la habitación. Intentó levantar el brazo de nuevo mientras veía que Stucky se disponía a apretar el gatillo.

– ¡Tully! -logró gritar, y justo entonces Stucky desvió el cañón de la pistola hacia la derecha y disparó. La detonación la zarandeó como una sacudida eléctrica. Pero Stucky no le había dado. No le había disparado a ella. Maggie bajó la mirada. No estaba sangrando. Le costó un gran esfuerzo mover el brazo, pero al fin lo alzó, lista para disparar a la puerta ya vacía. Stucky se había ido. ¿Había sido todo producto de su imaginación? Oyó un quejido tras ella y, antes de volverse a mirar, recordó a Tully.

Él se sujetaba el muslo ensangrentado con ambas manos y lo miraba fijamente, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. El humo había empezado a entrar en la habitación y les quemaba los ojos. Maggie se quitó el impermeable. Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. Corrió hacia la puerta, obligándose a no pensar en el calor y las llamas. Cerró la puerta de golpe, dobló la chaqueta y la apretó contra la rendija que quedaba entre el suelo y la puerta.

Regresó junto a Tully y se arrodilló a su lado. Él tenía los ojos muy abiertos. Parecía que empezaban a nublársele. Iba a entrar en estado de shock.

– Te pondrás bien, Tully. Respira, pero no muy hondo -el humo empezaba a filtrarse por las rendijas.

Ella tiró de la corbata de Tully, deshizo el nudo y se la quitó. Suavemente, le apartó las manos de la herida. Le ató la corbata alrededor del muslo, justo por encima del agujero de la bala, se lo apretó con fuerza y, al oír su grito de dolor, hizo una mueca.

La habitación empezaba a llenarse de humo. El ruido de las vigas que se derrumbaban parecía acercarse. Maggie oía gritos fuera. Tully no había conseguido abrir ninguna ventana. Maggie se puso en pie, intentando concentrarse en Tully y en salir de aquella habitación, de aquella casa. No pensaría en las llamas del otro lado de la puerta. No imaginaría el calor infernal lamiendo las tablas del suelo bajo ellos.

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