Cunningham tamborileó con los dedos sobre la mesa como si esperara a que O'Dell acabara.
– La joven le llevó una pizza a su nueva dirección la noche que fue asesinada.
El silencio pareció amplificarse cuando el tamborileo de los dedos de Cunningham cesó. Cunningham y Tully observaron a O'Dell. Ella se echó hacia atrás y los miró a ambos. Tully percibió su mirada de asombro. Esperaba ver miedo, o tal vez rabia. Pero lo sorprendió encontrar en la mirada de la agente O'Dell una expresión semejante a la resignación. Ella se pasó una mano por la cara y se sujetó los mechones de pelo tras las orejas. Pero permaneció en silencio.
– Por eso, agente O'Dell, supuse que daría lo mismo que no se quedara en Kansas City. Él la habrá seguido hasta aquí -Cunningham se aflojó la corbata y se arremangó como si de pronto tuviera calor. Ambos gestos parecían extraños en él-. Albert Stucky va a meterla de nuevo en esto, haga lo que haga yo para mantenerla al margen.
– Y, manteniéndome al margen, señor, me está quitando mi única posibilidad de defensa -dijo la agente O'Dell con un leve temblor en la voz. Tully vio que se mordía el labio inferior. ¿Era para refrenar sus palabras, o para detener su temblor?
Cunningham miró a Tully, se recostó en la silla y dejó escapar un suspiro resignado.
– El agente Tully ha solicitado su ayuda en el caso.
O'Dell miró a Tully con sorpresa. Él se azoró sin saber por qué. No había hecho aquella petición por hacerle un favor. Posiblemente, aquello la pondría en mayor peligro. Pero el hecho era que la necesitaba.
– He decidido admitir la petición del agente Tully bajo ciertas condiciones, ninguna de las cuales está sujeta a negociación -Cunningham se inclinó de nuevo hacia delante, con los codos en la mesa, y juntó las manos-. La primera es que el agente Tully seguirá al mando de la investigación. Espero que compartan toda la información y los conocimientos de que dispongan. Agente O'Dell, no seguirá usted ninguna pista, ni comprobará ninguna corazonada sin que el agente Tully la acompañe. ¿Entendido?
– Por supuesto -respondió ella, con voz firme y segura de nuevo.
– Y, en segundo lugar, quiero que vaya a ver al psicólogo del departamento.
– Señor, no creo que…
– Agente O'Dell, he dicho que mis condiciones son innegociables. Dejaré a discreción del doctor Kernan cuántas veces habrá usted de visitarlo cada semana.
– ¿El doctor James Kernan? -O'Dell parecía desconcertada.
– Sí. Ya me he encargado de que Anita le fije la primera cita. Hable con ella cuando salga. También se ocupará de asignarle un despacho. El antiguo lo ocupa ahora el agente Tully. No veo razón para que lo compartan. Ahora, si me disculpan -se echó hacia atrás, despachándolos-. Tengo otra cita.
Tully recogió sus papeles y esperó a O'Dell en la puerta. A pesar de que acababan de concederle lo que llevaba cinco meses pidiendo, no parecía contenta, sino más bien alterada.
A Tess le apetecía acudir a la cita de aquella mañana, a pesar de que, mientras conducía por las calles desiertas, empezó a sentirse culpable por haber salido a hurtadillas de casa de Daniel sin despertarlo siquiera para despedirse de él. Sencillamente, no tenía fuerzas para otra batalla. Daniel protestaría porque saliera corriendo tan temprano para llegar a casa, ducharse y cambiarse de ropa cuando todo eso podía hacerlo en su casa. Lo que en realidad quería Daniel era que se quedara porque por las mañanas le resultaba más fácil excitarse, y quería sexo.
Sin embargo, diría ridiculeces como: «Pasamos muy poco tiempo juntos. Necesitamos ese rato de por las mañanas». Cada vez que se quedaba a dormir, era lo mismo, la misma vieja discusión: «Tess, ¿cómo vamos a saber si somos compatibles, si no leemos juntos el New York Times, ni tomamos el desayuno en la cama?».
Siempre le ponía los mismos ejemplos. ¿Cómo podía decir eso, cuando apenas le dirigía la palabra cuando estaban juntos? Las únicas veces en que parecía preocuparlo su compatibilidad eran aquellas mañanas en que quería que se quedara para echarle un polvo rápido. El noventa y nueve por ciento de las veces, le importaba bien poco lo que conviniera a su relación. Aunque ella, desde luego, no sabía cuál era la clave del éxito de una relación de pareja. Tal vez consistiera precisamente en leer el New York Times y desayunar en la cama. ¿Cómo iba a saberlo? Ella nunca había tenido una relación que pudiera considerar un éxito, ni nunca había tenido un novio como Daniel Kassenbaum.
Daniel era sofisticado, inteligente, refinado y culto. Cielo santo, si hasta era capaz de completar el crucigrama del New York Times, y a boli. Pero, a diferencia de Daniel, ella no se engañaba respecto a su relación. Sabía que tenían muy poco en común. Él, desde luego, no la consideraba su igual, y a menudo le señalaba sus carencias como si fuera una pupila a la que tuviera que educar. La noche que le preguntó si debía invertir el dinero de la bonificación, Tess se había sentido como si le diera una palmadita en la cabeza al decirle «no te metas en lo que no entiendes».
Había, no obstante, un campo en el que Tess superaba con creces a Daniel: el sexo. Lo que le faltaba a él, ella lo compensaba de sobra. Daniel le había dicho muchas veces (si bien sólo en el ardor de la pasión) que era con diferencia «el mejor polvo» que había tenido nunca. Por alguna retorcida razón, a Tess la complacía tener aquel poder sobre él, a pesar de que la dejaba fría y hueca por dentro. Acostarse con Daniel, aunque para él fuera fantástico, a ella ni le gustaba, ni le satisfacía.
En realidad, llevaba algún tiempo preguntándose si era capaz de sentir deseo, si alguna vez podría experimentar la pasión que con Daniel fingía continuamente. El hecho de que Will Finley, un completo extraño, hubiera hecho resurgir esos sentimientos en ella, no la había tranquilizado, sino que, por el contrario, la había llenado de inquietud. Y guardar en la memoria, todavía fresco, el recuerdo de las manos y la boca de Will, quien parecía saber exactamente cómo tocarla, ponía lamentablemente de relieve la torpeza de Daniel. Casi deseaba que el tequila hubiera borrado su memoria y no recordar la noche que había pasado con Will. Sin embargo, parecía no poder pensar en otra cosa. Los recuerdos de aquella noche asaltaban continuamente su imaginación.
En otras épocas de su vida, había sido capaz de bloquear por completo sus recuerdos. Ése era, por lo común, el propósito del tequila. En el pasado, solía beber demasiado. Bailaba, flirteaba y se acostaba con tantos hombres como quería. Jugaba y miraba jugar al billar, montando pequeñas escenas de provocación para cualquiera que quisiera mirarla. Solía pensar que, si vivía aceleradamente, podría olvidar los horrores de su niñez. Después de todo, nada de lo que pudiera hacer resultaría más traumático, más destructivo, más aterrador que lo que había vivido durante su infancia, ¿no?
Pero, entretanto, lo único que había conseguido era crearse una vida vacía y hueca. Paradójicamente, había hecho falta una botella de vodka y un frasco de somníferos para hacerla despertar. De eso hacía casi siete años. Los últimos cinco, se había esforzado a brazo partido por reinventarse a sí misma y dejar atrás no sólo su infancia, sino también los años oscuros que había pasado enterrándola y huyendo hacia delante.
Para lograrlo, había abandonado la vida ajetreada de Washington D. C. y todas sus tentaciones: las drogas, los clubes abiertos hasta el amanecer y las camas de los congresistas. El bar de Louie había sido para ella una especie de parada en el camino. Allí consiguió trabajo como camarera y encontró un pequeño apartamento junto al río. Cuando al fin se sintió preparada, regresó a Blackwood, Virginia, y vendió la granja de su familia, aquel infierno terrenal donde antaño había vivido con sus tíos. Éstos habían muerto años antes, de lo cual Tess se había enterado únicamente al recibir una carta certificada de su abogado. Por alguna razón, había esperado conocer automáticamente su muerte, como si la tierra entera fuera a exhalar un suspiro de alivio. Pero no había habido ni suspiro, ni alivio.
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