Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Vespasiano avanzó corriendo. -¡Apártate, hijo! Soltó el escudo, agarró el asa de cuerda y se sumó al rítmico balanceo de los demás en el ariete. Cuando éste chocó contra la puerta con un tremendo estrépito, Vespasiano vio que los grandes troncos empezaban a ceder.

– ¡Vamos, soldados! -les gritó a los que estaban en el ariete-. ¡No se nos paga por horas!

En cuanto los Durotriges vieron al legado soltaron un enorme rugido de desafío y apuntaron sus armas contra el comandante enemigo y el hombre que llevaba el temido símbolo del águila. Los soldados de la primera cohorte respondieron con unos ensordecedores gritos de entusiasmo y renovado esfuerzo, y lanzaron las jabalinas que les quedaban contra las maltrechas filas de los Durotriges. Otros agarraron los proyectiles de honda que había en el suelo para arrojárselos a los defensores.

Cayó otro hombre junto al ariete. En esa ocasión el centurión superior tiró su escudo y ocupó el puesto libre. Una vez más el ariete golpeó hacia delante. La viga central de la puerta se rompió en dos con un crujido y los troncos que la rodeaban se desencajaron. Por entre las brechas los Romanos podían ver los rostros amenazantes de los Durotriges y los Druidas concentrados al otro lado. A través de un estrecho hueco Vespasiano divisó la tranca.

– ¡Allí! -alzó una mano para señalar el lugar-. ¡Dirigid la cabeza hacia allí!

Se rectificó el ángulo del ariete y volvieron a balancearlo, con lo que el hueco se abrió aún más. La tranca de la puerta tembló en sus soportes.

– ¡Más fuerte! -gritó Vespasiano por encima del estruendo-. ¡Más fuerte!

Cada golpe hizo saltar más astillas de los troncos hasta que, con una última y salvaje arremetida, la tranca se partió. Inmediatamente las puertas cedieron.

– ¡Dejemos el ariete más atrás! Retrocedieron unos cuantos pasos y lo dejaron en el suelo. Alguien le pasó un escudo a Vespasiano. Éste deslizó el brazo izquierdo por las correas y desenvainó la espada, sujetándola en posición horizontal a la altura de la cadera. Respiró hondo, listo para conducir a sus hombres a través de la entrada.

– ¡Portaestandarte! -¡Señor! -No te separes de mí, muchacho. -¡Sí, señor! -¡Primera cohorte! -bramó el legado a voz en cuello-. ¡Adelante!

Con un profundo rugido de cientos de gargantas, los escudos escarlata cargaron contra las puertas y cargaron contra las filas de los miembros tribales que gritaban al otro lado. Metido en la primera fila de la primera cohorte, Vespasiano mantuvo en alto el escudo y arremetió contra la densa concentración de humanidad que tenía delante, hundiendo la espada en la carne, retorciéndola después y tirando de ella para recuperarla antes de atacar de nuevo. En torno a él los hombres gritaban, proferían sus bramidos de guerra, gruñían con el esfuerzo de cada embestida y cuchillada, y soltaban alaridos de agonía cuando resultaban heridos. Los muertos y heridos caían al suelo y los que aún vivían luchaban por protegerse bajo los escudos y evitar que los pisotearan hasta matarlos.

Al principio la densa concentración de Romanos y Durotriges era compacta y ninguno de los dos bandos cedía ni un centímetro de terreno. Pero a medida que los hombres iban cayendo, los miembros de la tribu empezaron a ceder terreno, empujados por la pared de escudos de los Romanos. Bajo las botas de Vespasiano el suelo estaba resbaladizo debido al barro revuelto y a la sangre caliente. En aquel momento su mayor temor era perder el equilibrio y resbalar.

La primera cohorte siguió avanzando poco a poco, abriéndose paso a cuchilladas entre los Durotriges. Los defensores, alentados por los Druidas que había entre sus filas, luchaban con desesperado coraje. En aquel apiñamiento, les era imposible utilizar eficazmente sus largas espadas y lanzas de guerra. Algunos de ellos soltaron sus armas principales y en su lugar utilizaron las dagas, tratando de echar a un lado los escudos Romanos y acuchillar a los soldados que se resguardaban detrás. Pero había pocos Durotriges que llevaran coraza y su carne expuesta podía ser alcanzada fácilmente por las espadas letales de los legionarios.

Poco a poco los Durotriges se vinieron abajo y se fueron replegando en la retaguardia de aquel agolpamiento de uno en uno y de dos en dos, y los hombres lanzaban miradas aterrorizadas a la implacable aproximación del águila dorada. Una hilera de Druidas se hallaba detrás de los defensores y con desdén intentaban que los menos valientes de entre sus aliados volvieran a la batalla. Pero al cabo de poco tiempo ya había demasiados miembros de la tribu que huían ante la terrible máquina de matar Romana y los Druidas no pudieron hacer nada para detenerlos. Las poderosas defensas en las que tanto habían confiado los Durotriges habían fallado, igual que lo habían hecho las promesas de los Druidas que aquel día Cruach los protegería y castigaría a los Romanos. Todo estaba perdido y los Druidas también lo sabían.

De pie tras la hilera de Druidas, una alta y oscura figura que portaba unas astas en la cabeza gritó una orden. Los Druidas se giraron al oírlo y vieron que su jefe señalaba hacia el recinto al otro extremo del poblado fortificado. Cerraron filas y empezaron a correr hacia su última línea de defensa.

– ¡Ya está! -les dijo Cato a sus hombres en voz baja-. Se están viniendo abajo. ¡Ahora nos toca a nosotros!

Se puso en pie al tiempo que les indicaba por señas a sus hombres que lo siguieran. Los miembros de la tribu corrían por la planicie, alejándose de la puerta principal y de los legionarios. La mayoría eran mujeres y niños que huían del desastre que estaba a punto de ocurrirles a sus hombres. Tenían la esperanza de escapar de la fortaleza escalando los terraplenes y desapareciendo en la campiña circundante. La primera de aquellas personas había llegado a los corrales no demasiado lejos de donde estaba Cato cuando éste decidió hacer su movimiento.

Con Prasutago a su lado y sus hombres pintados con tintura azul agrupados tras él, no demasiado juntos, Cato corrió hacia la entrada del recinto. Los dos guardias se habían puesto de pie para observar la acción que tenía lugar en la puerta principal y sólo les dirigieron a los miembros de la tribu que se acercaban una mirada desdeñosa. Cuando Cato se acercó, uno de los guardias se burló de él. Cato alzó su espada de caballería.

– ¡A por ellos! -les gritó a sus hombres, y empezó a correr hacia el druida. La sorpresa fue total y antes de que el horrorizado druida pudiera reaccionar Cato ya había apartado su lanza de un golpe y arremetido con la espada contra su cabeza. Se abrió la carne, crujió el hueso y el druida se desplomó.

Prasutago se encargó del otro guardia y a continuación abrió la puerta de una patada. Era una puerta delgada, pensada únicamente para evitar el acceso más que para resistir un asalto denodado. La puerta se abrió hacia adentro con estrépito y los pocos Druidas que aún había en el interior del recinto se dieron la vuelta al oír el ruido, sobresaltados por la repentina invasión de su suelo sagrado por aquellos hombres pintados, sus antiguos aliados. La confusión momentánea tuvo el efecto que Cato había esperado y todos sus hombres atravesaron la estrecha entrada antes de que los Druidas reaccionasen. Agarraron las lanzas y se dispusieron a defenderse contra las furias salvajes que se abalanzaban sobre ellos blandiendo las espadas. Cato no hizo caso de los sonidos de la lucha. Echó a correr a toda velocidad hacia la jaula. Un druida salió del interior de una choza por delante de él, lanza en ristre. Echó un vistazo a la refriega y luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la jaula al tiempo que levantaba su lanza.

Sus intenciones estaban claras y Cato siguió adelante, corriendo todo lo que podía y con los dientes apretados debido al esfuerzo. Pero el druida estaba más cerca y Cato se dio cuenta de que iba a conseguir lo que se proponía. Cuando el druida llegó a la jaula y echó su lanza hacia atrás para arrojarla, un chillido surgió del interior.

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