David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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– Y más mierda para mañana por la noche. -Gamble miró de reojo a Rowe y soltó una bocanada de humo.

Sidney Archer anunció su intervención con un carraspeo.

– No si compras CyberCom, Nathan. -Gamble se volvió para mirarla-. Estarás en la cumbre durante los próximos diez años y triplicarás las ganancias en los primeros cinco.

– ¿De veras? -Gamble no parecía convencido.

– Ella tiene razón -señaló Rowe-. Tienes que comprender que nadie, hasta el momento, ha conseguido diseñar el software y los periféricos de comunicación que permitan al usuario obtener el máximo rendimiento de Internet. Todos se han arruinado en el intento. CyberCom lo ha conseguido. Por eso hay esta guerra tan terrible por hacerse con la compañía. Nosotros estamos en la posición adecuada para acabar con ella. Tenemos que hacerlo o también nos hundiremos.

– No me gusta que miren nuestras cuentas. Y se acabó. Somos una compañía privada en la que yo soy el principal accionista. Y el dinero en mano es el que manda. -Gamble miró con dureza a los dos jóvenes.

– Serán sus socios, Nathan -dijo Sidney-. No cogerán su dinero y se largarán como ocurrió en las otras compañías que ha comprado. Quieren saber en qué se meten. Tritón no cotiza en bolsa, así que no pueden ir al registro y pedir la información que quieren. Es una diligencia razonable. Se lo han pedido a todos los demás ofertantes.

– ¿Ha presentado mi última oferta en efectivo?

– Sí -contestó Sidney.

– Se mostraron muy impresionados y reiteraron la petición de los informes financieros de la compañía. Si se los damos, mejoramos un poco la oferta y redondeamos algunos incentivos, creo que cerraremos el trato.

– No hay ni una sola compañía que pueda tocarnos y ahora esa mierda de CyberCom quiere controlarme -gritó Gamble con la cara roja como un tomate mientras se levantaba.

– Nathan, sólo es un mero trámite. No tendrán ningún problema con Tritón; los dos lo sabemos. Acabemos con esto. No es que los registros no estén disponibles. Están mejor que nunca -dijo Rowe, visiblemente frustrado-. Jason Archer se encargó de la reorganización y ha hecho un trabajo estupendo. Un depósito lleno de papeles sin orden ni concierto. Todavía no me lo puedo creer. -Miró a Gamble con desprecio.

– Por si lo has olvidado, yo estaba demasiado ocupado ganando dinero como para perder el tiempo con un montón de papeles, Rowe. El único papel que me interesa es el de los billetes.

Rowe no hizo caso de la réplica de Gamble.

– Gracias al trabajo de Jason la diligencia se puede cumplir casi de inmediato. -Apartó con la mano el humo que el otro le echaba a la cara.

– ¿De veras? -Gamble miró furioso a Rowe y después repitió el gesto con Sidney-. A ver, ¿puede decirme alguien por qué no está presente Archer?

Sidney se puso pálida y, por primera vez en todo el día, se quedó sin respuestas.

– Jason se tomó unos días libres -intervino Rowe.

– De acuerdo, a ver si podemos hablar con él por teléfono y así sabremos a qué atenernos. -Se masajeó las sienes-. Quizá tengamos que darle una parte a CyberCom, o quizá no, pero no quiero darles nada que no sea estrictamente imprescindible. ¿Qué pasará si no cerramos el trato? ¿Qué pasará? -Miró furioso a todos los presentes.

– Nathan, nos ocuparemos de que un equipo de abogados revise cada uno de los documentos antes de entregárselos a CyberCom -le tranquilizó Sidney.

– Muy bien, pero ¿hay alguien que conozca mejor los registros que su marido? -Gamble miró a Rowe para que le diera la respuesta.

El joven encogió los hombros.

– Ahora mismo, no hay otro.

– Entonces, llámalo.

– Nathan…

Gamble interrumpió a Rowe sin contemplaciones.

– Caray, ¿es que el presidente de la compañía no puede pedirle a un empleado un informe? ¿Y por qué se ha tomado unos días libres cuando el asunto de CyberCom está que arde? -Miró bruscamente a Sidney-. No diré que me agrada tener a marido y mujer metidos en la misma adquisición, pero resulta que usted es la abogada más experta en el tema que conozco.

– Muchas gracias.

– No me dé las gracias porque este trato todavía no está cerrado. -Gamble se sentó y le dio una larga chupada al puro-. Llamemos a su marido. ¿Está en casa?

Sidney parpadeó varias veces y se acomodó mejor en la silla.

– Creo que en estos momentos no está.

– ¿Y cuándo estará? -preguntó Gamble, que miró su reloj.

– No estoy muy segura. -Se acarició distraída una ceja-. Lo llamé cuando hicimos el último descanso y no estaba.

– Bueno, lo intentaremos de nuevo.

Sidney lo miró. De pronto se sintió muy sola en la enorme sala. Suspiró para sus adentros y le entregó el mando a distancia a Paul Brophy, el joven abogado que trabajaba en la oficina de Nueva York. «Maldita sea, Jason -pensó-. Espero que tengas el nuevo trabajo bien amarrado porque por lo que se ve vamos a necesitarlo, cariño.»

Se abrió la puerta de la sala y una secretaria asomó la cabeza.

– Señora Archer, lamento interrumpir, pero ¿tiene algún problema con su billete de avión?

– No que yo sepa, Jan -respondió Sidney, intrigada-. ¿Por qué?

– Alguien de la compañía está al teléfono y quiere hablar con usted.

Sidney abrió el maletín, sacó el billete y le echó una ojeada. Miró a Jan.

– Es un billete abierto para el puente aéreo. ¿Por qué me llaman?

– ¿Podemos continuar con la reunión? -gritó Gamble.

Jan carraspeó, miró preocupada a Nathan Gamble y volvió a dirigirse a Sidney.

– La persona que llama insiste en hablar con usted. Quizá se han visto obligados a cancelar todos los vuelos. Nieva sin parar desde hace tres horas.

Sidney recogió otro mando a distancia y apretó un botón. Las cortinas automáticas que cubrían el ventanal se abrieron lentamente.

– ¡Vaya! -exclamó Sidney, desconsolada. Contempló cómo caían los gruesos copos de nieve. La nevada era tan fuerte que no se veían los edificios al otro lado de la calle.

– Todavía tenemos un apartamento en el Park, Sid, si tienes que quedarte y pasar la noche -dijo Paul Brophy, y añadió con una expresión ilusionada-: Quizá podríamos ir a cenar.

– No puedo -contestó ella sin mirarle.

Se sentó con un gesto de cansancio. Estuvo a punto de decir que Jason no se encontraba en la ciudad pero se contuvo. Sidney pensó deprisa. Era obvio que Gamble no lo dejaría pasar. Tendría que llamar a casa, confirmar lo que ya sabía: que Jason no estaba allí. Podrían irse todos a cenar y ella aprovechar la ocasión para llamar a Los Ángeles, empezando con las oficinas de AllegraPort. Ellos localizarían a Jason, él respondería a las preguntas de Gamble y, con un poco de suerte, ella y su marido se librarían con el orgullo un poco magullado y un principio de úlcera. Si los aeropuertos estaban cerrados, podía tomar el último tren expreso. Calculó rápidamente lo que tardaría en llegar. Tendría que llamar a la guardería. Karen podía llevarse a Amy a su casa. En el peor de los casos, Amy podía quedarse a dormir con la maestra. Esta pesadilla logística reforzó todavía más el anhelo de Sidney de disfrutar de una vida más sencilla.

– Señora Archer, ¿acepta la llamada?

La voz de la secretaria la devolvió a la realidad.

– Lo siento, Jan, pásamela aquí. Y, Jan, a ver si puedes conseguirme un pasaje en el último expreso, por si han cerrado La Guardia.

– Sí, señora.

Jan cerró la puerta, y un par de segundos después una luz roja se encendió en el teléfono que Sidney tenía delante.

Paul Brophy sacó la cinta de vídeo y volvió a encender la televisión. Las voces en la pantalla resonaron en la sala. El abogado apretó el botón de sonido mudo que tiene el mando a distancia y entonces se hizo el silencio.

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