Simon Scarrow - Las Garras Del Águila
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– ¡Sí, señor! -Cato saludó, se dio la vuelta y se alejó al trote. Miró una vez hacia atrás y vio que Hortensio mantenía una última y queda conversación con Diomedes.
– ¡Hombre, optio! -Fígulo sonrió al tiempo que se levantaba.
A sus pies una fina nube de humo se elevaba en suaves espirales en el gélido aire de la mañana-. El fuego está bien. Aunque no ha sido fácil.
– Déjalo -contestó Cato con brusquedad-. Nos vamos.
– ¿Y qué pasa con el desayuno? Por un instante Cato estuvo muy tentado de echarle a Fígulo la misma bronca que él acababa de recibir por parte de Hortensio. Pero hubiera sido una grosería y, contra todo pronóstico, el legionario se las había arreglado para encender el fuego.
– Lo siento, Fígulo. No hay desayuno. Apaga el fuego y prepárate para ponerte en camino.
– ¿Que apague el fuego? -el rostro de Fígulo adquirió esa afligida expresión normalmente asociada con la muerte de una apreciada mascota familiar-. ¿Que apague mi fuego?
Cato suspiró y rápidamente utilizó el lado de su bota para rascar un montoncito de nieve del suelo y echarlo sobre las apiladas ramitas en llamas. Con una bocanada de humo y un silbido, la diminuta hoguera se extinguió.
– Ya está. Y ahora en marcha, soldado. Macro se acababa de despertar cuando Cato volvió al lugar donde se había alojado la sexta centuria. Movió la cabeza como respuesta a las órdenes y luego estiró los hombros con un profundo gruñido antes de darse la vuelta y bramarles a sus hombres:
– ¡Arriba, bastardos haraganes! ¡En pie! ¡Nos vamos! Un suave coro de lamentos y quejas recorrió las ruinas.
– ¿Y qué hay del desayuno? -saltó alguien.
– ¿Desayuno? El desayuno es para los perdedores -replicó Macro con irritación-. ¡Y ahora, moveos!
Mientras los soldados se levantaban y se colocaban cansinamente la armadura, Macro dio una vuelta por ahí pisando fuerte y asestando puntapiés de ánimo a aquellos cuya lentitud era más evidente. Cato fue a buscar a toda prisa su arnés de marcha. En cuanto su plato de hojalata y el resto del equipo de campaña estuvieron bien sujetos al correaje, Cato se puso como pudo el chaleco de malla y se estaba atando el talabarte de la espada cuando un soldado de una de las otras centurias llegó a todo correr.
– ¿Dónde está Macro? -dijo jadeando. -El centurión Macro está ahí -Cato señaló hacia los restos de un muro y el mensajero empezó a moverse.
– ¡Espera! -le gritó Cato. Le enojaba la forma en que algunos de los hombres de las demás centurias permitían que el resentimiento que sentían por su juventud anulara el respeto que se merecía su rango.
El hombre se detuvo y de mala gana se dio la vuelta de cara al optio y se puso firmes.
– Eso está mejor -asintió Cato-. La próxima vez que hables conmigo te diriges a mí como optio o señor. ¿Entendido?
– Sí, optio. -Muy bien. Puedes seguir con lo tuyo. El soldado desapareció por el extremo del muro y Cato continuó poniéndose el equipo. Momentos después el mensajero reapareció, dirigiéndose de nuevo hacia la puerta, y entonces llegó Macro en busca de su subordinado.
– ¿Qué ocurre, señor?
– Se trata de ese maldito idiota de Diomedes. Se ha largado.
Cato sonrió ante la aparente estupidez de la afirmación. ¿Adónde iba a ir el griego? Y lo que era aún más importante, ¿por qué iba a escapar de la seguridad de la cohorte?
– Y eso no es todo -continuó diciendo Macro con una adusta expresión en el rostro-. Dejó sin sentido a uno de los muchachos que vigilaban a los Druidas y luego los destripó antes de desaparecer.
CAPÍTULO XIV
– ¡Hum! No es una visión agradable -dijo el centurión Hortensio entre dientes-. Diomedes hizo un trabajo muy concienzudo.
A los Druidas les habían apartado las túnicas de un tirón y los habían rajado salvajemente desde las costillas hasta la entrepierna. junto a cada uno de ellos había una maraña de brillantes tripas y vísceras en un charco de sangre. Con una basca convulsiva, a Cato le subió el vómito por la garganta y se atragantó con su sabor agrio. Se dio la vuelta en tanto que Hortensio empezaba a dar instrucciones a los demás centuriones.
– No hay ni rastro del griego. Es una lástima. -Hortensio arrugó la frente, furioso-. Ardo en deseos de emprenderla con él a patadas hasta que cambie de color siete veces. Nadie mata a mis prisioneros a menos que me los haya comprado primero.
Los demás oficiales asintieron con un gruñido. Los prisioneros que iban a ser vendidos como esclavos se conseguían a costa de un gran riesgo personal, y eso ocurría demasiado poco frecuentemente como para que se perdieran de esa manera, incluso aunque se tratara de una cuestión de venganza. Si Diomedes reaparecía, Hortensio se aseguraría de exigir una compensación.
Alzó una mano para acallar las enojadas voces de fondo.
– Nos dirigiremos de vuelta a la legión con los demás prisioneros. Son muchos para mandarlos con una escolta, la cohorte se resentiría demasiado. Y sin el griego para que hable por nosotros, dudo que seamos muy bien recibidos en las otras aldeas atrebates que se supone tenemos que visitar. De modo que regresaremos inmediatamente.
Eso suponía incumplir las órdenes, pero la situación lo merecía y macro movió la- cabeza en señal de aprobación.
– Vamos a ver -continuó diciendo Hortensio-. Unos cuantos de esos cabrones hijos de puta y sus monturas lograron escabullirse y podéis estar seguros de que regresarán con sus amiguitos echando leches. El poblado fortificado Durotrige más próximo se encuentra a más de un día a caballo. Si van a movilizar a un ejército para que nos siga, al menos hasta dentro de dos días no tendríamos que verlo. Aprovechemos al máximo esta ventaja. Que vuestros hombres marchen con brío, tenemos que alejarnos lo más posible de este lugar antes de que anochezca. ¿Alguna pregunta?
– ¿Y los cadáveres, señor? -¿Qué pasa con ellos, Macro? -¿Los vamos a dejar ahí y ya está? -Los Durotriges pueden ocuparse de los suyos. Yo me he encargado de nuestros muertos y de los habitantes del pueblo. El escuadrón de caballería tiene instrucciones de poner a nuestros hombres en el pozo con los lugareños y llenarlo de tierra antes de seguirnos. Es lo mejor que podemos hacer. No hay tiempo para piras funerarias. Además, creo que los habitantes de aquí prefieren el entierro.
Los Romanos se estremecieron con desagrado ante la idea de someter a los muertos a una descomposición gradual. Era una de las prácticas más desagradables que empleaban las naciones menos civilizadas del mundo. La incineración era un pulcro y limpio final para la existencia corpórea.
– Volved a vuestras unidades. Nos vamos enseguida.
El sol dibujaba una suave parábola en un cielo despejado el segundo día de marcha de la cohorte de vuelta a la segunda legión. Habían pasado la noche anterior en un campamento de marcha levantado a toda prisa y, a pesar del extenuante esfuerzo de romper el suelo helado para hacer la zanja y el terraplén, el frío y el temor al enemigo privaron del sueño a los hombres de la cohorte. Desde que despuntaba el día Hortensio no permitía que se realizara ninguna parada para descansar y no les quitaba los ojos de encima a los soldados. Cualquier legionario que diera muestras de aflojar el paso recibía una sonora bronca, acompañada de su sarmiento de vid blandido a troche y moche cuando era necesario dar un poco más de ánimo. Aunque el aire era frío y la nieve se había compactado en forma de hielo bajo sus pies, los soldados pronto empezaron a sudar bajo la carga de sus arneses con el equipo. Los prisioneros Britanos, si bien iban encadenados, no llevaban nada a cuestas, lo cual les favorecía. Uno de ellos, que estaba herido en las piernas, se había dejado caer al suelo abandonando la columna hacia el final del primer día. Hortensio se quedó de pie junto a él y arremetió contra el Britano con su sarmiento de vid, pero el hombre se limitó a hacerse un ovillo para protegerse y no se levantaba. Hortensio movió la cabeza con aire grave, clavó el sarmiento en el suelo y con un solo movimiento amplio desenvainó la espada y le cortó el cuello al Britano. Dejaron el cadáver junto al camino y la columna siguió avanzando. Desde entonces ningún otro prisionero se había separado de la línea.
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