Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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– Cuidado. ¿Estás bien?

Estaba perfectamente, pero de repente le faltaba el aliento, la piel le hormigueaba y notaba una sensación rara en el estómago. Ya casi no recordaba lo agradable que resultaba estar en brazos de un hombre. La loción de afeitar, la colonia, el sudor… Se le habían olvidado aquellos olores tan masculinos. Era fuerte, recio, flexible. Notó su aliento en la mejilla cuando inclinó la cabeza hacia ella, solícito.

– Es-estoy bien -tartamudeó, y se escabulló de sus brazos.

– ¿Seguro?

– Sí, sí. Es que soy un poco patosa.

El tropiezo había hecho que se le soltara una de las tiras de la sandalia. Se agachó para ajustarla de nuevo y, cuando lo hizo, uno de los trabajadores silbó admirativamente. Ella se incorporó y miró a su alrededor. Todos parecían muy concentrados en el trabajo, demasiado inocentes para no ser culpables.

Levantó los ojos hacia Trevor, que sonreía tímidamente.

– No se puede negar que tienen buen gusto -dijo encogiéndose de hombros-. ¿Lista?

Desde luego que estaba lista para marcharse de allí. Había salido para complacer a Babs y a su padre. No deberían haber tardado más de media hora. ¿Cuánto tiempo les llevaría volver, ir hasta la heladería y tomar un helado?

Para llegar hasta allí, habían tenido que atravesar toda la ciudad. No tenía sentido que hubiera ido con él a una obra para darle su opinión sobre la casa que estaba construyendo. ¿En qué estaría pensando para haberse metido en aquel lío?

– Es mejor que me lleves a casa -dijo en cuanto volvieron al camino lleno de baches-. Aaron estará a punto de despertarse.

– Te había prometido un helado.

– No importa.

– A mí sí me importa.

Y, al parecer, aquello ponía fin a la discusión, o eso parecía indicar la tensión de su mandíbula. Kyla entrevio otra faceta de Trevor Rule. Tal vez fuera tan bondadoso como para meterse en una fuente a rescatar a un niño; tal vez fuera tan afable como para empujar un carrito por un centro comercial atestado de gente un sábado por la tarde; tal vez incluso pudiera mostrarse tan amable como para llevar en coche a casa a una mujer cuyo coche se había quedado sin batería. Pero tenía un fondo de obstinación muy masculino. Ese autoritarismo la intimidaba un poco y resultaba vagamente inquietante incluso allí, dentro de un coche familiar y climatizado.

El coche era otra contradicción. Ella le habría adjudicado un modelo potente, de estilo deportivo, bajo, reluciente y, probablemente, importado. Y, en cambio, resultaba que conducía un típico coche estadounidense, conservador, propio de una familia de clase media con un amplio asiento trasero donde muy bien se podría instalar la sillita de Aaron.

¡Cielo santo! ¿Qué le había hecho pensar tal cosa?

– ¿Cuál te gusta más?

Ella dio un salto en el asiento, sobresaltada por la repentina pregunta, que parecía interrogar su pensamiento.

– ¿A qué te refieres?

– A los helados. A mí el que más me gusta es el de chocolate con almendras.

– ¡A mí también!

Él la miró sonriendo.

– ¿En serio?

– Cuando se trata de un tema así, siempre hablo en serio.

Aquel primer domingo de verano, la heladería estaba repleta de gente. Trevor le indicó que se sentara en uno de los taburetes que había cerca del escaparate y se puso a la cola. Ella quería una bola; él, dos.

– No sé si voy a ser capaz de comerme todo esto -anuncio Kyla chupando su helado.

– Ánimo. Vamos fuera. Tienes frío.

En el interior de la heladería, el aire acondicionado estaba al máximo, y Kyla tenía la piel de gallina en brazos y piernas. No sabía si sentirse impresionada por lo atento que era o si la desconcertaba que estuviera tan pendiente de su cuerpo como para darse cuenta de que tenía frío.

Cuando estaban saliendo, se cruzaron con una familia de cinco personas que entraba. Una niña de unos seis años dijo:

– Papá, ¿qué lleva ese señor en el ojo?

Los padres, mortificados, la empujaron dentro del establecimiento y, con susurros frenéticos, le prohibieron que se quedara mirando a Trevor.

– Lo siento -murmuró éste.

Kyla no sabía qué decir. Se sentía incómoda por él y por los padres. No era culpa de la niña. La curiosidad de los niños era algo natural, y no pretendían ser crueles.

– ¿Te molesta que te vean conmigo? -hablaba a la defensiva.

– ¡No! -exclamó ella volviéndose hacia él.

– Sé que el parche asusta a la gente.

– A algunos les resulta atractivo.

Él la miró sorprendido y ella tuvo que explicarse.

– Babs dice que te da aspecto de bandolero.

Él sacudió la cabeza entre risas.

– Conque un bandolero, ¿eh? -luego su sonrisa se desvaneció-. Un bandolero que asusta a los niños.

– Aaron no se asustó -señaló ella tranquilamente.

– Es cierto, no se asustó -su postura tensa empezaba a relajarse-. Lamento que te haya violentado lo que ha dicho esa niña.

– No me ha violentado. Pero me imagino que este tipo de situaciones deben resultarte incómodas.

– Ya me estoy acostumbrando -dio un lametón a su helado y luego se pasó la lengua por el labio de arriba, debajo del bigote. Kyla se preguntó cómo sería, ¿sedoso o más bien áspero?-. Algunas veces incluso me olvido de cómo puede parecerle a otra gente. Como hoy. Iba en pantalones cortos, pero luego me los he quitado y me he puesto los vaqueros.

– ¿Por qué?

Él se rió.

– Si te parece que el parche puede asustar a alguien, deberías ver cómo tengo la pierna izquierda. No quería causarte repulsión.

– No seas tonto. Conmigo, puedes ponerte pantalones cortos siempre que quieras.

Él la miró fijamente a los ojos y su sonrisa se volvió pensativa.

– Lo recordaré -dijo bajando la voz.

«Maldición», se dijo Kyla para sus adentros. ¿Habría entendido Trevor que ella estaba insinuando que le gustaría que volvieran a verse? Decidió cambiar de tema.

– ¿Tuviste un accidente?

– Algo así.

Otro patinazo. Era obvio que hablar de sus discapacidades no le agradaba y que rehuía el tema. Kyla pensó en algo que decir, pero no se le ocurrió nada. ¿Qué tenían en común, aparte de media hora de ajetreo en un centro comercial?

A Trevor no parecía incomodarlo aquel silencio. Fueron hasta una pérgola sombreada por una parra que permitía escapar del sol estival. Se sentaron en el banco que rodeaba la mesa y se aplicaron en comer los helados.

– ¿Mejor? -preguntó él tras un largo silencio, señalando el brazo de Kyla con un movimiento de cabeza-. Ya no tienes la piel de gallina.

– Mucho mejor -si ahora se le ponía la piel de gallina sería porque el muslo de Trevor estaba casi rozando el suyo. En algunos momentos notaba el roce del algodón de los vaqueros en la piel desnuda del muslo.

– Hoy llevas otras botas -observó ella. El barquillo del cono crujió al morderlo.

Él se miró los pies, que estaban calzados con otro par de botas de piel de lagarto. Kyla debía de saber que no eran precisamente baratas.

– Hasta hace poco nunca había llevado botas tejanas. Ahora me digo que quizá nunca vuelva a usar otro tipo de calzado.

La heladería estaba situada en una zona comercial llena de tiendas y boutiques. El promotor de aquella especie de centro comercial al aire libre, que era uno de los más listos de Chandler, había creado un área ajardinada en el centro de esa zona comercial al aire libre. Había sauces que inclinaban las ramas sobre un arroyo, creado por la mano del hombre y bordeado de rocas, como si quisieran rendir homenaje a la corriente de agua que discurría bajo ellos. Había jardineras repletas de flores. Era un rincón bucólico para sentarse en el césped o dar un paseo de la mano.

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