Había matado antes, pero desde luego nunca a una escala tan enorme e impersonal. Siempre había tenido una razón para matar: si no una propia, otra suministrada por aquel que lo contrataba. Esta vez, la cantidad y el completo anonimato de las personas asesinadas le remordían un poco la conciencia. No había esperado a ver quiénes subían al aparato. Le habían pagado para hacer un trabajo y lo había hecho. Utilizaría la enorme cantidad de dinero a su disposición para olvidar cómo lo había ganado. Calculaba que no tardaría mucho.
Se sentó delante del espejo colocado sobre una mesa en el dormitorio. La peluca transformó el pelo oscuro en rubio ondulado. Un traje nuevo, de una elegancia que no tenía nada que ver con el que acababa de quitarse, estaba colgado de una percha en el pomo de la puerta. Ahuecó la palma de la mano y agachó la cabeza para colocarse las lentillas que cambiarían sus ojos de color castaño en otros de un azul vivo.
Levantó la cabeza para comprobar el efecto en el espejo y notó el contacto del cañón de una Sig P229 colocado directamente en la base de su nuca. Con la percepción agudizada que acompaña al pánico, se fijó en que el silenciador casi doblaba el largo del cañón de la pistola.
Su asombro sólo duró una fracción de segundo mientras sentía el contacto del metal contra la piel, y veía los ojos oscuros y la línea firme de la boca reflejados en el espejo. A menudo, él también había tenido la misma expresión antes de cometer un asesinato. Acabar con la vida de otra persona siempre había sido para él un asunto muy serio. Ahora miraba a través del espejo cómo otro rostro realizaba los mismos gestos. Entonces vio sorprendido como las facciones de la persona que estaba a punto de matarlo mostraban primero una expresión de furia y después de profundo desprecio, emociones que él nunca había sentido en medio de una ejecución. Abrió mucho los ojos mientras observaba el dedo que oprimía el gatillo. Movió los labios para decir algo, quizás una maldición, pero no llegó a pronunciarla, porque la bala le destrozó el cerebro. Se bamboleó por la fuerza del impacto y después cayó de bruces sobre la mesa. El asesino arrojó el cuerpo en el pequeño espacio entre la cama y la pared, y a continuación descargó las once balas restantes contra el torso desnudo. Aunque el corazón de la víctima ya no bombeaba, manchas de sangre oscura aparecieron en cada uno de los orificios como minúsculos pozos de petróleo. Agotada la munición, el hombre arrojó la pistola junto al cadáver.
El asesino salió sin prisas de la habitación, sin olvidarse de recoger la bolsa de cuero con los nuevos documentos de identidad del muerto. En el vestíbulo, se acercó al termostato y puso el aire acondicionado a frío máximo. Diez segundos más tarde había abandonado la casa. El apartamento quedó en silencio. En el dormitorio, la sangre empapaba la moqueta beige. La cuenta corriente estaría cerrada y sin fondos dentro de unas horas. Su titular ya no necesitaría el dinero.
Eran las siete de la mañana y en el exterior todavía estaba oscuro. En la cocina, Sidney Archer estaba sentada ante la mesa, vestida con una bata vieja. Cerró los ojos y una vez más intentó creer que todo era una pesadilla, que su marido seguía vivo y que, en cualquier momento, entraría en la casa con una sonrisa en el rostro, un regalo para su hija debajo del brazo y ansioso por darle un beso muy largo a su esposa.
Pero cuando abrió los ojos nada había cambiado. Sidney miró la hora. Amy no tardaría en despertarse. Sidney acababa de hablar por teléfono con sus padres. Vendrían a las nueve para llevarse a la pequeña a su casa en Hanover, Virginia, donde se quedaría unos días mientras Sidney intentaba reorientarse. Le aterraba pensar que dentro de algunos años tendría que explicarle la catástrofe a su hija, tener que revivir el horror que sentía ahora. ¿Cómo le diría que su padre había muerto sin otro motivo aparente que el de un avión que había hecho lo impensable, que había destrozado casi a doscientas vidas en el proceso, incluido el hombre que la había engendrado?
Los padres de Jason habían muerto hacía años. Hijo único, había adoptado a la familia de Sidney como la propia, y ellos le habían aceptado felices. Los dos hermanos mayores de Sidney la habían llamado para ofrecerle ayuda y consuelo sin disimular sus lágrimas.
Western le había ofrecido a Sidney transporte gratuito hasta la pequeña ciudad cercana al lugar del accidente, pero ella lo había rechazado. No se veía con fuerzas para estar con los familiares de las demás víctimas. Se los imaginaba subiendo a los grandes autocares grises, mudos, sin mirarse, exhaustos, temblorosos, con los nervios deshechos por la terrible conmoción. Enfrentarse a los sentimientos de rechazo, dolor y aflicción ya era bastante terrible como para encima estar rodeada de gente desconocida que pasaba por el mismo trance. Ahora mismo, el consuelo de estar con personas en la misma situación no le resultaba nada atractivo.
Subió al piso de arriba, recorrió el pasillo y se detuvo delante del dormitorio. Se entreabrió la puerta cuando se apoyó en ella. Echó una ojeada a la habitación, a todos los objetos familiares, cada uno poseedor de una historia propia; recuerdos ligados íntimamente a su vida con Jason. Por fin miró la cama, escenario de tanto placer. Le resultaba imposible creer que aquel encuentro en la madrugada, antes de que él abordara el avión, sería el último.
Cerró la puerta sin hacer ruido y se dirigió al cuarto de Amy. La respiración serena de la pequeña la consoló. Sidney se sentó en la mecedora de mimbre junto a la cama. Hacía poco que Jason y ella habían conseguido que la niña abandonara la cuna. El esfuerzo había requerido muchas noches de dormir en el suelo junto a Amy hasta que se acostumbró.
Mientras se mecía lentamente en el sillón, Sidney contempló a su hija, el pelo rubio enredado, los pies abrigados con calcetines gruesos que asomaban por debajo de las mantas. A las siete y media, un gritito escapó de los labios de Amy y la niña se sentó bruscamente, con los ojos cerrados como un polluelo. En menos de un segundo, la madre cogió a la hija en brazos y la acunó hasta que Amy se despertó del todo.
Sidney bañó, a la niña, le secó el pelo, la vistió con ropa de abrigo y la ayudó a bajar las escaleras hasta la cocina. Sidney se dedicó a preparar el desayuno mientras Amy iba a la sala para jugar con los juguetes que se amontonaban en una esquina de la habitación. Sidney abrió la alacena y en un gesto automático sacó dos tazas. Se detuvo cuando estaba a punto de coger la cafetera y se balanceó sobre la punta de los pies. Se mordió el labio hasta que consiguió dominar el deseo de gritar. Sentía como si alguien la hubiese cortado por la mitad. Volvió a dejar una de las tazas en la alacena, y se llevó el café y un bol con papilla de avena a la mesa.
Miró hacia la sala. «Amy, Amy, cariño, es hora de desayunar.» Su voz era poco más que un susurro. Se ahogaba; todo su cuerpo parecía haberse convertido en un inmenso dolor. La niña entró en la cocina como una bala. La velocidad normal de Amy era casi la velocidad máxima de los demás niños. Traía consigo un tigre de peluche y una foto enmarcada. Mientras corría hacia su madre, su rostro estaba animado y brillante, con el pelo todavía un poco húmedo, liso por arriba y con rizos en las puntas.
Sidney se quedó sin respiración cuando Amy le mostró la foto de Jason. La habían sacado el mes pasado. Él había estado trabajando en el patio. Amy se había acercado para rociarlo con la manguera. Padre e hija habían acabado revolcándose en una montaña de hojas rojas, naranjas y amarillas.
– ¿Papá? -El rostro de Amy mostró una expresión ansiosa.
Jason iba a estar tres días fuera de la ciudad, así que Sidney se había preparado para explicarle a la pequeña la ausencia del padre. Ahora tres días parecían tres segundos. Se armó de valor mientras le sonreía.
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