David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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Capítulo 5

Sidney Archer tocó la bocina impaciente y el coche que tenía delante aceleró para cruzar el semáforo en verde. Echó un vistazo al reloj del tablero. Tarde como siempre. En un movimiento reflejo miró el espejo retrovisor del Ford Explorer. Amy, con el osito Winnie bien sujeto en una de sus pequeñas manos, dormía profundamente en la silla portabebés. Amy tenía el pelo rubio, la barbilla fuerte y la nariz afilada de la madre. Los picaros ojos azules y mucha de su gracia atlética le venían del padre, aunque Sidney Archer había sido en la universidad uno de los pivots del equipo de baloncesto femenino.

Entró en el aparcamiento cubierto y aparcó el coche delante de un edificio de ladrillos de una sola planta. Se apeó, abrió la puerta trasera del Ford y sacó a Amy de la silla sin olvidarse del osito y la bolsa de la niña. Sidney le subió la capucha del abrigo y protegió del viento frío el rostro de su hija con su abrigo. El cartel encima de las puertas de cristal decía: PARVULARIO DEL CONDADO JEFFERSON.

En el interior, Sidney le quitó el abrigo a Amy, aprovechó la ocasión para limpiar los restos de los cereales, y comprobó el contenido de la bolsa antes de entregársela a Karen, una de las puericultoras. El mono blanco de Karen estaba manchado de cera roja en el pecho, y tenía una mancha de lo que parecía mermelada en la manga derecha.

– Hola, Amy. Tenemos unos juguetes nuevos que te encantará probar. -Karen se arrodilló delante de la niña. Amy la miró con su osito en una mano y el pulgar de la otra en la boca.

– Puré de calabacín y zanahoria, zumo y un plátano -dijo Sidney con la bolsa en alto-. Si se porta muy bien le puedes dar unas patatas fritas y una galleta de chocolate. Déjala dormir la siesta un poco más, Karen, ha pasado mala noche.

Karen le ofreció un dedo a Amy para que se sujetara.

– De acuerdo, señora Archer. Amy siempre se porta bien, ¿no es así?

Sidney se agachó para darle un beso a la niña.

– En eso tienes razón. Excepto cuando no quiere comer, dormir o hacer lo que le dicen.

Karen era madre de un niño de la misma edad de Amy. Las dos madres intercambiaron una sonrisa experta.

– Vendré a buscarla alrededor de las siete y media, Karen.

– No hay problema.

– Adiós, mami, te quiero.

Sidney volvió la cabeza y vio a Amy que la despedía agitando la mano. En la distancia, parecía un bulto adorable, y la ternura que provocó en Sidney le hizo olvidar el enfado del desayuno. Respondió afectuosa al saludo.

– Yo también te quiero. Esta noche tomaremos helado de postre. Y estoy segura de que papá llamará por teléfono, ¿vale?

Una sonrisa maravillosa apareció en el rostro de Amy.

Media hora más tarde, Sidney entró en el aparcamiento de su oficina, recogió el maletín, cerró la portezuela del coche de un golpe y corrió hacia el ascensor. El viento helado que soplaba en el aparcamiento subterráneo alegró sus pensamientos. Muy pronto volverían a encender el viejo hogar de piedra en la sala. Le encantaba el olor de la madera al arder; era reconfortante y le hacía sentir segura. La proximidad del invierno le hizo pensar en Navidad. Éste sería el primer diciembre en el que Amy se daría cuenta de que era un tiempo muy especial. Sidney se entusiasmó cada vez más con la proximidad de las vacaciones. Irían a pasar el día de Acción de Gracias con sus padres, pero este año Jason, Sidney y Amy estarían en casa para Navidad. Los tres solos. Delante del fuego con un árbol de Navidad bien grande y una montaña de regalos para su hijita.

Aunque Sidney se había reprochado a sí misma por el retraso, sólo eran las ocho menos cuarto cuando salió del ascensor.

A pesar de su condición de empleada a tiempo parcial, era una de las abogadas más trabajadoras del bufete. Los socios principales de Tylery Stone sonreían cada vez que pasaban por delante de la oficina de Sidney Archer, satisfechos porque sus partes del pastel eran cada vez más grandes gracias a sus esfuerzos. Aunque ellos probablemente creían que la estaban utilizando, Sidney tenía sus propios planes. Este trabajo sólo era un paso intermedio. Siempre podría practicar su profesión; sin embargo, tenía una única oportunidad de ser la madre de Amy mientras ella todavía era pequeña.

La vieja casa de piedra y ladrillo la habían comprado casi a mitad de precio porque necesitaba una rehabilitación a fondo. Los trabajos los habían acabado tras dos años después de feroces discusiones con los subcontratistas. Habían cambiado el Jaguar por el destartalado Ford de seis años. Habían gastado casi todo el dinero de los créditos para estudiantes, y habían reducido los gastos mensuales casi en un cincuenta por ciento a través de muchos sacrificios y sentido común. Dentro de un año los Archer no tendrían deudas.

Volvió a pensar en las primeras horas de la mañana. Las noticias de Jason habían sido una bomba. Pero apenas sí pudo dominar la sonrisa al considerar las posibilidades. Estaba orgullosa de Jason. Él se merecía el éxito más que nadie. Todo indicaba que éste sería un buen año. Tantas noches de trabajar hasta muy tarde… Sin duda, había estado dando los toques finales a su trabajo. ¡Cuántas horas de preocupación innecesaria por su parte! Ahora le sabía mal haberle colgado el teléfono. Se encargaría de recompensarlo cuando él regresara.

Sidney abrió la puerta, recorrió a buen paso el pasillo y entró en su oficina. Comprobó el correo electrónico y no había mensajes urgentes. Llenó el maletín con los documentos que necesitaba para el viaje, recogió los pasajes de avión de la silla donde los había dejado su secretaria y guardó el ordenador portátil en la funda. Dictó un montón de instrucciones en el buzón de voz para su secretaria y los cuatro abogados del bufete que colaboraban con ella en diversos asuntos. Con paso vacilante por el peso que cargaba entró en el ascensor.

Sidney presentó su billete en la mesa de embarque de USAir en el aeropuerto Nacional y unos minutos más tarde se acomodaba en su butaca en un Boeing 737. Confiaba en que el avión despegara puntual para el viaje de cincuenta y cinco minutos escasos al aeropuerto La Guardia en Nueva York. Por desgracia, se tardaba casi lo mismo para ir en coche desde el aeropuerto a la ciudad que para atravesar los trescientos setenta kilómetros que separaban la capital de la nación de la capital del mundo financiero.

El vuelo, como de costumbre, estaba lleno. Mientras se sentaba, se fijó en que el asiento contiguo lo ocupaba un hombre mayor vestido con un anticuado traje a rayas con chaleco. Una corbata roja con el nudo ancho contrastaba con la pechera almidonada de la camisa blanca. Sobre los muslos tenía una vieja cartera de cuero. Las manos delgadas y nerviosas se abrían y cerraban mientras él miraba a través de la ventanilla. Pequeños mechones de pelo blanco asomaban por debajo de los lóbulos de las orejas. El cuello de la camisa le bailaba alrededor del cuello delgado y flácido como trozos de papel despegado de la pared. Sidney observó las gotas de sudor que perlaban el labio superior y la sien izquierda.

El avión inició la carrera hacia la pista principal. El ruido de los alerones que se colocaban en la posición de despegue pareció calmar al hombre, que se volvió hacia Sidney.

– Eso es lo único que quiero escuchar -afirmó con una voz profunda y el deje de los que han pasado toda su vida en el sur.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Sidney con curiosidad.

– Me aseguro de que no se olviden de bajar los malditos alerones para que esta cosa se levante del suelo -respondió él al tiempo que señalaba el exterior-. ¿Recuerda aquel avión en Detroit? -Pronunció la palabra como si en realidad fueran dos-. Los malditos pilotos se olvidaron de poner los alerones en la posición correcta y mataron a todos los que iban a bordo excepto a aquella niñita.

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