Harlan Coben - La promesa

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Han pasado seis años desde que el agente Myron Bolitar hizo de superhéroe. En seis años no ha dado ni un puñetazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre más temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de algún lío. Todo eso está a punto de cambiar… debido a una promesa. El año académico está llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos últimos momentos de tensión del instituto, algunos chicos cometen el muy común y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron está decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez están en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamarán a él. Unas noches después, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al día siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la última persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan fácil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.

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Larry estaba tan horrible como siempre. Geográficamente, estaban muy cerca de su antiguo instituto, pero ¿qué había dicho su restaurador predilecto, Peter Chin, de que los años pasan pero el corazón sigue siendo el mismo? Bien, pero sólo el corazón.

– Es bueno saberlo -dijo Myron. Miró el teléfono público y de forma fulminante se le ocurrió una idea-: Espera.

– ¿Qué?

– La última vez que nos vimos había cuatrocientos ochenta y siete planetas, ¿no?

Larry pareció confundido.

– ¿Estás seguro?

– Del todo. -A Myron le iba la cabeza a cien por hora-. Y si no me equivoco, dijiste que el siguiente era el mío. Dijiste que iba a por mí y algo de golpear a la luna.

A Larry se le iluminaron los ojos.

– Golpea el cuarto menguante. Te odia.

– ¿Dónde está el cuarto menguante?

– En el sistema solar Aerolus. Junto a Guanchomitis.

– ¿Estás seguro, Larry? ¿Estás seguro de que no…?

Myron se levantó y le llevó hasta el teléfono público. Larry se encogió. Myron le señaló la pegatina, la imagen del cuarto menguante del anuncio de las llamadas nocturnas. Larry jadeó.

– ¿Es éste el cuarto menguante?

– Oh, no, por favor, no…

– Cálmate, Larry. ¿Quién más quiere el planeta? ¿Quién golpea el cuarto menguante porque me odia tanto?

Veinte minutos después, Myron se fue al Chang's Dry Cleaning. Maxine Chang estaba allí, evidente. Había tres personas haciendo cola. Myron no se relegó. Se colocó a un lado y se cruzó de brazos. Maxine le iba lanzando miradas de soslayo. Myron esperó a que los clientes se marcharan. Después se acercó.

– ¿Dónde está Roger? -preguntó.

– En clase.

Myron la miró a los ojos.

– ¿Sabe que ha estado llamándome?

– ¿Para qué iba a llamarle?

– Dígamelo usted.

– No sé de que me habla.

– Tengo un amigo en la compañía de teléfonos. Roger me llamó desde esa cabina de ahí fuera. Tengo testigos fiables que pueden situarlo allí a la hora en cuestión. Me amenazó. Me llamó cabrón.

– Roger no haría eso.

– No quiero crearle problemas, Maxine. ¿Qué pasa?

Entró otro cliente. Maxine gritó algo en chino. Una anciana salió de la trastienda y se encargó del mostrador. Maxine hizo un gesto con la cabeza a Myron para que la siguiera. Él la siguió. Fueron detrás de los colgadores móviles. Cuando era niño, el giro metálico de las guías le maravillaba como algo salido de una película de ciencia ficción. Maxine siguió caminando hasta que salieron al callejón de atrás.

– Roger es un buen chico -dijo-. Trabaja mucho.

– ¿Qué pasa, Maxine? Cuando vine el otro día, os comportabais de una forma rara.

– No sabe lo difícil que es vivir en una ciudad como ésta.

Lo sabía, había vivido allí toda su vida, pero se mordió la lengua.

– Roger ha estudiado mucho. Sacó buenas notas. Es el número cuatro de su clase. Los demás chicos son unos mimados. Todos tienen profesores particulares. No tienen empleos de verdad. Roger trabaja aquí todos los días después de clase. Estudia en la habitación de la trastienda. No va a fiestas. No tiene novia.

– ¿Qué tiene que ver todo eso?

– Otros padres buscan a quien redacte los trabajos de sus hijos, les dan clases para mejorar las notas, donan dinero a las universidades, hacen cosas de las que ni siquiera sé. Es muy importante a qué universidad irás. Puede decidir tu vida. Todos tienen tanto miedo que hacen lo que sea para que su hijo entre en una buena. En esta ciudad se ve a cada momento. Puede que sea buena gente, pero se puede justificar cualquier maldad con tal de decir: «Lo he hecho por mi hijo». ¿Me entiende?

– Sí. Pero no veo qué tiene que ver conmigo.

– Necesito que lo comprenda. Tenemos que competir con eso. Con dinero y con poder. Con gente que hace trampas, roba y hace lo que haga falta.

– Si me está diciendo que la entrada en las universidades es competitiva en esta ciudad, ya lo sé. Era competitiva cuando yo me gradué.

– Pero tenía el baloncesto.

– Sí.

– Roger es un buen estudiante. Se esfuerza mucho. Y su sueño es ir a Duke. Ya se lo dijo. Probablemente se acordará.

– Recuerdo que lo había solicitado. No recuerdo que me dijera que fuera su sueño. Sólo me enumeró un listado de universidades.

– Era la primera -dijo Maxine Chang con firmeza-. Y si se consigue, hay una beca. Le pagarían la matrícula. Eso era muy importante para nosotros. Pero no logró entrar. A pesar de ser el número cuatro de la clase. A pesar de tener muy buenas notas. Mejores notas y mejor puntuación que Aimee Biel.

Maxine Chang miró a Myron con ojos tristes.

– Espere un momento. ¿Me culpa a mí de que Roger no haya entrado en Duke?

– Yo no sé mucho, Myron. Sólo soy tintorera. Pero una universidad como Duke casi no coge a más de un alumno de instituto de Nueva Jersey. Aimee Biel lo consiguió. Roger tenía mejores notas, la mejor puntuación de toda la clase, recomendaciones de los profesores. Ninguno de ellos es atleta. Roger toca el violín. Aimee toca la guitarra. -Maxine Chang se encogió de hombros-. Dígame, pues: ¿por qué entra ella y él no?

Myron quería protestar, pero la verdad se lo impidió. Él había escrito la carta de recomendación. Incluso había llamado a su amigo de admisiones. La gente lo hace continuamente. No significaba que tuvieran que negarle la admisión a Roger Chang. Pero la aritmética era simple: si uno consigue un puesto, el otro no.

La voz de Maxine era suplicante.

– Roger estaba muy enfadado.

– Eso no es una excusa.

– No, no lo es. Hablaré con él. Se disculpará, se lo prometo.

Pero a Myron se le ocurrió otra cosa.

– ¿Estaba enfadado sólo conmigo?

– No comprendo.

– ¿Se enfadó también con Aimee?

Maxine Chang frunció el ceño.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Porque la siguiente llamada desde ese teléfono fue al móvil de Aimee Biel. ¿Estaba enfadado Roger con ella? ¿Resentido tal vez?

– No, Roger no. Él no es así.

– Claro, sólo me llamó y me amenazó.

– No significa nada. Sólo se desahogaba.

– Necesito hablar con Roger.

– ¿Qué? No, se lo prohíbo.

– Bien, iré a la policía. Les diré que me ha llamado amenazándome.

Ella se asustó.

– No lo hará.

Lo haría. Tal vez debería hacerlo. Pero todavía no.

– Quiero hablar con él.

– Vendrá después de clase.

– Entonces volveré a las tres. Si no está aquí, iré a la policía.

32

La doctora Edna Skylar recibió a Myron en el vestíbulo del St. Barnabas Medical Center. Llevaba el atavío propio: bata blanca, la chapa con su nombre y el logo del hospital, un estetoscopio colgado del cuello y un sujetapapeles en la mano. También tenía el imponente porte de los médicos, con esa envidiable postura y la ligera sonrisa, además del apretón de manos firme pero no demasiado.

Myron se presentó. Ella le miró a los ojos y dijo:

– Hábleme de la chica desaparecida.

Su voz no dejaba lugar a discusiones. Myron necesitaba que confiara en él, de modo que le contó la historia sin mencionar el nombre de Aimee. Permanecieron en el vestíbulo. Pacientes y visitantes pasaban a su lado, algunos muy cerca.

– Podríamos hablar en un sitio más privado -dijo Myron.

Edna Syklar sonrió, pero sin entusiasmo.

– Estas personas tienen preocupaciones mucho más importantes para ellos que nosotros.

Myron asintió. Vio a un anciano en una silla de ruedas con una máscara de oxígeno, vio a una mujer pálida con una peluca mal puesta que firmaba su ingreso con una expresión al mismo tiempo resignada y desconcertada, como si se preguntara si algún día saldría de allí o si aquello valía la pena.

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