David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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Sidney miró a través de la ventanilla por un momento.

– Estoy segura de que los pilotos lo tienen muy presente -señaló.

Sidney suspiró para sus adentros. Lo que menos necesitaba era estar sentada junto a un pasajero nervioso. Volvió a ocuparse de sus notas y echó un vistazo rápido a su presentación antes de que las azafatas hicieran que todos guardaran sus pertenencias debajo de los asientos. En cuanto la vio aparecer guardó los papeles en el maletín y lo metió debajo del asiento que tenía delante. Miró a través de la ventanilla las aguas oscuras y turbulentas del Potomac. Las bandadas de gaviotas que sobrevolaban el río parecían a los lejos como trozos de papel arrastrados por el viento. El capitán anunció por el intercomunicador que el avión de USAir era el siguiente en la cola de despegue.

Unos segundos más tarde, el avión realizó un despegue impecable. Viró a la izquierda para evitar la zona de vuelo prohibido por encima del Capitolio y la Casa Blanca, y comenzó el ascenso hacia la altitud de crucero.

El avión se niveló al llegar a los diez mil metros de altura y las azafatas pasaron con el carrito de bebidas. Sidney se hizo con una taza de té y una bolsa de cacahuetes salados. El hombre mayor no quiso beber nada y siguió mirando nervioso a través de la ventanilla.

Sidney recogió el maletín dispuesta a aprovechar la siguiente media hora. Se arrellanó en el asiento y sacó algunos papeles del maletín. Mientras comenzaba a leerlos observó que el anciano no dejaba de mirar el exterior; el cuerpo tenso saltaba con cada brinco del aparato, atento a cualquier sonido anormal que anunciara la catástrofe. Las venas le abultaban en el cuello y se le veían los nudillos blancos de la presión que ejercían las manos contra los brazos del asiento. La expresión de Sidney se suavizó. Estar asustado ya era bastante malo y la sensación de estar solo en el miedo complicaba las cosas. Tendió una mano y le palmeó el brazo al tiempo que sonreía. Él volvió la cabeza y respondió a la sonrisa, con un poco de vergüenza.

– Los pilotos han hecho este vuelo centenares de veces. Estoy segura de que se conocen todos los trucos -comentó ella con voz tranquila.

El sonrió una vez más y se frotó las manos para devolverles la circulación.

– Tiene toda la razón, señora.

– Sidney, Sidney Archer.

– Yo me llamo George Beard. Mucho gusto, Sidney.

Se dieron un fuerte apretón de manos.

Beard miró de pronto las nubes desgarradas. La luz del sol era muy fuerte. Bajó hasta la mitad la cortina de la ventanilla.

– Llevo tantos años volando que lo lógico sería estar acostumbrado.

– Puede ser una experiencia dura para cualquiera, George, por mucho que la repita -comentó Sidney en un tono comprensivo-. Pero no tan terrible como los taxis que tendremos que coger para ir a la ciudad.

Ambos se rieron. Entonces Beard dio un saltito cuando el avión entró en otra bolsa de aire y su rostro adquirió una vez más un tono ceniciento.

– ¿Viaja a menudo a Nueva York, George?

Sidney intentó que no se separaran sus miradas. En el pasado nunca le habían preocupado los medios de transporte. Pero desde que había tenido a Amy, sentía una ligera aprensión cuando subía a un avión o a un tren, e incluso cuando conducía el coche. Observó el rostro de Beard mientras el hombre volvía a ponerse tenso con los saltos del avión.

– George, no pasa nada. Sólo es una pequeña turbulencia.

Él inspiró con fuerza y, por fin, la miró a los ojos.

– Estoy en la junta directiva de un par de compañías con sede en Nueva York. Tengo que ir allí dos veces al año.

Sidney echó una ojeada a los documentos y de pronto recordó una cosa. Frunció el entrecejo. Había un error en la página cuatro. Tendría que corregirlo cuando llegara a la ciudad. George Beard le tocó el brazo.

– Supongo que hoy no nos pasará nada. Me refiero a que ¿cuántas veces se producen dos catástrofes en un mismo día? Dígamelo.

Sidney, preocupada, no le respondió en el acto. Por fin se volvió hacía él con los ojos entrecerrados.

– ¿Perdón?

Beard se inclinó hacia ella en una actitud confidencial.

– A primera hora de la mañana tomé el puente aéreo desde Richmond. Llegué al Nacional sobre las ocho. Oí a dos pilotos que hablaban. No me lo podía creer. Estaban nerviosos, se lo juro. Caray, yo también lo hubiera estado.

El rostro de Sidney reflejó su confusión.

– ¿De qué está hablando?

Beard se inclinó un poco más.

– No sé si esto ya es del conocimiento público, pero mi audífono funciona mucho mejor con las pilas nuevas, así que aquellos tipos quizá pensaron que no podía oírles. -Hizo una pausa teatral y miró atentamente a su alrededor antes de mirar otra vez a Sidney-. Esta mañana hubo un accidente aéreo. No hay supervivientes. -Las cejas blancas y gruesas se movían como la cola de un gato.

Por un instante, todos los órganos importantes de Sidney parecieron dejar de funcionar.

– ¿Dónde?

– No pude oírlo. -Beard meneó la cabeza-. Sin embargo, era un reactor, uno bastante grande. Al parecer, se cayó sin más. Supongo que por eso los tipos estaban tan nerviosos. No saber por qué es terrible, ¿verdad?

– ¿Sabe la compañía?

– No, pero no tardaremos en saberlo. -Volvió a menear la cabeza-. Lo dirán en la televisión cuando lleguemos a Nueva York. Llamé a mi esposa desde el aeropuerto para decirle que estaba bien. Demonios, ella ni siquiera se había enterado, pero no quería que se preocupara cuando dieran la noticia en la televisión.

Sidney miró la corbata roja del viejo. De pronto la vio como una enorme herida sangrante en la garganta. Las posibilidades… No, era imposible. Meneó la cabeza y miró al frente. Delante tenía la solución rápida a su preocupación. Metió la tarjeta de crédito en la ranura del asiento que tenía delante, cogió el auricular del teléfono y marcó el número del mensáfono SkyWord de Jason. No tenía el número de su nuevo teléfono móvil; de todas maneras, él acostumbraba a desconectar el teléfono en los vuelos. Las azafatas le habían llamado la atención en dos ocasiones por recibir llamadas telefónicas en vuelo. Sidney rogó a Dios que su marido se hubiera acordado de llevar el mensáfono. Miró la hora. En estos momentos estaría volando por el Medio Oeste, pero como la transmisión se hacía vía satélite, el mensáfono recibiría la llamada sin inconvenientes. Sin embargo, él no podría responder a la llamada desde el teléfono del avión porque el 737 en el que viajaba ella no estaba equipado con la tecnología adecuada. Así que dejó el número de la oficina. Esperaría diez minutos y llamaría a la secretaria.

Pasaron los diez minutos y llamó a la oficina. La secretaria cogió el teléfono a la segunda llamada. No, su esposo no había llamado. Ante la insistencia de Sidney, la secretaria comprobó el buzón de voz. Tampoco había ningún mensaje. La secretaria no estaba enterada de ningún accidente aéreo. Sidney se preguntó si George Beard no habría interpretado mal la conversación de los pilotos. Probablemente el hombre se había imaginado todo tipo de catástrofes, pero ella necesitaba estar segura. Se esforzó hasta recordar el nombre de la compañía en la que volaba su marido. Llamó a información y consiguió el número de United Airlines. Por fin consiguió hablar con una empleada que le confirmó que la compañía tenía un vuelo matutino de Dulles a Los Ángeles pero que no tenía información sobre ningún accidente aéreo. La mujer parecía estar poco dispuesta a discutir el tema por teléfono y Sidney colgó llena de nuevas dudas. Después llamó a American y, luego, a Western Airlines. No consiguió hablar con ninguna de las dos compañías. Las líneas estaban permanentemente ocupadas. Lo intentó otra vez, con el mismo resultado. Notó un entumecimiento por todo el cuerpo. George Beard le tocó el brazo.

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