Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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– Calleva -repitió Cato. Eso estaba a dos días de distancia de la fortaleza. Debía de haberse pasado todo el viaje inconsciente-. ¿A qué se debe todo ese alboroto?

– Llegan más heridos de la legión. Parece que el legado ha puesto patas arriba otro de esos poblados fortificados. Nos hemos quedado sin espacio y el cirujano está que se sube por las paredes intentando reorganizarlo todo. -la voz del ordenanza se fue apagando.

– Y me sería mucho más fácil si el personal se limitara a seguir con su trabajo en vez de cotillear con los clientes.

– Sí, señor. Discúlpeme, señor. Ya me voy. -El ordenanza abandonó la estancia a toda prisa y el cirujano se acercó a la cama para hablar con Cato. Esbozó su sonrisa característica.

– ¡Tienes un aspecto más alegre! -Eso me han dicho. -Bueno, vamos a ver. Tengo buenas y malas noticias. Las buenas noticias son que tu herida se está curando muy bien. Supongo que dentro de más o menos un mes ya podrás levantarte y andar por ahí.

– ¡Un mes! -exclamó Cato con un gemido ante aquella perspectiva.

– Sí. Pero no te lo tendrás que pasar todo tendido sobre tu estómago.

Cato se quedó contemplando fijamente al cirujano un buen rato.

– ¿Y las buenas noticias son?

– Ja, ja! -se rió el cirujano de un modo excesivamente obsequioso-. Bueno, la cuestión es que el problema de espacio es un poco acuciante y, aunque normalmente no se me ocurriría importunar a mis pacientes oficiales, me temo que tendrás que compartir la habitación.

– ¿Compartirla? -Cato puso mala cara-. ¿Con quién? El cirujano se inclinó para acercarse y miró por encima del hombro de Cato en dirección a la puerta.

– Es un tipo algo cargante. No para de refunfuñar, pero estoy seguro de que respetará tu intimidad y se callará un poquito. Lo siento, pero no puedo ponerlo en ningún otro sitio.

– ¿Tiene nombre? -preguntó Cato entre dientes. Antes de que el cirujano pudiera responder, se oyó jaleo en la puerta y una serie de maldiciones.

– ¡Tened cuidado, condenados imbéciles! -bramó una voz que le era familiar-. ¡No estáis jugando con un maldito ariete! -A ello siguió otro montón de juramentos-: ¿Quién es éste que me endilgáis? Si habla en sueños haré que os corten las pelotas.

Los ordenanzas rodearon como pudieron el extremo de la cama de Cato y dejaron a su paciente de golpe en la cama de al lado.

– ¡Eh! Tened cuidado, gilipollas rematados. ¡Os tengo calados!

Cato lo miró, sonriendo con cariño. El centurión Macro estaba blanco como una toga, el rostro pálido y demacrado bajo el firme vendaje. Pero ahí estaba, vivito y coleando. Con Macro roncando en la misma habitación ya no podría dormir ni una noche más como era debido.

– Hola, señor.

– ¡Hola tu tía! -respondió Macro con brusquedad, luego parpadeó, abrió más los ojos y se apoyó en el codo, sonriendo con un placer desmedido al ver a su optio-. ¡Vaya, que me aspen! ¡Cato! Bueno, yo… yo… ¡Me alegro de volver a verte, muchacho!

– Yo también, señor. ¿Cómo va la cabeza?

– ¡Duele una barbaridad! Es como tener resaca a todas horas todos los días.

– ¡Qué desagradable!

– ¿Y a ti? ¿Qué te ha pasado?

– ¡Un druida me clavó una hoz en la espalda!

– ¡Anda ya! ¿Una hoz en la espalda? ¡Y una mierda!

– Centurión Macro -interrumpió el cirujano-. Este paciente necesita descanso. No debes excitarlo. Ahora tranquilízate, por favor, y me encargaré de que te traigan un poco de vino.

Ante la promesa del vino, Macro cerró la boca de golpe. El cirujano y los ordenanzas abandonaron la estancia. Sólo cuando estuvo seguro de que no podían oírlo se volvió hacia Cato y continuó hablando en un susurro.

– Oí que conseguiste rescatar a la mujer y al hijo del general… con un dedo menos, me han dicho, pero aparte de eso intactos. ¡Un trabajo estupendo, maldita sea! Deberían darnos una o dos medallas.

– Eso sería fantástico, señor -repuso Cato cansinamente. Él quería dormir más, pero el placer de ver de nuevo a su centurión lo hizo sonreír.

– ¿Qué pasa?

– Nada, señor. Sólo que me alegro de que esté aún con nosotros. Realmente pensé que esta vez ya no lo contaba.

– ¿Muerto? ¿Yo? -Macro pareció ofendido-. ¡Hace falta algo más que un maldito druida con buena disposición para acabar conmigo! Espera a que vuelva a ponerles las manos encima a esos cabrones. Se lo pensarán dos veces antes de amenazarme de nuevo con una espada, te lo digo yo.

– Me alegra oírlo. -De pronto Cato sintió que los párpados le pesaban mucho; sabía que quedaba algo más por decir, pero en aquel momento no pudo recordarlo. A su lado Macro se quejaba de tener que guardar cama, y afirmaba que si el cirujano le volvía a repetir que durmiera, se haría unas ligas con sus entrañas. Entonces Cato se acordó. -Disculpe, señor.

– ¿Sí? -¿Puedo pedirle un favor? -¡Claro que puedes, muchacho! Di lo que sea.

– ¿Podría asegurarse de que yo me duermo primero antes de intentarlo usted?

Macro lo fulminó con la mirada un instante y luego le lanzó la almohada a su compañero por encima del espacio que los separaba.

Unos cuantos días después recibieron visitas. A Cato le habían dado la vuelta y yacía de espaldas, aún vendado, pero mucho más cómodo. Habían colocado una tabla entre los extremos de las dos camas y estaban jugando a los dados debido a la insistencia de Macro. Durante toda la mañana la suerte había favorecido a Cato y los montones de guijarros que utilizaban para apostar eran muy desiguales. Macro miró atribulado la última tirada de Cato y luego las pocas piedrecitas que quedaban frente a él.

– ¿No crees que podrías prestarme unas cuantas de las tuyas si pierdo esta jugada?

– Sí, señor -respondió Cato al tiempo que apretaba las mandíbulas para evitar que se le escapara un bostezo.

– ¡Bien por ti, muchacho! -Macro sonrió, recogió los dados y los agitó en sus manos ahuecadas-. ¡Vamos! El centurión necesita botas nuevas…

Abrió las manos, los dados cayeron y dieron unas vueltas antes de quedar inmóviles.

– ¡Seis! ¡Paga, Cato!

– ¡Vaya, bien hecho, señor! -Cato sonrió con alivio. Se abrió la puerta y ambos volvieron la vista cuando Vespasiano entró en la habitación con un bulto envuelto en una tela de lana sujeto contra el pecho. El legado los saludó con la mano mientras los dos trataron ridículamente de adoptar una posición parecida a la de firmes.

– Tranquilos. -Vespasiano sonrió-. Se trata de una visita privada. Además, me han apartado de la campaña para solucionar un pequeño problema que Verica tiene con sus súbditos. Traigo conmigo a unas personas para que os vean antes de regresar a su casa.

Se hizo a un lado para permitir la entrada a Boadicea y a Prasutago. El guerrero Iceni tuvo que agacharse bajo el marco de la puerta y dio la impresión de que ocupaba bastante más espacio en la habitación del que era aceptable. Les sonrió de oreja a oreja a los dos Romanos que estaban en la cama.

– ¡Ajá! ¡Dormilones!

– No, Prasutago, hijo -repuso Macro-. Nos han herido. Pero supongo que tú no debes de saber lo que es eso. Lo digo por esa puñetera complexión de roca que tienes.

Cuando Boadicea lo tradujo, Prasutago estalló en carcajadas. En los pequeños límites de la habitación el sonido era ensordecedor y Vespasiano se estremeció. Finalmente Prasutago consiguió dominarse y les dirigió una sonrisa radiante a Cato y Macro. Luego le dijo algo a Boadicea con palabras vacilantes, como si estuviera avergonzado.

– Quiere que sepáis que siente un vínculo fraternal hacia vosotros -tradujo Boadicea-. Si alguna vez queréis entrar a formar parte de nuestra tribu, lo considerará un honor.

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