Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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Kyla vio que otra pareja se había sentado cerca de la pérgola. Era obvio que los dos jóvenes estaban tan concentrados el uno en el otro que no se habían fijado en ellos. Hablaban en murmullos, él la abrazaba por la cintura y ella tenía los brazos en torno a su cuello. Se hacían carantoñas, hablaban con el idioma universal de los enamorados.

– Tú no eres de por aquí -Kyla se aclaró la garganta con dificultad, preguntándose si Trevor habría visto a la otra pareja. Como tardaba en responder, lo miró y vio que tenía la vista clavada en los jóvenes.

Al notar que ella lo miraba, apartó la vista y volvió la cabeza, sintiéndose culpable.

– Eh… no. Soy de Filadelfia. Me eduqué en el Noreste.

La mano del chico acariciaba los brazos de la chica, las yemas de sus dedos resbalaban desde los hombros hasta los codos y volvían a subir. Luego llevó una mano hasta el cuello de ella.

– Por eso no tienes acento de por aquí.

El joven estaba besando a su pareja con delicadeza, con levedad.

– Me imaginó, sí.

La chica inclinó la cabeza hacia atrás y dijo algo que hizo reír al chico.

– ¿Tienes familia? -la voz de Kyla era casi un suspiro y su respiración, entrecortada, como si fuera su propio cuello el que estuvieran recorriendo los labios del chico.

– ¿Familia? -repitió Trevor lentamente-. Ah, familia. Sí, mi padre. Es abogado.

La boca del chico retiró el cuello de la blusa de la chica y desapareció bajo la tela. Pensativamente, Trevor se acarició el bigote con la punta de la lengua.

– ¿Nadie más, sólo tu padre?

La chica dejó escapar un gemido y llevó una mano al pecho del chico. Le pasó el pulgar lánguidamente por encima de la tela, cerca de la tetilla.

Trevor se revolvió inquieto y tosió.

– Nada más. Mi madre murió hace varios años, y soy hijo único.

Los enamorados se besaron, esa vez plenamente. Sus cabezas apenas se movían, sus lenguas se acariciaban. Movían brazos y piernas para atraer hacía sí al otro hasta acoplar sus cuerpos anhelantes. Los muslos estaban entrecruzados. La brisa que soplaba llevaba los gemidos de placer y los murmullos de excitación hasta donde estaban Kyla y Trevor.

Ella notó que el muslo de Trevor se apretaba contra el suyo.

– Chúpalo.

Ante aquella brusca orden, los ojos de Kyla se fijaron en aquel único y feroz ojo verde.

– ¿Qué?

– Que lo chupes. Rápido, antes de que empiece a gotear.

Ella abrió los labios, parpadeó y lo miró de nuevo, muda.

– El helado… -aclaró él.

Aquello la despertó e inmediatamente se echó hacia atrás.

– ¡Ay! -el helado le chorreaba por los dedos.

Trevor se levantó bruscamente con expresión de dolor.

– ¿Has acabado?

Ella miró los restos del cono de barquillo y vio que prácticamente lo había hecho migas. Como si la hubieran sorprendido con un arma mortífera en la mano, se apresuró a deshacerse de él y casi se lo tiró a las manos.

– Sí, ya no quiero más.

Por mucho que lo deseara su mente, su corazón no reducía el ritmo acelerado de sus latidos. Tenía la boca seca. Señor, lo que daría por una respiración profunda. Oxígeno, eso era lo que necesitaba para espantar el vértigo que se había apoderado de ella por primera vez cuando él había mencionado que Aaron y ella tal vez acabaran viviendo en la casa del bosque.

Trevor fue hasta una papelera que había cerca de la pérgola y tiró allí los restos de los helados. Kyla se puso en pie, aunque las rodillas le flaqueaban, y lo siguió. Él estaba asombrado de lo guapa que estaba, allí, al aire libre, sin arreglar.

El sol arrancaba reflejos dorados a su pelo, que le enmarcaba el rostro. Tenía los labios muy rojos, húmedos y entreabiertos. Sus ojos estaban entrecerrados, lo miraba a contraluz. Se veían las pestañas, largas y rizadas, que rodeaban unos ojos de un marrón aterciopelado.

– ¿Trevor?, ¿te pasa algo?

– No -replicó él con voz ronca-. Es que te estaba imaginando tomando el sol en la terraza de tu cuarto.

A Kyla se le subieron los colores. Se ruborizó hasta la punta de los cabellos. No dijo nada, pero era como si no pudiera apartar los ojos de él.

– Seguro que es algo digno de verse -continuó Trevor.

Ella tragó saliva.

– Sí. Babs tiene un tipo estupendo.

Él aguardó unos instantes interminables antes de volver a hablar, y bajó la voz.

– No estaba pensando en Babs.

Cuando se detuvieron delante de la casa, Kyla sabía que había un par de ojos en cada ventana. Lo que deseaba en ese momento era bajar del coche y echar a correr hasta la puerta, pero sabía que un caballero como Trevor no lo permitiría. Efectivamente, él rodeó el coche, le abrió la puerta y le ofreció la mano para ayudarla a bajar. Ella hizo como que no la había visto. No podría soportar que se tocaran de nuevo.

Una vez en el porche, lo miró, pero se sentía muy incómoda. No había sido capaz de aguantar su mirada desde que había mencionado lo de que le gustaría verla tomando el sol.

– Gracias, Trevor, lo he pasado bien.

«Lo insípida que puedes llegar a ser, Kyla», se dijo. Probablemente él no veía la hora de marcharse.

«Tendría que haberme callado, en vez de hacerme el pícaro y soltar ese comentario sobre cómo toma el sol. Seguro que lo he estropeado todo», pensaba él.

– Yo también -de pronto, era como si las botas le quedaran pequeñas, hizo bascular el peso de un pie a otro-. Bueno, adiós, Kyla.

– Adiós.

Ella se volvió hacia la puerta de la casa y casi se choca con su madre, que salía al porche en ese instante.

– Ay, qué susto -comentó Meg, alterada por el amago de encontronazo-. Qué alegría verlo de nuevo, señor Rule.

Hablaba como si no esperara encontrarlo allí, pero se notaba que su sorpresa era fingida. Kyla reparó en que Trevor también se había dado cuenta y quiso que la tragara la tierra.

– Hola, señora Powers.

– Acabo de preparar unos sandwiches y limonada, íbamos a tomarlos en el jardín de atrás, ¿por qué no nos acompaña?

Trevor estaba tentado, pero miró a Kyla y vio que ésta tenía una sonrisa tensa. Mejor no, pensó. Aquel día ya había tentado mucho a la suerte. Si no hubiera hecho ese comentario sobre los baños de sol… Pero había dicho lo que había dicho. Bueno, maldita fuera, estaba para comérsela y había aguantado mientras ella se comía el helado con unos gestos llenos de erotismo. En fin, el mal ya estaba hecho.

Muy a su pesar, rehusó la invitación de Meg.

– Me encantaría, pero tengo que terminar un trabajo pendiente.

La sonrisa de Meg se desvaneció.

– Qué pena. Bueno, en otra ocasión.

– Me encantaría.

Sonrió a ambas, bajó los escalones del porche y fue hasta su coche. En cuanto desapareció de vista, Babs y Clif se apresuraron a precipitarse en el porche.

– Bueno, ¿cómo ha ido? -quiso saber Babs-. ¿Te ha pedido que vuelvas a salir con él?

– ¿Vais a veros otro día?

– ¿Te ha pedido permiso para llamarte a casa?

– ¡Por amor de Dios! -exclamó Kyla, malhumorada-. A ver si crecéis un poco y me dejáis tranquila -se abrió paso con aspavientos y entró en la casa dando bufidos. Pero ¿con quién estaba enfadada? ¿Con Trevor, con sus bienintencionados padres, con Babs o consigo misma?

Porque la verdad era que lamentaba un poco, un poquito, que Trevor no hubiera aceptado la invitación de su madre.

– No, no, Aaron -repitió Kyla por centésima vez-. No toques las flores.

Estaban en la trastienda de Traficantes de pétalos. Meg, que normalmente se quedaba con Aaron mientras Kyla iba a trabajar, había tenido que acudir al dentista. Clif no había vuelto a tiempo de un recado, así que ella se había llevado a Aaron a la tienda diciéndose que no se quedaría allí mucho tiempo.

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