Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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– Sólo trato de ayudarte llevándote a casa.

Kyla se sintió idiota. Un hombre dispuesto a estropear sus botas de cuatrocientos dólares por pescar a un niño en una fuente no parecía inclinado a secuestrar, matar o mutilar a nadie.

– De acuerdo -aceptó ella sin aspavientos.

– Bien.

La paciencia del conductor que esperaba para salir de su plaza de aparcamiento se agotó finalmente e hizo sonar el claxon. Ellos se movieron.

– ¿Dónde tienes el coche?

Trevor levantó la barbilla y señaló en una dirección.

– Está un poco lejos -dijo riéndose-. ¿Por qué mejor no me dejas que lleve yo a Aaron?

Sin apenas reticencia, Kyla le pasó al niño. Aaron le pegó en la mejilla con la palma de su mano gordinflona. No parecía sentir ninguna aprensión hacia ese hombre moreno, alto y guapo, con un parche encima del ojo izquierdo, que tenía el encanto de un hechicero de feria y una sonrisa capaz de derretir un iceberg.

Tres

Trevor se disculpó por la ranchera.

– No sabía que acabaría llevándoos a casa esta tarde… Si no, habría dejado esto en casa y habría venido en el coche.

Abrió la puerta con la mano derecha mientras seguía sujetando a Aaron con el brazo izquierdo. En cuanto Kyla subió a la cabina, le instaló al niño en el regazo.

Al hacerlo, le rozó levemente el pecho con un brazo. Ella fingió no darse cuenta y él hizo lo mismo. Al menos, se apresuró a cerrar la puerta. Ambos hicieron como si no hubiera ocurrido nada, pero Kyla sabía que él debía de estar pensando en aquel roce fugaz tanto como ella.

– Hace calor aquí dentro -señaló Trevor cuando se sentó tras el volante y puso en marcha el motor-. Está recalentado por el sol.

– Es agradable. Todavía estamos mojados -comentó Kyla.

Se hubiera mordido la lengua por haber mencionado aquello. Él lanzó una mirada rápida y culpable a su blusa. Ella se alegró de que Aaron le sirviera de escudo.

Se hizo un silencio extraño mientras, lentamente a causa de la afluencia de coches, avanzaban por el aparcamiento hacia la salida. Él la miraba de vez en cuando y sonreía, como disculpándose por el retraso. Kyla le devolvía las sonrisas preguntándose si parecerían tan forzadas y poco entusiastas como le resultaban a ella. ¿Por qué no se le ocurría nada que decir?

Cuando el coche pasó bajo la barrera de la salida, Trevor giró la cabeza. Ella notaba que la estaba mirando, pero se concentró en alisar el pelo castaño claro de Aaron con los dedos.

¿Por qué la miraba de ese modo? Tal vez debería pedirle que pusiera el aire acondicionado. El calor, dentro de la cabina, empezaba a resultar incómodo, pegajoso. ¿O era su temperatura corporal la que estaba aumentando?

– Tengo que preguntarte algo -dijo él tranquilamente.

El corazón de Kyla dio un brinco.

«¿Te animas a un revolcón?». «¿Qué hacemos con el niño?». «¿Usas algún método anticonceptivo?». «¿En tu casa o en la mía?». Por la mente de Kyla cruzaron todas las posibilidades. Le horrorizaría escuchar cualquiera de ellas. Hasta ese momento había sido tan amable…, pero debería haberse imaginado que las cosas no podían ser tan sencillas. Ningún hombre ayuda a una mujer y la sube a su coche sin esperar algo a cambio.

Con la mano todavía en el remolino de la coronilla de Aaron, dijo:

– ¿Qué?

– ¿Por dónde vamos?

Una risa nerviosa, de alivio, escapó de los labios de Kyla.

– Ah, lo siento. A la derecha.

Él le dirigió una sonrisa que la desarmó y fue siguiendo las indicaciones que ella le daba sin que tuviera ya que pedírselas.

«Debe pensar que soy una mema», se dijo Kyla. «Es un hombre agradable que está desempeñando el papel de buen samaritano con la viuda y el niño». Sólo eso.

Él papel le iría mejor si no fuera tan guapo y tan… sexy. Las manos, por ejemplo. Grandes, fuertes, bronceadas. Cuando llevó la derecha al dial de la radio para sintonizar una emisora Kyla se fijó en que llevaba las uñas bien recortadas. El dorso de la mano y los nudillos estaban cubiertos de vello oscuro, con las puntas aclaradas por el sol.

Pasó el pie derecho del acelerador al freno. Ella se fijo en la contracción leve y el estiramiento posterior de los músculos del muslo.

También el regazo atrajo su atención.

– ¿Calor? -preguntó él.

– ¿Qué?

– ¿Qué si tienes calor?

Kyla tenía la sensación de que la cara le ardía y de que por dentro estaba en llamas. ¿La había sorprendido mirando… eso?

– Sí, un poco.

Trevor ajustó el termostato y el aire frío empezó a llenar la cabina, pero desde ese instante ella apartó los ojos de él.

Clif y Meg Powers vivían en la misma casa desde que ella era una niña. Cuando la compraron, aquél era un barrio elegante, pero la expansión industrial y el hecho de que Chandler se estuviera transformando en una ciudad dormitorio más en el área de Dallas habían cambiado la fisonomía del barrio. Ya no era elegante.

Las casas, que en otra época eran bonitas y cuidadas, pertenecían a gente que no se preocupaba de arreglarlas. Como matronas resignadas a los estragos de la edad, su aspecto era descuidado, y los jardines estaban abandonados a su suerte.

La única excepción en la manzana era la casa de los Powers. El amplio jardín delantero estaba rodeado por una reja de hierro forjado que Clif había repintado con esmero el verano anterior. Los arbustos estaban podados y los arriates cubiertos de flores en todo su esplendor.

Cuando la ranchera de Trevor dobló para enfilar la calle, un aspersor regaba vigorosamente una de las mitades del jardín. El césped de la mitad restante, al otro lado del sendero central que conducía al porche, resplandecía bajo la luz de la tarde, pues ya estaba regado.

– Es ésa -dijo Kyla señalándole la casa.

Trevor ya tenía el pie en el freno. Sabía cuál era la casa. Durante el mes que llevaba en Chandler había pasado por allí con tanta frecuencia que incluso sabía qué días recogían la basura.

Kyla estaba tan inquieta que no había reparado en que él parecía conocer el barrio. Había un coche aparcado delante de la casa, un coche conocido. Babs. Por si explicarles todo aquello a sus padres no fuera a ser bastante difícil, tendría que lidiar con Babs y su imaginación calenturienta. Tal vez pudiera saltar de la cabina y darle las gracias a Trevor sin más. Quizá él se marchara antes de que alguien lo viera. No iba a tener tanta suerte. Trevor no había acabado de estacionar junto al bordillo cuando la puerta delantera de la casa se abrió y apareció su padre. Éste miró la ranchera con curiosidad mientras se inclinaba para cerrar la llave del agua y poner punto final al riego. Su curiosidad fue en aumento al reconocer a Kyla y a Aaron, sentados en un extremo de la cabina.

– Ése es mi padre -informó Kyla mientras Clif Powers avanzaba tranquilamente hacia ellos por el sendero. Por razones que no alcanzaba a explicarse se sentía nerviosa y tímida.

Trevor abrió la puerta de su lado de la cabina.

– Hola -saludó con tono amistoso, y bajó de la ranchera-. Traigo unos pasajeros que dicen que viven aquí.

Clif Powers parecía haberse quedado mudo.

Cuando Trevor rodeó la cabina Kyla ya había abierto la puerta del lado del pasajero.

– Mejor pásame a mí a Aaron. El escalón es bastante alto.

Con cierta reticencia, ella levantó al niño de su regazo.

Como si llevara años haciéndolo, Trevor agarró a Aaron por debajo del trasero y lo sujetó contra el pecho. Con la mano libre ayudó a bajar a Kyla. La dejó debajo del codo de ésta mientras rodeaban la ranchera para ir al encuentro de su confundido padre.

– Hola, papá.

– ¿Dónde está tu coche? ¿Ha pasado algo?

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