Simon Scarrow - Las Garras Del Águila
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La cohorte tenía otro problema mientras se hallaba en estado de alerta, formada en un cuadro hueco que se extendía a ambos lados del sendero. En el centro, agachados y rodeados por media centuria de nerviosos legionarios, se encontraban los prisioneros que habían capturado en el poblado. Estaban agitados y estiraban el cuello para ver a sus camaradas, cuchicheando unos con otros con tono apremiante hasta que un áspero grito y un brutal golpe de escudo los hicieron callar. Pero era como tratar de contener una corriente irresistible y en cuanto se acallaba una sección, los murmullos surgían en otra parte.
– ¡Optio! -le bramó Hortensio al oficial al cargo de los prisioneros--. ¡Haz que cierren el maldito pico! Mata al próximo Britano que abra la boca.
– sí, señor. -El optio se volvió hacia los prisioneros y desenvainó la espada, desafiándolos a que pronunciaran un solo sonido. Su postura era lo bastante elocuente y los nativos retrocedieron y se sumieron en un silencio hosco.
– Y ahora qué, me pregunto yo -dijo Macro. -¿Por qué no nos atacan, señor? -No tengo ni idea, Cato. Ni idea. Mientras que la luz del cielo se debilitaba y crecía la penumbra de última hora de la tarde, los dos ejércitos permanecieron en silenciosa confrontación. Cada uno de ellos esperaba que el otro se rindiera a la necesidad imperiosa de hacer algo para poner fin a la tensión que los sacaba de quicio. Macro, veterano como era, se encontró dando golpes con los dedos en el borde del escudo y sólo fue consciente de ello por la curiosa mirada de soslayo que le dirigió su optio. Retiró la mano, hizo crujir los dedos con una fuerza que hizo que Cato se estremeciera y apoyó la palma de la mano en la empuñadura de su espada.
– Bueno, yo no he visto cosa igual -dijo tratando de entablar conversación-. Los Durotriges deben de poseer el mayor dominio de sí mismos que nunca he visto en una tribu celta, o bien es que tienen más miedo de nosotros que nosotros de ellos.
– ¿Cuál de las dos cosas cree que es, señor? -Yo no estaría muy seguro de que estén asustados. Mientras él hablaba, la línea enemiga se separó para dejar pasar a un grupo de hombres. Con un estremecimiento de terror Cato vio que su líder llevaba una especie de casco astado en la cabeza y que tanto él como sus seguidores a caballo iban envueltos en las mismas vestiduras negras que llevaban cuando su jefe había decapitado al prefecto de la marina, Maxentio, frente a los terraplenes de la segunda legión. Con un lento, amenazador y deliberado modo de andar, los Druidas hicieron avanzar a sus caballos al paso en dirección a la cohorte y los frenaron con suavidad en un punto fuera del alcance de las jabalinas. Por unos instantes no hubo más movimiento que el ligero piafar de sus caballos. Entonces el líder levantó la mano.
– ¡Romanos! ¡Quisiera hablar con vuestro jefe! -El druida tenía un marcado acento que delataba sus orígenes galos. Su voz grave resonó cansinamente en las laderas cubiertas de nieve del valle-. ¡Que venga aquí!
Macro y Cato se volvieron para mirar a Hortensio. Éste frunció los labios con desprecio un instante antes de que la conciencia del peligro que corría la cohorte le devolviera el dominio de sí mismo. El soldado más próximo a él lo vio tragar saliva, tensar la espalda y luego dejar las filas de la cohorte y dirigirse confiado hacia los Druidas. Al observarlo, Cato sintió un cosquilleo de temor en la nuca. No podía ser que Hortensio fuera tan tonto de arriesgarse a acabar como Maxentio. Cato se inclinó hacia delante, mordiéndose el labio.
– Tranquilo, chico -le dijo Macro con un quedo gruñido-. Hortensio sabe lo que hace. Así que no demuestres lo que sientes, o pondrás nerviosas a las mujeres. -Con un gesto de la cabeza señaló a los soldados de la sexta centuria que estaban más cerca y aquellos que lo oyeron esbozaron una sonrisa burlona. Cato se ruborizó y se quedó quieto, obligándose a evitar cualquier movimiento de sus facciones mientras miraba cómo Hortensio se acercaba a los Druidas.
El centurión superior se detuvo a una corta distancia de los jinetes y se quedó ahí con los pies separados y la mano en el pomo de su espada. Ambas partes conversaron, pero las palabras eran apenas perceptibles y no se podían entender. La conversación fue breve. Los jinetes permanecieron donde estaban en tanto que Hortensio retrocedió unos cuantos pasos antes de darse la vuelta poco a poco y regresar a la seguridad de la cohorte. En cuanto estuvo dentro de la pared de escudos, llamó a sus oficiales. Macro y Cato acudieron al trote para unirse con los demás, todos ellos ardiendo en deseos de saber lo que había pasado entre Hortensio y los siniestros Druidas.
– Dicen que nos dejarán proseguir la marcha sin trabas -Hortensio hizo una pausa y les ofreció una sonrisa irónica a sus oficiales-, siempre y cuando dejemos libres a nuestros prisioneros.
– ¡Y una mierda! -Macro escupió en el suelo-. Deben de creer que nacimos ayer.
– Eso es exactamente lo que pienso yo. Les dije que sólo soltaría a sus compañeros cuando estuviésemos tras las paredes del campamento de la segunda legión. La propuesta no les convenció y sugirieron un compromiso. Que liberáramos a los prisioneros en cuanto divisáramos el campamento.
Los oficiales consideraron la oferta, ponderando todos ellos la probabilidad de que la cohorte pudiera llegar al campamento, sin cargar con los cautivos, antes de que los Britanos incumplieran el pacto y trataran de hacerlos pedazos.
– Habrá muchas más oportunidades de hacer prisioneros más adelante durante la campaña -sugirió uno de los centuriones, que se calló cuando Hortensio rompió a reír y sacudió la cabeza.
– ¡Ese cabrón de Diomedes nos la ha jugado bien! -¿Señor? -¡No quieren a esos desgraciados de ahí! -Hortensio señaló con el dedo a los Britanos que estaban en cuclillas-. Están hablando de los Druidas que capturamos en el poblado. Los que mató ese mierdoso de Diomedes.
CAPÍTULO XV
– Volved a vuestras unidades. -Hortensio dio la orden en voz baja-. Decidles que se preparen para avanzar En cuanto yo dé la señal.
Los oficiales se dirigieron a paso rápido hacia sus centurias. Cato echó un vistazo a los Druidas que esperaban la respuesta de Hortensio a su oferta. Muy pronto obtendrían contestación, reflexionó él, y se encontró esperando con desesperación que la cohorte pudiera arreglárselas para matarlos antes de que pudieran dar la vuelta a sus monturas y escapar.
Los hombres de la sexta centuria se habían olvidado de su agotamiento y escucharon atentamente cuando Macro y su optio recorrieron la columna, preparando en voz baja a los soldados para la orden de avance. Incluso con aquella luz mortecina Cato pudo ver un destello de determinación en los ojos de los legionarios mientras comprobaban las correas de los cascos y se aseguraban de tener bien sujetos los escudos y jabalinas. Aquél iba a ser un combate directo, distinto al demencial ataque de la trampa que habían tendido en la aldea destruida.
Ninguno de los dos bandos contaría con la ventaja de la sorpresa. Tampoco influiría para nada la habilidad táctica. Sólo el entrenamiento, el equipo y el mero coraje determinarían el resultado. La cuarta cohorte se abriría camino a cuchilladas entre los Britanos o quedaría hecha pedazos en el intento.
La sexta centuria formaba el lado izquierdo de la cara frontal de la formación de cuadro. A su derecha se encontraba la primera centuria y otras tres formaban los flancos y la retaguardia del cuadro. La última centuria actuaba como reserva y la mitad de sus efectivos vigilaban a los prisioneros. Macro y Cato se dirigieron al centro de la primera línea de su centuria y esperaron a que-Hortensio diera la orden. En el camino, por delante de ellos, los Druidas ya se habían dado cuenta de que algo pasaba. Estiraban el cuello para atisbar por encima de la pared de escudos en busca de sus compañeros. El cabecilla clavó los talones y espoleó a su montura para acercarse a los legionarios. Levantó una mano que se llevó a la boca para que se le oyera mejor.
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