Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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– Antes de que empecemos -dijo, mirando su reloj-, ¿tiene usted algún dato sobre Walker Harding?

– ¿Harding? -Tully intentó pensar, olvidándose de adolescentes calenturientos y vestidos rosas-. Lo siento, señor, no me suena ese nombre.

– Era el socio empresarial de Albert Stucky -dijo una voz femenina desde la puerta.

Tully se giró en la silla y miró a la joven de pelo oscuro. Era atractiva y llevaba una chaqueta de traje azul marino y unos pantalones a juego.

– Agente O'Dell, pase, por favor -Cunningham se levantó y señaló la silla junto a Tully.

Éste levantó la vista hacia ella y, recogiendo torpemente sus carpetas, las puso a un lado.

– Agente especial Margaret O'Dell, éste es el agente especial R. J. Tully.

La silla se tambaleó cuando Tully se levantó para estrechar la mano que le tendía la agente O'Dell. Al instante lo sorprendió la firmeza de su apretón y el modo en que lo miraba directamente a los ojos.

– Me alegro de conocerlo, agente Tully.

Parecía sincera. Y eficiente. En su actitud no había nada que delatara la experiencia que había sufrido la noche anterior. No parecía una agente al borde del colapso mental.

– El placer es mío, agente O'Dell. He oído hablar mucho de usted.

Tully notó que a Cunningham empezaban a impacientarle tantos cumplidos.

– ¿Por qué preguntaba usted por Walker Harding? -preguntó O'Dell al sentarse.

Tully recogió de nuevo sus archivos. Ella parecía acostumbrada al estilo franco del director adjunto. Tully deseó haber pasado más tiempo preparando aquella reunión, en vez de preocupándose por la virginidad de Emma. No se le había ocurrido que O'Dell pudiera presentarse.

– Para poner al corriente al agente Tully -comenzó a explicar Cunningham-, Walker Harding y Albert Stucky crearon un negocio de inversión en bolsa a través de Internet, uno de los primeros que aparecieron, a principios de los noventa. Acabaron haciendo millones.

– Lo siento, pero creo que no dispongo de información sobre él -dijo Tully mientras rebuscaba en sus archivos.

– Seguramente, no -dijo Cunningham en tono de disculpa-. Harding desapareció de escena mucho antes de que Stucky empezar a dedicarse a su nuevo hobby. Stucky y él vendieron la empresa, dividieron los millones y siguieron caminos distintos. No había razón alguna para que nos interesáramos por él.

– No sé si lo entiendo -dijo Tully, mirando a la agente O'Dell para ver si era él el único que se estaba perdiendo algo-. ¿Hay alguna razón por la que debamos preocuparnos por él ahora?

Anita entró sigilosamente en el despacho, interrumpiéndolos, y le dio a Tully una taza humeante.

– Gracias, Anita.

– ¿Usted quiere algo, agente O'Dell? ¿Un café? ¿O quizá su Pepsi light de por las mañanas?

Tully vio que la agente O'Dell sonreía y comprendió que había confianza entre las dos mujeres.

– Gracias, Anita, no quiero nada.

La secretaria le apretó el hombro en un gesto que parecía más maternal que profesional, y luego se fue, cerrando la puerta a su espalda.

Cunningham se recostó en la silla, juntó los dedos formando un triángulo y retomó la conversación exactamente donde la habían dejado, como si no los hubieran interrumpido.

– Walker Harding se convirtió en un ermitaño después de que Stucky y él vendieran su negocio. Prácticamente desapareció de la faz de la tierra. Parece no haber literalmente ningún registro, ningún dato bancario, ningún rastro de él.

– Entonces, ¿qué tiene esto que ver con Albert Stucky? -preguntó Tully, confundido.

– He comprobado las listas de pasajeros de la semana pasada de los vuelos entre los aeropuertos Dulles y Reagan National y el de Kansas City. No es que esperara encontrar el nombre de Albert Stucky, por supuesto -miró a Tully y luego a O'Dell-. Estaba buscando alguno de los diversos alias que Stucky ha utilizado en el pasado. Fue entonces cuando descubrí que había un billete vendido para un vuelo a Kansas City que salía de Dulles el domingo por la tarde, a nombre de Walker Harding.

Cunningham aguardó, esperando alguna reacción. Tully lo miraba, moviendo los pies nerviosamente, pero no parecía muy impresionado por aquella información.

– Disculpe, señor, que le diga esto, pero puede que eso no signifique gran cosa. Puede que ni siquiera sea el mismo hombre.

– Tal vez. Sin embargo, agente Tully, sugiero que averigüe usted todo lo que pueda sobre Walker Harding.

– Director adjunto Cunningham, ¿para qué me ha hecho llamar? -preguntó la agente O'Dell educadamente, pero con suficiente firmeza como para dejar claro que no estaba dispuesta a continuar sin una respuesta.

Tully sintió ganas de sonreír, pero mantuvo los ojos fijos en Cunningham. Era difícil no mirar a O'Dell. Por el rabillo del ojo, la veía removerse en la silla, incómoda e impaciente, pero refrenando la lengua. La habían mantenido fuera de la investigación desde el principio. Tully se preguntaba si estaba enfadada por tener que sentarse y escuchar todos aquellos detalles sin poder tomar parte en los acontecimientos. ¿O habría cambiado Cunningham de idea? Tully observó el rostro de su jefe, pero no vio ningún indicio de lo que estaba pensando.

Al ver que no respondía inmediatamente, O'Dell pareció interpretar que la animaba a continuar.

– Con el debido respeto, estamos aquí los tres sentados hablando de un billete que pudo ser expedido o no a nombre de un individuo con el que Albert Stucky tal vez no hable desde hace años. Sin embargo, hay una cosa de la que podemos estar seguros, y es de que Albert Stucky mató a una mujer en Kansas City, y probablemente sigue allí.

Tully cruzó los brazos y esperó. Le daban ganas de aplaudir a aquella mujer de la que se decía que se había quemado y perdido su talento. Ciertamente, esa mañana parecía estar en pleno uso de sus facultades.

Cunningham deshizo el triángulo de sus dedos y se echó hacia delante, apoyando los codos en la mesa. Por su expresión, parecía como si le hubieran tendido una emboscada en una partida de ajedrez. Pero estaba listo para hacer su siguiente movimiento.

– El sábado por la noche, a cuarenta kilómetros de aquí, una joven fue asesinada y su cuerpo abandonado en un contenedor. Le habían extirpado quirúrgicamente el bazo y lo habían dejado en una caja de pizza.

– ¿El sábado? -la agente O'Dell se removió, inquieta, mientras calculaba aquel intervalo de tiempo extrañamente corto-. El de Kansas City no es un imitador. Dejó el puto riñon en mi puerta.

Tully hizo una mueca. Nada de ajedrez. Aquello parecía más bien un tiroteo en el OK Corral. Cunningham, sin embargo, no se inmutó.

– La joven era una repartidora de pizzas. La secuestraron mientras hacía su ruta de reparto.

La agente O'Dell empezó a agitarse, cruzó las piernas y luego volvió a descruzarlas, como si intentara controlarse. Tully sabía que debía de estar agotada.

Cunningham continuó.

– El asesino tuvo que llevársela a algún lugar cercano. Tal vez en el mismo barrio. La violó, sodomizándola, le rajó la garganta y le extrajo el bazo.

– ¿Se refiere usted a que la sodomizó él mismo, o a que utilizó algún otro objeto?

Tully no entendía la diferencia. ¿Acaso no era igual de espantoso? Cunningham lo miró como esperando una respuesta. A aquella pregunta, por desgracia, podía responder sin rebuscar en sus archivos. La joven se parecía demasiado a Emma como para no recordar todos los detalles. Quisiera o no, habían quedado grabados a fuego en su memoria.

– No había restos de semen, pero el forense parece convencido de que hubo penetración. No había ningún rastro que pudiera pertenecer a otro objeto.

– Stucky nunca había hecho eso antes -O'Dell se sentó al borde de la silla, animada de pronto-. No es propio de él. No tendría sentido. A él le gusta mirar sus caras. Disfruta observando su miedo. No podría verlo desde atrás.

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