Harlan Coben - La promesa

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Han pasado seis años desde que el agente Myron Bolitar hizo de superhéroe. En seis años no ha dado ni un puñetazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre más temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de algún lío. Todo eso está a punto de cambiar… debido a una promesa. El año académico está llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos últimos momentos de tensión del instituto, algunos chicos cometen el muy común y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron está decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez están en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamarán a él. Unas noches después, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al día siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la última persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan fácil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.

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Edna Skylar le observó.

– Aquí hay mucha muerte -dijo.

– ¿Cómo se arregla? -preguntó Myron.

– ¿Quiere la respuesta estándar, que se consigue despegar lo personal de lo profesional?

– La verdad es que no.

– La verdad es que no lo sé. Mi trabajo es interesante. Nunca me cansa. Veo mucha muerte. Eso tampoco cansa nunca. No me ha ayudado a aceptar mi propia mortalidad ni nada de eso, más bien lo contrario. La muerte es una afrenta constante. La vida es más valiosa de lo que pensamos. Eso es lo que he visto, el valor real de la vida, no las habituales quejas que se oyen. La muerte es el enemigo. No la acepto. La combato.

– ¿Y eso no es agotador?

– Por supuesto. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Galletas? ¿Trabajar en Wall Street? -Miró a su alrededor-. Venga, tiene razón, este ambiente nos distrae. Acompáñeme, pero tengo un día apretado, o sea que siga hablando.

Myron le contó el resto de la historia de la desaparición de Aimee. Lo hizo lo más corto posible, sin mencionar su nombre, pero recalcó recalcar el hecho de que las dos chicas hubieran usado el mismo cajero. Ella le hizo algunas preguntas, básicamente pequeñas aclaraciones. Llegaron a su despacho y se sentaron.

– Parece como si hubiera huido -dijo Edna Skylar.

– Soy consciente de ello.

– Alguien le filtró mi nombre, si no me equivoco.

– Más o menos.

– Así que tiene cierta idea de lo que vi.

– Sólo lo básico. Su explicación convenció a los investigadores de que Katie era una fugitiva. Me pregunto si vio algo que le hiciera pensar otra cosa.

– No. Y lo he repasado mentalmente cientos de veces.

– Es consciente de que las víctimas de secuestro suelen identificarse con sus secuestradores -dijo Myron.

– Lo sé. El síndrome de Estocolmo y todos sus extraños efectos. Pero no parecía el caso. Katie no parecía especialmente agotada. El lenguaje corporal era normal. Sus ojos no transmitían pánico ni ninguna clase de apasionamiento provocado por un culto. Sus ojos eran claros, de hecho. No vi señales de drogas, aunque es evidente que fue todo muy breve.

– ¿Dónde la vio exactamente por primera vez?

– En la Octava Avenida cerca de la Calle 21.

– ¿Y se dirigía al metro?

– Sí.

– En esa estación pasan dos líneas.

– Ella iba a coger la C.

La línea C cruza básicamente Manhattan de norte a sur. Eso no ayudaba mucho.

– Hábleme del hombre que iba con ella.

– De treinta a treinta y cinco años. Altura mediana. Guapo. Cabellos largos y oscuros. Barba de dos días.

– ¿Cicatrices, tatuajes, algo así?

Edna Skylar negó con la cabeza y le contó la historia, que iba por la calle con su marido, que Katie estaba distinta, mayor, más sofisticada, con un peinado diferente, que no estaba segura de que fuera Katie hasta que pronunció las palabras definitivas: «No le diga a nadie que me ha visto».

– ¿Y dice que parecía asustada?

– Sí.

– ¿Pero no del hombre que estaba con ella?

– Exactamente. ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Claro.

– Sé algunas cosas de usted -dijo-. No, no soy seguidora del baloncesto, pero Google hace maravillas. Lo utilizo mucho. Con los pacientes también. Si veo a alguien nuevo, echo una mirada en la red.

– Bien.

– Mi pregunta es: ¿por qué intenta encontrar a la chica?

– Soy amigo de la familia.

– Pero ¿por qué usted?

– Es difícil de explicar.

Edna Skylar se lo pensó un segundo, como si no estuviera segura de poder aceptar una respuesta tan vaga.

– ¿Cómo se lo han tomado los padres?

– No muy bien.

– Probablemente su hija esté a salvo. Como Katie.

– Podría ser.

– Debería decirles eso. Ofrecerles un poco de consuelo. Que sepan que estará bien.

– No creo que sirva para nada.

Ella apartó la mirada y mudó su expresión.

– Doctora Skylar.

– Uno de mis hijos huyó -dijo Edna Skylar-. Tenía diecisiete años. ¿Es cosa de la naturaleza frente a la educación? Bueno, yo he sido muy mala madre. Lo sé. Pero mi hijo fue un problema desde el primer día. Se metía en peleas. Robaba en las tiendas. Le arrestaron a los dieciséis por robar un coche. Estaba metido en drogas, aunque yo no me enteré de nada en su momento. En esa época todavía no se hablaba de trastornos de atención, ni se hacía tomar Ritalin a los niños ni nada. De haber sido posible, creo que lo habría hecho. En cambio reaccioné apartándome y esperando que madurara algún día. No me involucré en su vida. No le orienté.

Lo dijo con naturalidad.

– En fin, cuando se escapó, no hice nada. Casi lo esperaba. Pasó una semana. Dos semanas. No llamó. No sabía donde estaba. Los hijos son una bendición, pero también parten el corazón de forma inimaginable.

Edna Skylar calló.

– ¿Qué fue de él? -preguntó Myron.

– Nada excesivamente terrible. Finalmente llamó. Estaba en la Costa Oeste intentando convertirse en una gran estrella. Necesitaba dinero. Se quedó allí dos años. Fracasó en todo lo que intentó. Entonces volvió. Sigue siendo un desastre. Intento amarle, preocuparme por él, pero… -Se encogió de hombros-. La medicina es algo natural para mí. La maternidad no.

Edna Skylar miró a Myron. Él vio que no había terminado y esperó.

– Ojalá… -Se le quebró la voz-. Es un estereotipo espantoso, pero más que nada desearía empezar de nuevo. Quiero a mi hijo, de verdad, pero no sé qué hacer por él. Puede que no tenga arreglo. Sé lo frío que suena, pero cuando haces diagnósticos profesionales todo el día, tiendes a hacerlos también en tu vida personal. Lo que quiero decir es que he aprendido que no puedo controlar a quienes amo. Por eso controlo a quienes no amo.

– No la sigo -dijo Myron.

– Mis pacientes -explicó- son desconocidos, pero me importan mucho. No es porque sea una persona generosa o maravillosa, sino porque creo que son todavía inocentes. Y les juzgo. Sé que está mal, que debería tratar a todos los pacientes de la misma manera y creo que lo hago. Pero el hecho es que, si en Google veo que alguno ha estado en la cárcel o parece de poco fiar, intento derivarlo a otro médico.

– Prefiere a los inocentes -dijo Myron.

– Precisamente. Los que… Sé lo mal que sonará, los que considero puros. O al menos más puros.

Myron pensó en sus propios razonamientos recientes, según los cuales la vida de los Gemelos no tenía ningún valor para él, en todos los civiles que habría sacrificado para salvar a su hijo. ¿Era muy diferente este razonamiento?

– Lo que intento decir es que pienso en los padres de esa chica, en los que ha dicho que no lo llevan muy bien, y me preocupan. Quiero ayudar.

Antes de que Myron pudiera responder, llamaron a la puerta. Se abrió y asomó la cabeza de un hombre de cabellos grises. Entró en la habitación y dijo:

– Perdona. No sabía que tuvieras compañía.

Myron se levantó.

– No pasa nada, cariño -dijo Edna Skylar-, pero ¿puedes volver dentro de un rato?

– Por supuesto.

El hombre de los cabellos grises también llevaba bata blanca. Miró a Myron y sonrió. Myron reconoció la sonrisa. Edna Skylar no era seguidora del baloncesto, pero ese hombre sí. Myron le alargó la mano.

– Myron Bolitar.

– Oh, sé quien es usted. Soy Stanley Rickenback, más conocido como señor de la doctora Edna Skylar.

Se estrecharon la mano.

– Le vi jugar en Duke -dijo Stanley Rickenback-. Era increíble.

– Gracias.

– No quería interrumpir. Sólo quería saber si mi preciosa novia quería quedar conmigo para disfrutar de las delicias culinarias de la cafetería del hospital.

– Ya me iba -dijo Myron. Después-: ¿Estaba con su esposa cuando vio a Katie Rochester?

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