Simon Scarrow - Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Sin períodos de descanso que permitieran aliviar la presión de las duras barras del arnés sobre los hombros de los soldados, la marcha se estaba convirtiendo en un suplicio. En las filas los soldados se quejaban de sus oficiales en voz baja y cada vez con más resentimiento mientras se obligaban a poner un pie delante del otro. No eran muchos los que habían dormido desde la noche anterior al ataque contra los Durotriges. A primera hora de la tarde del segundo día, cuando el sol empezaba a descender hacia el borroso gris del horizonte invernal, Cato se preguntó si podría resistir mucho más aquella presión. La carga le había rozado la clavícula hasta dejársela en carne viva, los ojos le escocían a causa de la fatiga y a cada paso que daba unas punzadas de dolor le subían desde las plantas de los pies.

Cuando miró al resto de la centuria, Cato vio las mismas expresiones crispadas grabadas en todos los rostros. Y cuando el centurión Hortensio diera la orden de detener la marcha al final de la tarde, los soldados tendrían que empezar con el agotador trabajo de preparar un campamento de marcha. La perspectiva de tener que emprenderla con el suelo helado a golpes de pico aterraba a Cato. Al igual que en muchas otras ocasiones, se maldijo por estar en el ejército y su imaginación se concentraba en las relativas comodidades de las que había disfrutado anteriormente en su condición de esclavo en el palacio imperial de Roma.

En el preciso momento en que se rindió a la necesidad de cerrar los ojos y saborear la imagen de un pequeño y ordenado escritorio junto al cálido y parpadeante resplandor de un brasero, un inesperado grito devolvió a Cato a la realidad. Figulo había tropezado y se había caído y trataba de recuperar rápidamente su equipo desparramado. Contento de tener un motivo para abandonar la columna, Cato dejó su mochila en el suelo y ayudó a Fígulo a ponerse en pie.

– Recoge tus cosas y vuelve a alinearte.

Fígulo asintió con la cabeza y alargó la mano para coger su arnés.

– ¡Madre mía! ¿Qué diablos está pasando aquí? -gritó Hortensio al tiempo que bajaba corriendo junto a la columna hacia los dos soldados-. ¡No se les paga por horas, jovencitas! Optio, ¿es uno de los tuyos?

– Sí, señor. -Entonces, ¿por qué no le estás dando unas cuantas patadas bien dadas?

– ¿Señor? -Cato se sonrojó-. ¿Patadas? -Dirigió la mirada más arriba de la columna, hacia Macro, con la esperanza de recibir apoyo por parte de su centurión. Pero Macro poseía la veteranía suficiente como para saber cuándo no debía intervenir en una confrontación y ni siquiera miró hacia atrás.

– ¿Eres sordo además de mudo? -le rugió Hortensio muy cerca de su cara-. En mi cohorte sólo se permite romper filas a los soldados muertos, ¿comprendido? ¡Cualquier otro desgraciado que lo intente deseará estar jodidamente muerto! ¿Entiendes?

– Sí, señor. A un lado, Fígulo continuaba enganchando tan rápidamente como podía su equipo al arnés. El centurión superior giró sobre sus talones.

– ¿He dicho yo que pudieras moverte?

Fígulo sacudió la cabeza en señal de negación y al instante el bastón de vid del centurión superior se alzó contra el legionario y chocó contra un lado de su casco con un fuerte sonido metálico.

– ¡No te oigo! Tienes una maldita boca. ¡Utilízala!

– Sí, señor -respondió bruscamente Fígulo con los dientes apretados para protegerse contra el doloroso zumbido en su cabeza. Soltó el equipo y se cuadró-. No, señor. No dijo que pudiera moverme.

– ¡Bien! Ahora recoge el escudo y la jabalina. Deja el resto. La próxima vez te lo pensarás dos veces antes de tirar el equipo.

A Fígulo le hirvió la sangre a causa de la injusticia de la orden. Le iba a costar varios meses de paga reemplazar el equipo.

– Pero, señor. Estaba cansado, no pude evitarlo.

– ¡No pudiste evitarlo! -gritó Hortensio- ¿No pudiste evitarlo? ¡sí QUE PUEDES EVITARLO, MALDITA SEA! Como digas una palabra Más te cortaré los ligamentos de la corva y te dejaré aquí para que te encuentren los Druidas. ¡Ahora vuelve a la formación!

Fígulo tomó su equipo de combate y, tras dirigir una afligida mirada a su arnés y a sus desperdigadas pertenencias, regresó corriendo al hueco de la sexta centuria en el que había estado marchando. Hortensio volcó de nuevo su ira contra Cato.

Se inclinó para acercarse más a él y le habló con un susurro amenazador.

– Optio, si tengo que tomar cartas en el asunto otra vez e imponerles disciplina a tus hombres en tu lugar, juro que será a ti a quien dejaré inconsciente de una paliza y al que abandonaré para que lo atrape el enemigo. ¿Qué crees que les parece a los demás soldados que tú vayas y actúes como si fueras su condenada niñera? Antes de que te des cuenta van a estar todos cayendo como moscas y lloriqueando que están demasiado cansados. Tienes que aterrorizarlos hasta el punto de que ni se les pase por la cabeza descansar. Hazlo y podrás salvarles la vida. Pero si pierdes el tiempo como te he visto hacerlo, cualquier rezagado que el enemigo mate será responsabilidad tuya. ¿Lo has entendido?

– Sí, señor.

– Espero que así sea, ricura. Porque si hay algo…

– ¡Enemigo a la vista! -gritó una voz distante, y desde más allá de la cabeza de la cohorte uno de los jinetes del escuadrón de caballería bajaba galopando por la línea, buscando a Hortensio. El animal dio un giro brusco para detenerse frente al centurión. A su lado, por el sendero, los soldados de la cohorte siguieron marchando puesto que no se les había dado el alto, pero el grito del jinete había hecho que se alzaran todas las cabezas y los hombres miraban a su alrededor en busca de cualquier señal del enemigo.

– ¿Dónde?

– Delante de nosotros, al otro lado del sendero, señor. -El explorador de la caballería señaló camino arriba hacia un punto en el que describía una curva y rodeaba una baja colina arbolada. El resto del escuadrón, unas diminutas formas oscuras que contrastaban con el paisaje nevado, formaban en línea en el lugar donde el camino empezaba a torcer en torno a la loma.

– ¿Cuántos son? -Centenares, señor. Y tienen carros de guerra e infantería pesada.

– Entiendo. -Hortensio asintió con la cabeza y bramó la orden para que la cohorte se detuviera. Se volvió hacia el explorador-. Dile a tu decurión que los mantenga vigilados. Hacedme saber cualquier movimiento que hagan.

El explorador saludó, hizo dar la vuelta a su caballo y regresó hacia las distantes figuras del escuadrón con un retumbar de cascos que, a su paso, lanzaron la nieve que levantaban contra los rostros de los legionarios.

Hortensio hizo bocina con las manos.

– ¡Oficiales! ¡Venid aquí!

– No queda mucho rato de luz -dijo Cato entre dientes al tiempo que miraba el cielo con preocupación.

Macro asintió pero no levantó la vista de la gruesa línea de guerreros enemigos que bloqueaban el camino allí donde pasaba por un estrecho valle. Aquellos hombres permanecían quietos y en silencio, cosa poco habitual en los Britanos, con la infantería pesada alineada en el centro, la infantería ligera a ambos lados y un pequeño contingente de cuadrigas en cada flanco. Había por lo menos unos mil hombres, calculó él. Dado que la cuarta cohorte disponía de cuatrocientos cincuenta efectivos, ésta tenía todas las de perder. El escuadrón de caballería ya no estaba con ellos; Hortensio les había ordenado que rodearan al enemigo sin que éste se diera cuenta y que se dirigieran a toda velocidad al cuartel general de la legión para rogarle al legado que les mandara una columna de apoyo. La legión se encontraba a unas veinte millas de distancia, pero los exploradores deberían llegar allí durante la noche, si todo iba bien.

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