– ¿Qué hubiera dicho, Jason?
Jason pensó por un momento y, al final, encogió los hombros.
– Yo en su lugar me concentraría en el contenido de eso. -DePazza señaló la maleta.
Jason intentó abrirla pero no pudo. Miró a su compañero.
– Cuando llegue a su alojamiento, podrá abrirla. Le diré el código. Siga las instrucciones que hay dentro. No se desilusionará.
– Pero ¿por qué Seattle?
– Es difícil que se encuentre con algún conocido por aquí, ¿no le parece? -La mirada tranquila de DePazza descansó en el rostro de Jason.
– ¿Y no me volverán a necesitar? ¿Está seguro?
DePazza casi sonrió al escuchar la pregunta.
– Tan seguro como que estoy aquí en este momento. -Le estrechó la mano.
DePazza se apoyó en el respaldo del asiento. Archer se abrochó el cinturón de seguridad y al hacerlo sintió que algo se le clavaba en el costado. Sacó el mensáfono que llevaba sujeto al cinto, y lo miró con una expresión culpable. ¿Y si había sido su esposa la que había llamado antes? Miró la pantalla diminuta y de pronto su cara reflejó la incredulidad más absoluta.
El servicio de titulares del SkyWord ofrecía la noticia de una tragedia terrible. El vuelo 3223 de Western Airlines que volaba de Washington a Los Ángeles se había estrellado en un campo de Virginia; no había supervivientes.
Jason Archer sintió que se ahogaba. Abrió el maletín negro y buscó, frenético, el teléfono móvil.
– ¿Qué demonios está haciendo? -preguntó DePazza, tajante.
Jason le dio el mensáfono.
– Mi esposa cree que estoy muerto. Oh, Dios mío. Por eso me llamó. -Jason intentó abrir la funda del teléfono con las manos temblorosas.
DePazza miró el mensáfono. Leyó los titulares y murmuró en silencio la palabra «Mierda». Bueno, esto sólo aceleraría un poco el proceso, pensó. No le gustaba apartarse del plan establecido, pero era obvio que no tenía otra elección. Cuando volvió a mirar a Jason, sus ojos eran fríos y letales. Extendió una mano y le arrebató el teléfono a Jason. Metió la otra debajo de la americana y cuando la sacó empuñaba la mortífera Glock. Apuntó a la cabeza de Jason.
Jason vio el arma.
– Creo que no llamará a nadie -dijo DePazza sin desviar la mirada.
Atónito, Jason contempló cómo DePazza sujetaba una de sus mejillas y tiraba de la piel. El disfraz desapareció trozo a trozo. Al cabo de unos momentos, Jason tenía sentado a su lado a un hombre rubio de aproximadamente unos treinta años, nariz aguileña y piel clara. Pero los ojos mantenían el mismo color azul gélido. Su verdadero nombre, aunque casi nunca lo usaba, era Kenneth Scales. Era un psicópata asesino. Obtenía un gran placer al matar, y se deleitaba en los detalles que intervenían en aquel terrible proceso. Sin embargo, nunca lo hacía al azar, y jamás lo hacía gratis.
Habían tardado casi cinco horas en contener el incendio, y al final las llamas se retiraron por su propia voluntad después de haber consumido todo el combustible que estaba a su alcance. Las autoridades locales sólo agradecían que el incendio hubiera ocurrido en un campo alejado y desierto.
Un equipo del National Transportation Safety Board [Junta Nacional de Seguridad en el Transporte] vestidos con sus trajes protectores biológicos azules, caminaba lentamente por el perímetro exterior del accidente mientras las columnas de humo ascendían a las alturas y los bomberos atacaban los últimos focos del incendio. Todo el sector había sido acordonado con vallas de tráfico naranjas y blancas, detrás de las cuales se apiñaban los residentes de la zona, que contemplaban la escena con la típica mezcla de incredulidad, horror y morbosidad. Columnas de camiones de bomberos, coches de la policía, ambulancias, transportes de la Guardia Nacional pintados de verde oscuro y otros vehículos de emergencia estaban aparcados a ambos lados del campo. Los conductores de los furgones del depósito de cadáveres permanecían junto a sus vehículos, con las manos en los bolsillos. Sus servicios consistían únicamente en transportar los restos humanos extraídos del holocausto, si es que encontraban alguno.
El alcalde de la ciudad más cercana estaba con el granjero cuya tierra había recibido esta terrible intrusión desde las alturas. Detrás de ellos, dos camionetas Ford llevaban una matrícula que decía: «Yo sobreviví a Pearl Harbor». Y ahora, por segunda vez en sus vidas, sus rostros reflejaban el horror de la muerte súbita, terrible y masiva.
– Éste no es el escenario de un accidente. Es un maldito crematorio. -El veterano investigador meneó la cabeza cansado, se quitó la gorra con la iniciales NTSB y se enjugó la frente surcada de arrugas con la otra mano.
George Kaplan tenía cincuenta y un años, el pelo ralo y salpicado de canas, medía un metro setenta y comenzaba a tener barriga. Había sido piloto de combate en Vietnam, después piloto comercial durante muchos años, y se había incorporado a la NTSB cuando un amigo íntimo se había estrellado con un Piper de dos asientos contra la ladera de una colina después de haber estado a punto de colisionar con un 727 en medio de una espesa niebla. Fue entonces cuando Kaplan decidió que volaría menos y se ocuparía más en la prevención de accidentes.
George Kaplan había sido designado investigador jefe y éste era, desde luego, el último lugar en el mundo donde quería estar; pero, por desgracia, el lugar más indicado para buscar medidas de seguridad preventivas era el escenario de un accidente aéreo. Cada noche, los miembros de los equipos de investigación de la NTSB se iban a la cama con la vana ilusión de que nadie necesitaría sus servicios y rezaban para no tener que viajar nunca más a lugares lejanos para rebuscar entre los restos de otra catástrofe.
Mientras contemplaba la zona del choque, Kaplan hizo una mueca y volvió a menear la cabeza. Se echaba de menos el típico rastro de restos del aparato y de cuerpos, maletas, ropas y el millón de artículos diversos que encontrarían, clasificarían, catalogarían, analizarían y guardarían hasta que encontraran la razón de por qué un avión de ciento diez toneladas había caído a tierra. No tenían testigos, porque el accidente había ocurrido a primera hora de la mañana y el cielo estaba encapotado. Sólo habían pasado unos segundos entre la aparición del aparato a través de la capa de nubes y el choque contra el suelo.
En el lugar donde el avión se había clavado de morro, ahora había un cráter que según las excavaciones posteriores tenía una profundidad de diez metros, o una quinta parte de la longitud total del aparato. Este hecho ya era un terrorífico testimonio de la fuerza que había catapultado a tripulantes y pasajeros al otro mundo con espeluznante facilidad. Kaplan calculó que todo el fuselaje se había plegado como un acordeón, y los fragmentos reposaban ahora en las profundidades del cráter. Ni siquiera resultaba visible el timón de cola. Para complicar todavía más el problema, los restos estaban cubiertos de toneladas de tierra y roca.
Lo que quedaba en la superficie no podía reconocerse como un avión a reacción. A Kaplan le recordaba el accidente inexplicable del Boeing 737 de la United ocurrido en Colorado Springs en 1991. También había trabajado en aquella catástrofe como especialista en sistemas de aviación. Por primera vez en la historia de la NTSB, desde su conversión en agencia federal independiente en 1967 no había sido posible encontrar una causa probable para el accidente. Los «hojalateros», como se llamaban a sí mismos los investigadores de la NTSB, nunca lo habían superado. La similitud con el accidente en Pittsburgh de un Boeing 737 de US Air en 1994 sólo había aumentado sus sentimientos de culpa. Pensaban que si hubiesen resuelto el caso de Colorado, quizá hubieran evitado el de Pittsburgh. Y ahora esto.
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