David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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El autobús a la terminal de vuelos nacionales estaba lleno hasta un poco más de la mitad. Jason se sumó a los hombres y mujeres vestidos como él: trajes oscuros, toques de color en el cuello, sujetando cansados los carritos con el equipaje de mano.

Jason no soltó en ningún momento la cartera; sujetaba el maletín negro entre las rodillas. De vez en cuando echaba una ojeada al interior del autobús y contemplaba a los ocupantes somnolientos. Después volvía a mirar el periódico mientras el vehículo se bamboleaba camino de la terminal.

Jason controló la hora mientras esperaba sentado en la gran sala delante de la puerta 11. Faltaba poco para embarcar. Miró a través de los ventanales la hilera de aviones de la Western Airlines pintados a rayas amarillas y marrones que los operarios preparaban para los primeros vuelos de la mañana. Bandas de color rosa aparecían en el cielo a medida que el sol ascendía lentamente para iluminar la costa este. Afuera, el viento soplaba con fuerza contra los gruesos cristales; los operarios se inclinaban hacia delante para oponerse al empuje invisible de la naturaleza. Estaban a las puertas del invierno y muy pronto las ventiscas y la nieve dominarían la región hasta el próximo mes de abril.

Sacó la tarjeta de embarque del bolsillo interior del abrigo y leyó el texto: «Vuelo 3223 de la Western Airlines directo al aeropuerto internacional de Los Ángeles con salida desde el aeropuerto internacional Dulles de Washington». Jason había nacido y se había criado en la zona de Los Ángeles, pero no había estado allí desde hacía más de dos años. Al otro lado de la inmensa nave de la terminal anunciaban el embarque para el vuelo de Western Airlines con destino a Seattle con escala en Chicago. Jason, inquieto, se pasó la lengua por los labios. Tragó saliva un par de veces porque notaba la garganta seca. Mientras se acababa el café, hojeó el periódico leyendo sin mucha atención los titulares sobre las catástrofes y miserias colectivas del mundo que aparecían en todas las páginas.

Jason abandonó la lectura de los titulares para fijarse en un hombre que avanzaba con paso decidido por el centro de la sala de espera. Medía un metro ochenta de estatura, era delgado y tenía el pelo rubio. Vestía un abrigo de pelo de camello y pantalones grises anchos. Una corbata idéntica a la de Jason asomaba por el cuello del abrigo. Lo mismo que Jason, llevaba una cartera de cuero y un maletín metálico negro. En la mano que sostenía el maletín también llevaba un sobre blanco.

Jason se levantó deprisa y caminó hacia los lavabos que acababan de reabrir después de limpiarlos.

Entró en el último reservado, cerró la puerta con el cerrojo y colgó el abrigo en la percha de la puerta; abrió la cartera, sacó una bolsa plegable de gran tamaño y un espejo pequeño. Lo sujetó en la mampara con un imán, adherido en la parte de atrás. A continuación cogió unas gafas oscuras de montura gruesa para reemplazar las suyas de montura de alambre, y un bigote negro. Una peluca de pelo corto negro hacía juego con el bigote. Se quitó la corbata y la americana, las metió en la bolsa y se puso una sudadera de los Washington Huskies. Luego se quitó los pantalones grises y dejó a la vista un pantalón de chándal a juego con la sudadera. El abrigo era reversible y en lugar de color arena se convirtió en azul oscuro. Jason comprobó una vez más su aspecto en el espejo. La cartera, el maletín metálico y el espejo desaparecieron en la bolsa. Dejó el sombrero colgado en la percha. Quitó el cerrojo, salió del reservado y se acercó a uno de los lavabos.

Después de lavarse las manos, Jason contempló su rostro en el espejo. En el reflejo vio al hombre alto y rubio entrar en el reservado que él acababa de abandonar. Jason se tomó unos instantes para secarse bien las manos y atusarse la nueva cabellera. Para entonces el hombre ya había salido del reservado con el sombrero de Jason en la cabeza. Sin el disfraz, Jason y el hombre hubieran pasado por mellizos. Tropezaron al salir de los lavabos. Jason murmuró una disculpa; el hombre ni siquiera le miró. Se alejó a paso rápido con el billete de avión de Jason en el bolsillo de la camisa, mientras Jason guardaba el sobre blanco en un bolsillo del abrigo.

Jason estaba a punto de regresar a su asiento cuando miró hacia la batería de teléfonos públicos. Vaciló un instante y al final fue hasta uno de los teléfonos y marcó un número.

– ¿Sid?

– ¿Jason? -preguntó ella mientras intentaba acabar de vestirse, dar el desayuno a la revoltosa Amy y meter unos carpetas en su maletín-. ¿Qué pasa? ¿Hay demora en el vuelo?

– No, no, saldrá dentro de unos minutos. -Hizo una pausa al ver su nuevo aspecto reflejado en el metal pulido del teléfono. Le daba vergüenza hablar con su esposa disfrazado.

– ¿Pasa algo malo? -le preguntó ella, muy ocupada en ponerle el abrigo a la pequeña.

– No, no. Sólo se me ha ocurrido llamar para saber cómo van las cosas.

El gruñido exasperado de Sidney se oyó con toda claridad.

– Yo te diré cómo van las cosas: se me hace tarde, como siempre tu hija se niega a colaborar, y acabo de darme cuenta de que me he dejado el billete de avión y algunos documentos que necesito en el despacho, con lo cual en lugar de tener media hora de sobra sólo me quedan unos diez segundos.

– Yo… lo siento, Sid. Yo… -Jason sujetó con fuerza la bolsa. Hoy era el último día, y lo repitió: el último día. Si le pasaba alguna cosa, si por algún motivo, a pesar de las precauciones, no conseguía regresar, ella nunca sabría la verdad.

Sidney estaba furiosa. Amy acababa de derramar el bol de cereales sobre su abrigo y buena parte de la leche había ido a parar al maletín con los documentos, mientras ella intentaba sujetar el teléfono debajo de la barbilla.

– Tengo que dejarte, Jason.

– No, Sid, espera. Necesito decirte algo…

Sidney se puso de pie. Su tono no daba lugar a ninguna alternativa mientras contemplaba el desastre provocado por su hija de dos años, que ahora la miraba desafiante alzando la barbilla que se parecía mucho a la suya.

– Jason, lo que sea tendrá que esperar. Yo también tengo que coger un avión. Adiós.

Colgó el teléfono, cogió a la niña, se la puso bien sujeta debajo del brazo y se dirigió a la puerta.

Jason también colgó el teléfono y se volvió. Dejó escapar un suspiro y por enésima vez rezó para que todo saliera de acuerdo con lo planeado. No se fijó en un hombre que miró distraído en su dirección antes de volverse. Un poco antes, el mismo hombre se había cruzado con Jason cuando él se dirigía a los lavabos, lo bastante cerca como para leer la tarjeta de identificación sujeta a la bolsa de viaje. Era un descuido pequeño pero significativo por parte de Jason, porque la tarjeta consignaba su nombre y dirección reales.

Unos minutos más tarde, Jason estaba en la cola de embarque. Sacó el sobre blanco que le había dado el hombre en los lavabos y extrajo el billete que contenía. Se preguntó cómo sería Seattle. Miró a través de la sala a tiempo para ver a su sosia embarcar en el vuelo a Los Ángeles. Entonces Jason vio a otro pasajero del mismo vuelo. Alto, delgado, calvo y una barba abundante en el rostro cuadrado. Las facciones muy expresivas le resultaban conocidas, pero el hombre desapareció por la puerta de embarque antes de que Jason tuviera la ocasión de recordarlo. El joven se encogió de hombros, entregó la tarjeta de embarque y caminó por la pasarela hasta el avión.

Apenas media hora más tarde, mientras el avión en el que viajaba Arthur Lieberman se estrellaba contra el suelo y las espesas columnas de humo ascendían hacia el cielo, a centenares de kilómetros más al norte, Jason Archer bebía un trago de café y abría su ordenador portátil. Con una sonrisa, miró a través de la ventanilla del avión que volaba hacia Chicago. La primera parte del viaje había transcurrido sin problemas, y el capitán acababa de anunciar que el tiempo sería bueno a lo largo de toda la ruta.

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