Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Prasutago los había guiado por los terraplenes y a través de las zanjas llenas de estacas hacia el maloliente montón de residuos. Allí, con silenciosas expresiones de asco, se habían ocultado entre los excrementos y líquidos de desecho y esperaron, inmóviles, a que amaneciera y el ariete atacara la puerta principal.

Al oír el primer golpe distante del ariete, Cato empujó a un lado los restos en descomposición de un ciervo bajo los que se había escondido y trepó a cuatro patas hacia la estructura de madera. Con una agilidad natural, Prasutago subió por el extremo más alejado del barranco y a Cato le recordó a un mono que había visto una vez en los juegos en Roma. En torno a ellos se hallaba el resto de soldados que Cato había seleccionado, fuertes y de extracción gala en su mayoría, para que así tuvieran más posibilidades de pasar por Britanos.

Cuando llegaron a lo alto del barranco, el ruido sordo del ariete se había convertido en un golpeteo regular que anunciaba la sentencia de muerte del fuerte y de sus defensores. Cato señaló el espacio bajo la abertura e, igual que en la ocasión anterior, Prasutago colocó su robusto cuerpo en posición. Cato trepó y miró con cautela por encima del borde hacia el interior del poblado fortificado, aquella vez bajo la luz del día. La planicie situada justo frente a él se hallaba desierta. A la derecha, tras la gigantesca figura del hombre de mimbre, había una oscura concentración de cuerpos que se apiñaban en torno a la puerta principal, esperando a lanzarse contra la primera cohorte en cuanto el ariete atravesara los gruesos troncos de la entrada. Entre ellos había algunas capas negras de los Druidas y Cato sonrió con satisfacción; las pocas probabilidades con las que contaban él y su pequeño grupo habían aumentado un poco.

Se encaramó al borde, salió del agujero y bajó el brazo para agarrar la mano del próximo soldado. Uno a uno treparon a través de la abertura y a gatas avanzaron hasta situarse junto al redil más próximo. Al final ya sólo quedó Prasutago y Cato se afirmó bien contra el armazón de madera de la plataforma antes de alargar sus manos hacia Prasutago. El guerrero Iceni agarró a Cato por los antebrazos, hizo fuerza para levantarse del suelo y en cuanto pudo pasó a asirse del borde de la abertura.

– ¿Todos los Iceni pesan tanto como tú? -preguntó Cato, jadeando.

– No. Mi padre… más grande que yo.

– Pues me alegro un montón de que estéis de nuestro lado. Avanzaron con sigilo para reunirse con los demás soldados y entonces Cato los llevó siguiendo los corrales hacia el recinto de los Druidas. Cuando llegó al último de los rediles les hizo señas a sus hombres para que se quedaran quietos y luego asomó lentamente la cabeza por el panel de adobe y cañas, maldiciendo en Voz baja al ver que aún había dos Druidas vigilando la entrada al recinto. Estaban en cuclillas y masticaban unos pedazos de pan, nada preocupados al parecer por la desesperada lucha que tenía lugar en la puerta. Cato retiró la cabeza e hizo una señal a sus hombres para que siguieran agachados. Debían mantenerse ocultos hasta que la puerta cayera y rezar para que los Druidas no hubieran ejecutado ya a sus rehenes.

– Esto no va demasiado bien -refunfuñó Vespasiano al tiempo que observaba la distante batalla frente a la puerta. La mayoría de los soldados del bastión habían sido abatidos y los disparos Britanos se concentraban en los legionarios agrupados junto a la puerta. El suelo ya estaba lleno de los escudos rojos y las armaduras grises de los Romanos.

– Podríamos decirles que regresaran, señor -sugirió Plinio-. Lanzar una nueva descarga e intentarlo de nuevo.

– No -repuso Vespasiano de manera cortante. Plinio lo miró, a la espera de una explicación, pero el legado no dijo nada. Cualquier relajación de la presión en la puerta principal pondría en peligro a Cato y a sus hombres. Por lo que el legado sabía, podría ser que ya estuvieran muertos, pero él tenía que suponer que ellos estaban llevando a cabo su parte del plan.

En aquellos momentos Cato era el único que podía salvar a los rehenes. Debían darle una oportunidad. Lo cual significaba que la primera cohorte tenía que permanecer en el mortífero campo de batalla junto a la puerta de la plaza fuerte. Había otro motivo para mantenerlos allí. Si ordenaba que volvieran a descender los terraplenes iban a perder más soldados por el camino. Luego, mientras los ballesteros renovaban sus descargas, los supervivientes del primer asalto tendrían que esperar sabiendo que debían enfrentarse a los peligros del ataque una vez más. Vespasiano podía imaginarse muy bien lo que aquello supondría para el espíritu de lucha de los soldados. Lo que entonces necesitaban allí arriba era ánimo, algo que intensificara su determinación.

– Trae mi caballo y consigue otro para el portaestandarte.

– ¿No irá a subir allí arriba, señor? -Plinio se horrorizó.

– Trae los caballos.

Mientras iban a por los caballos, Vespasiano se apretó las ataduras de su casco. Miró al portaestandarte y se sintió más tranquilo ante la calmada compostura de aquel hombre, una de las principales cualidades que se buscaba en los soldados escogidos para tener el honor de llevar el águila en combate. Unos esclavos les llevaron los caballos a todo correr y les cedieron las riendas. Vespasiano y el portaestandarte montaron.

– ¡Señor! -le gritó Plinio-. Si le ocurre cualquier cosa, ¿cuáles son sus órdenes?

– ¿Cuáles van a ser? ¡Tomar el fuerte, por supuesto! Con un rápido golpe de talones Vespasiano espoleó a su caballo hacia el pie de la rampa, y atravesó retumbando el terreno abierto con el portaestandarte tras él, sujetando las riendas con una mano y el asta del estandarte con la otra. Galoparon cuesta arriba, dando un brusco viraje en la primera curva pronunciada y continuando el ascenso por la segunda rampa. Allí yacían los primeros Romanos muertos, atravesados por flechas o aplastados por piedras, cuya sangre se encharcaba en el sendero entre las flechas con plumas que parecían haber brotado del suelo. Los heridos, al ver acercarse a los jinetes, se arrastraron con dolor hacia un lado del camino y algunos de ellos lograron lanzar una ovación para el legado cuando pasó por allí con gran estruendo.

Torcieron por la segunda curva y rápidamente frenaron los caballos al toparse con la última centuria de la primera cohorte.

– ¡A pie! -le gritó Vespasiano por encima del hombro al portaestandarte, y descabalgó de un salto. Enseguida fueron divisados por los defensores situados por encima de ellos y al cabo de un instante el caballo de Vespasiano soltó un relincho cuando una flecha lo alcanzó en el flanco. El caballo se empinó, agitando las patas delanteras, antes de dar la vuelta desesperadamente y volver a bajar corriendo por la rampa. Más flechas y proyectiles de honda alcanzaron sus objetivos con un ruido sordo en torno al legado. Éste miró a su alrededor y agarró un escudo del suelo allí donde había caído junto a su propietario muerto. El portaestandarte encontró otro. Ambos se abrieron camino a empujones y se adentraron en las apiñadas filas de soldados que tenían delante.

– ¡Abrid paso! ¡Abrid paso! -gritó Vespasiano. Los legionarios se apartaron al oír su voz, algunos de ellos con miradas de perplejidad en sus rostros.

– ¿Qué carajo está haciendo aquí arriba? -se preguntó un atemorizado joven.

– ¿No pensarías que ibas a tener al enemigo para ti solito, verdad, hijo? -le gritó Vespasiano al pasar junto a él-. ¡Vamos, muchachos, un último esfuerzo y acabaremos con todos esos cabrones!

Una irregular oleada de ovaciones recorrió las tropas a medida que Vespasiano y el portaestandarte avanzaban hacia la puerta y las flechas y proyectiles de honda chocaban contra sus escudos. Cuando llegaron al terreno plano situado ante la fortificada puerta de madera, Vespasiano trató de ocultar su desesperación ante la escena que presenciaron sus ojos. La mayor parte de los ingenieros estaban muertos, amontonados junto a sus escaleras a un lado del ariete. Éste era manejado entonces por legionarios que habían tenido que dejar sus escudos para tomar posiciones en la barra de roble rematada con una gruesa capa de hierro. Mientras observaba otro hombre cayó cuando un proyectil le alcanzó en la parte del cuello no protegida por el casco o la cota de malla. El centurión superior mandó a un sustituto, pero el legionario vaciló, mirando con preocupación los salvajes rostros que le gritaban desde lo alto de la puerta.

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