Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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– Es una pena. Aaron está durmiendo la siesta -de repente abrió mucho sus ojos azules, como si hubiera recibido una inspiración-. Pero tú si puedes ir, Kyla.

Kyla se puso aún más nerviosa y respondió:

– No…

– ¿He interrumpido algo? -Trevor miró a Babs inquisitivamente.

– Ah, no te preocupes por mí -respondió ella riéndose-. No vivo aquí, pero tampoco soy una visita de la que haya que ocuparse. Kyla y yo somos amigas desde hace mucho. Bueno, se puede decir que sus padres casi me han criado. Esta tarde hemos estado tomando el sol. Mira, en esa parte del tejado, justo fuera del dormitorio de Kyla, se puede tomar el sol con total privacidad -le guiñó un ojo audazmente-. No sé si entiendes lo que quiero decir.

Claro que lo había entendido, no era tonto. Y en lo que se refería a ese tipo de juegos de palabras, podría hacer que Babs pareciera una simple aficionada a su lado. ¿Sería posible?, pero si él mismo había inventado algunos de esos juegos. Podría haberse lanzado y, con una sonrisa sugerente, haber hecho un comentario ingenioso y haber lanzado varias insinuaciones sobre las ventajas de tomar el sol sin bañador. Pero había tanta tensión en la sonrisa de Kyla que desistió de hacerlo.

– Pero luego ha empezado a hacer mucho calor -prosiguió Babs-, así que nos hemos dado una ducha y estábamos descansando un poco a la sombra. En realidad yo estaba a punto de quedarme dormida, así que no hay razón para que Kyla y tú no os vayáis a tomar ese helado.

Trevor miró a Kyla y sonrió.

– ¿Quieres?

– No, yo…

– ¿Quién es, Kyla? Ah, señor Rule -dijo su padre desde detrás de la puerta mosquitera. La abrió y salió en calcetines. Llevaba una camiseta vieja y pantalones de andar por casa.

– Hola -Trevor le dio la mano educadamente-. Espero no haber interrumpido su siesta.

– No, no -mintió Clif-. Todavía no había terminado con el periódico del domingo. Creo que voy a salir a leerlo aquí fuera.

– Trevor ha venido para invitar a Kyla a ir a tomar un helado, ¿no es muy atento por su parte? -Babs anunció aquello con una gran sonrisa, como si se hubiera tomado una decisión muy importante y acabara de firmarse ante notario.

– Desde luego -Clif se mostró de acuerdo.

– Pero no creo que pueda ir -empezó a decir Kyla-. Aaron…

– No te preocupes -la interrumpió Babs-. Tu padre y tu madre están todavía despiertos, y yo acabo de echar una miradita en su cuarto. Venga, te sentará bien salir un poco.

Kyla no lograba recordar cuándo había sido la última vez que le habían dejado terminar una frase. Los habría estrangulado a los tres: a su padre por ser tan complaciente; a Babs por su descaro y a Trevor por ponerla en una situación comprometida.

– De acuerdo, voy a cambiarme y vuelvo -anunció, y fue hacia la puerta.

– No hace falta que te cambies -afirmó Babs con voz de sargento. Sabía lo que iba a hacer Kyla. Iría arriba y despertaría a Aaron con el fin de usarlo como excusa para no salir.

No iba a dejarse engañar por ese truco. Era viuda, sí, pero una viuda joven, llena de vida y tenía el propósito de que no volviera a refugiarse bajo su caparazón.

Trevor Rule era el primer hombre lo bastante valiente como para ir tras ella a pesar de la frialdad con que lo trataba. Le gustara o no a Kyla, Babs se había propuesto evitar que se desanimara y se esfumara. Suavizó el tono de voz cuando dijo:

– ¿Tú crees que necesita ir a cambiarse, Trevor? Seguro que no iréis a un sito donde haga falta ir arreglado, ¿no?

– Difícilmente. ¿Kyla?

El tono de su voz era tan apremiante cuando pronunció su nombre que ella no logró encontrar un modo educado de rehusar la invitación.

– Me imagino que no hace falta que me cambie -dijo, nerviosa, alisándose los pantalones-. No nos entretendremos mucho -se sentó de nuevo y se puso las sandalias. Tras lanzar a Babs una mirada llena de veneno, se puso otra vez de pie-. Entonces ya estoy lista.

Trevor le puso una mano debajo del codo y salieron del porche.

– No tengáis prisa por volver. Disfrutad del paseo -dijo Clif tras ellos-. Nosotros nos encargamos de Aaron.

– Que os divirtáis -deseó Babs, agitando alegremente una mano en señal de despedida.

Mortificada, Kyla se montó en el coche. Tuvo que hacer un esfuerzo para no taparse el rostro con las manos cuando Trevor subió y encendió el motor. En cuanto hubieron doblado la primera esquina, le sorprendió ver que él se acercaba al bordillo y frenaba. Puso las luces de avería, apoyó el brazo derecho encima del respaldo del asiento y se volvió para mirarla.

– Oye, ya sé que te has sentido violenta ahí en el porche, pero no te preocupes, ¿de acuerdo? No merece la pena.

Las comisuras de su boca esbozaban una sonrisa. Echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa breve.

– La verdad es que sí me sentía violenta -admitió Kyla.

– Ya lo sé. Lo siento.

– No ha sido culpa tuya. Parecía como si quisieran echarte el lazo antes de que escaparas.

– Me he figurado que no habrías salido mucho desde la muerte de tu marido.

– No he salido nada en absoluto. Ni quiero hacerlo.

Para él aquello representaba un sorpresa que no sabía cómo tomarse. Se inclinó hacia delante y contempló el capó del coche a través del parabrisas. Por una parte, le hacía ilusión enterarse de que no había salido con nadie. Por otra, ella estaba exponiendo cuáles eran las reglas del juego, y no parecía tener prisa por alterarlas. Pero estaba en el coche, ¿o no? Había conseguido llevarla hasta allí, ¿o no?

Kyla estaba pensando que tal vez había sido franca hasta el punto de parecer ruda, y estaba a punto de formular una disculpa cuando él volvió la cabeza y dijo:

– ¿Ni siquiera a tomar un helado?

Interpretó la risa espontánea de Kyla como un acuerdo y volvió a poner el coche en marcha.

– Además, tomar un helado es como tomar una copa.

– ¿O sea?

– No es divertido hacerlo sin compañía.

El coche avanzaba por las calles de Chandler. A Kyla deberían haberle resultado familiares, pero él parecía conocerlas mejor que ella.

– He comprado ese terreno.

– Ahí estaba la oficina de correos antes de que la trasladaran al nuevo centro comercial.

– Eso me han contado. Voy a edificar un pequeño complejo de oficinas. Bonito. Habrá un patio central con sus plantas y sus fuentes. Espero que atraiga a profesionales liberales: abogados, médicos…, ese estilo. He hecho una oferta por ese terreno, pero no creo que la acepten -señaló refiriéndose a otro mientras lo dejaban atrás-. Ahí van a construir un supermercado.

– ¡Pero si es un prado lleno de vacas!

Él se rió.

– Espera a verlo dentro de un año. Creo que también van a abrir un cine.

Parecía disponer de información confidencial sobre los proyectos de desarrollo de la ciudad en la que ella llevaba viviendo toda la vida. Aún más, parecía que era uno de los promotores que los estaban sacando adelante.

– Tal vez Babs y yo deberíamos empezar a pensar en trasladar Traficantes de pétalos a otra parte de la ciudad.

– No, la zona donde estáis ahora está muy bien.

Ella lo miró rápidamente.

– ¿Y cómo sabes tú la dirección de la tienda?

– He pasado por allí con el coche antes de ir a tu casa -respondió tranquilamente tras una breve pausa-. Tenía curiosidad por saber cómo sería una tienda con ese nombre. ¿Cuánto tiempo lleváis con ella?

– Casi un año. La abrimos seis meses después de la muerte de Richard…, mi marido -distraídamente, tiró de sus pantalones cortos hacia abajo, como si quisiera estirarlos-. Cuando Babs y yo éramos unas crías, nos encantaba la película My fair lady, y siempre decíamos que de mayores trabajaríamos en una floristería, igual que quería Eliza Dolittle. Así que cuando me vi sin nada que hacer, Babs empezó a rondarme con la idea. El trabajo que tenía no le gustaba, y yo necesitaba hacer algo con mi vida para darle un futuro a Aaron, así que… -dijo alargando la palabra-, juntamos nuestros recursos y, antes de que me diera cuenta, era copropietaria de una floristería.

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