Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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Sin embargo, se maquillaba con torpeza. Nada le salía bien. Tuvo que pintarse la raya del ojo tres veces. Aaron, que parecía tener cuatro manos, se lo revolvía todo. Su madre y su padre no hacían más que entrar y salir de su habitación. Para recordarle la hora, para decirle qué tiempo hacía, para preguntarle cosas y ofrecerle su ayuda… No la dejaban en paz.

Por suerte, esa noche Babs tenía una «cita importante», así que no estaba revoloteando a su alrededor. Había insistido en que se comprara un vestido nuevo para la ocasión, aunque ella le había recordado que no se podía considerar una «ocasión».

Cuando por fin se había rendido, habían vuelto a discutir sobre qué vestido debía comprarse. Babs se había apuntado a ir de compras con ella sin que nadie la invitara.

– Este vestido amarillo me gusta -había dicho Kyla. Babs la había mirado y se había llevado el dedo índice a los labios, metiéndoselo en la boca entreabierta para darle a entender que era demasiado ñoño, infantil-. Muy elocuente -había comentado ella con sarcasmo.

Babs había puesto los brazos en jarras.

– ¿Qué quieres parecer: Mata Hari o Blancanieves?

– Me gustaría parecer yo misma.

– Pruébate otra vez el negro.

– Es demasiado… demasiado…

– Exacto -dijo Babs, agitando el vestido ante Kyla con impaciencia-. Es estupendo y te hace parecer tú misma. ¿A que sí? -consultó a la intimidada dependienta que estaba arrinconada contra la pared del probador.

– Sí.

Kyla había salido de la tienda con el vestido negro sabiendo que cometía un error. Habría preferido el amarillo. El negro era demasiado sofisticado. Trevor pensaría… Dios sabía qué pensaría.

Sus temores se vieron confirmados cuando se subió la cremallera del vestido negro de cóctel y contempló su reflejo en el espejo. La seda se ceñía a su figura como un guante. El negro contrastaba con el cutis de su rostro, embellecido con polvos y sombra de ojos, y brillo de labios de color melocotón. El pelo, brillante y sedoso, se lo había recogido en un moño estudiadamente desarreglado. Se había dejado un mechón suelto, que le caía por los hombros y se sujetaba con un pasador a la altura de la oreja. Llevaba un collar de perlas de una vuelta y pendientes de perla.

Al oír el timbre de la puerta, sacó las orquídeas de la caja y las pinchó apresuradamente en el vestido. Con las prisas, se pinchó con el imperdible, y se alegró de que Aaron, que repetía cuanto oía, no estuviera en la habitación para oír las palabrotas que escaparon de sus labios.

Las orquídeas habían provocado otra discusión entre Babs y ella esa misma tarde.

– Son las cuatro y media y todavía no has preparado el pedido de Trevor.

– Ni pienso hacerlo -había replicado Kyla.

– ¿Cómo que no? Pues yo ya le he mandado la factura…

– Que tú… ¿Qué?

– Es un cliente, Kyla. Ha hecho un pedido y se lo he cobrado. Ahora tenemos que cumplir con las flores.

Kyla miró amenazadoramente a su amiga y agarró una caja para las orquídeas.

– No lo hagas -advirtió Babs, que supervisaba los movimientos de su amiga por encima del hombro de ésta-. Pidió dos flores, no una.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo oí. Y también dijo que no quería escatimar dinero, así que pon un poco más de relleno.

– ¿Escuchaste toda la conversación?

– Claro. O eso creo. ¿Dijisteis algo subido de tono?

– Por supuesto que no -respondió Kyla acaloradamente.

– Entonces ¿por qué te empeñas en hacerte la tonta?

Una vez en su casa, frente al espejo, Kyla revisó por última vez su aspecto. Tenía que admitir que todo combinaba a la perfección: el vestido de seda negro, las perlas y las flores de invernadero.

Y así se sentía ella, como una flor de invernadero, cultivada y protegida, que fuera a enfrentarse por vez primera a los elementos.

Esas aprensiones eran adolescentes, lo sabía, pero saber que eran adolescentes y hacerlas desaparecer eran dos cosas distintas. Se había casado una vez, había tenido un hijo…, pero se sentía como una novicia ingenua que saliera por primera vez del convento.

– Esto es ridículo -se dijo con exasperación mientras agarraba la cartera negra de noche y apagaba la luz-. Ni siquiera se trata de salir los dos solos -se repetía aquello según bajaba las escaleras.

Trevor estaba en el vestíbulo con Aaron en brazos. Hacía saltar al niño ligeramente sobre su brazo, arriba y abajo, mientras charlaba con Meg y Clif.

– … tendrían que acabar dentro de dos semanas -giró la cabeza al notar que la atención de los Powers estaba fija en la escalera.

Kyla tuvo que recurrir a todo su autodominio para conseguir que los pies la obedecieran y no resbalar cuando Trevor levantó la vista hasta ella. Se obligó a seguir bajando con calma. Por desgracia no conseguía que su corazón redujera el ritmo frenético de sus latidos.

– Hola, Trevor.

– Hola.

Aaron había agarrado el bigote de Trevor y le estaba dando tirones, pero él no parecía darse cuenta. Tenía los ojos fijos en Kyla. A ella le costaba tanto como a él no devorarlo con la mirada. Estaba fantástico.

Llevaba un traje gris marengo, tan oscuro que parecía casi negro. La camisa blanca contrastaba con el negro azabache de su cabello y su piel bronceada. La corbata, a rayas plateadas y negras, no habría llamado la atención en cualquier otro hombre, pero Trevor no era un hombre común y corriente. Nunca lo sería. Tal vez su aire distinguido proviniera del sempiterno parche, el cual le resultaba ya tan familiar, como parte de su cara, que Kyla no lo veía como algo aparte.

– Las orquídeas son preciosas.

– Sí -admitió ella sintiendo que le faltaba la respiración. Tímidamente, con delicadeza, llevó una mano hasta el broche, prendido sobre su pecho-. Gracias. ¿Te gustan?

– Mucho.

– Me alegro.

«Di algo más, tonta», se ordenó para sus adentros.

Aaron acudió en su ayuda. Justo en ese momento, de manera impredecible, se lanzó hacia ella. Sin previo aviso, se echó sobre Kyla con los bracitos abiertos y ésta apenas tuvo tiempo de sujetarlo antes de que aterrizara encima de su pecho.

Pero Trevor no lo soltó. Sus brazos se tensaron inmediatamente para sujetar a Aaron, y el derecho quedó atrapado entre éste y los senos de Kyla. Cuando ella fue haciéndose con el niño, Trevor retiró el brazo. Fueron unos momentos incómodos, que todos trataron de llenar hablando a la vez.

– Dame, dame al niño -dijo Meg.

– Será mejor que os marchéis si no queréis llegar tarde -recomendó Clif.

– ¿Estás lista? -preguntó Trevor.

– Sí. Creo que lo tengo todo. Buenas noches, Aaron.

– Nosotros lo acostaremos a la hora de dormir, así que no tengas prisa por volver a casa temprano -anunció Meg.

– No corráis. Vais bien de tiempo -les gritó Clif cuando ya estaban en el sendero que conducía a la calle.

A Kyla le rechinaban los dientes. Cualquiera pensaría que era la primera vez que salía con un hombre. No le habría sorprendido que Clif les hubiera pedido que posaran en el vestíbulo mientras Meg iba en busca de la cámara para hacerles una foto de recuerdo.

Trevor se adelantó para abrirle la puerta del coche. No la tocó y ella se lo agradeció. Todavía tenía presente el roce de su brazo en los senos. Había levantado una oleada de calor en su interior.

Una vez que estuvo ante el volante, dijo:

– Ya sé que esto no es una cita pero… ¿puedo decirte que estás guapísima?

Aquel intento de bromear un poco la relajó y lo miró.

– Sí, puedes. Gracias.

– De nada.

Alargó la mano para encender la radio y sintonizó una emisora de música ligera. La manga de la chaqueta se le subió un poco y dejó al descubierto los puños de la camisa, impecablemente blancos, abrochados con unos gemelos cuadrados de ébano con cadenita de oro.

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