David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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– ¿Un ácido corrosivo? -preguntó el agente especial.

– Te apuesto una cena a que eso será lo que encontraremos, Lee. Los depósitos de combustible están hechos con una estructura de aleación de aluminio consistente en los largueros de delante y atrás y las partes superior e inferior del ala. El grosor de las paredes varía alrededor de la estructura. Hay varios ácidos capaces de corroer sin problemas una aleación blanda como ésta.

– Vale, es ácido; pero tuvo que ser un ácido de acción lenta, y depende de la hora en que lo pusieran, para que el avión tuviera tiempo de elevarse.

– Eso es -respondió Kaplan-. El radiofaro de respuesta envía continuamente la altitud del avión al control de tráfico aéreo. Sabemos que el aparato había alcanzado la altitud de crucero unos minutos antes de la explosión.

– El tanque se perfora en algún punto durante el vuelo -añadió Sawyer, que continuaba con su razonamiento-. El combustible se derrama. Muy inflamable y explosivo. Entonces, ¿qué lo encendió? Quizá la turbina no estaba en llamas, pero ¿qué me dices del calor que desprende?

– Ni hablar. ¿Sabes el frío que hace a doce mil metros de altura? Ríete de Alaska. Además, la cubierta del motor y los sistemas de refrigeración disipan casi todo el calor que sale de la turbina. Y puedes estar bien seguro de que el calor que genera no irá a parar al interior del ala. Recuerda que tienes metido allí dentro un maldito tanque de combustible. Está muy bien aislado. Además, si se produce una fuga, el combustible volará hacia atrás, y no hacia delante, y por debajo del ala donde está la turbina. No, si yo quisiera derribar un avión de esta manera, no me fiaría ni un pelo de utilizar el calor de la turbina como detonador. Me buscaría algo más seguro.

– En el caso de producirse una fuga, ¿no se sellaría automáticamente? -preguntó Sawyer.

– En algunas secciones del tanque la respuesta sería sí. Pero no es así en otras, incluida ésta donde tenemos el agujero.

– De acuerdo, si lo derribaron como tú dices, y ahora mismo creo que tienes razón, tendremos que buscar a todos los que tuvieron acceso al aparato al menos durante las veinticuatro horas anteriores a su último vuelo. Habrá que ir con pies de plomo. Parece un trabajo interno, así que no debemos espantarlo. Si hay alguien más involucrado, quiero pillar hasta el último hijo de puta.

Sawyer y Kaplan volvieron a sus coches. El hombre de la NTSB miró al agente especial.

– Te veo muy dispuesto a aceptar mi teoría del sabotaje, Lee.

Sawyer conocía un factor que hacía mucho más creíble la posibilidad de un atentado.

– Tendremos que conseguir las pruebas -replicó sin mirar a su amigo-. Pero, sí, creo que tienes razón. Pensé lo mismo en cuanto encontraron el ala.

– ¿Por qué diablos haría alguien algo así? Entiendo que los terroristas secuestren o atenten contra un vuelo internacional, pero éste era un maldito vuelo interior. No lo entiendo.

Sawyer le detuvo justo en el momento en que Kaplan iba a subir al coche.

– Quizá te parezca más lógico si quieres matar a un tipo determinado y de una manera espectacular.

– ¿Derribar todo un avión para matar a un tipo? -exclamó Kaplan, incrédulo-. ¿Quién coño estaba a bordo?

– ¿Te suena el nombre de Arthur Lieberman?

Kaplan pensó unos segundos sin resultado.

– Me suena como muy conocido, pero no sé de qué.

– Verás, si fueses un alto ejecutivo de un banco de inversiones, agente de Bolsa, o uno de los congresistas que forman parte del comité de economía y finanzas, lo sabrías. En realidad, era la persona más poderosa de Estados Unidos, quizá del mundo entero.

– Creía que la persona más poderosa de este país era el presidente.

– No -le corrigió Sawyer con una sonrisa severa-. Era Arthur Lieberman, el tipo con la S de Superman en el pecho.

– ¿Quién era?

– Arthur Lieberman era el presidente de la Reserva Federal. Ahora es una víctima de homicidio junto con otras ciento ochenta más. Y tengo la corazonada de que era él el único al que querían matar.

Capítulo 13

Jason Archer no sabía dónde estaba. El viaje en la limusina le había parecido eterno, y DePazza, o como se llamase de verdad, le había vendado los ojos. El cuarto donde se encontraba era pequeño. Había una gotera en un rincón y el aire olía a moho. Se sentó en una silla desvencijada delante de la única puerta. No había ventanas. La única luz provenía de una bombilla colgada del techo. Le había quitado el reloj, así que no sabía qué hora era. Los secuestradores le traían comida a intervalos muy irregulares, cosa que dificultaba hacer un cálculo aproximado del tiempo transcurrido.

Una de las veces, cuando le trajeron la comida, Jason había visto en la habitación contigua, que era idéntica a la que ocupaba, su ordenador portátil y el teléfono móvil sobre una mesita al lado de la puerta. Le habían quitado la maleta plateada. Ahora estaba convencido de que no había habido nada en ella. Comenzaba a ver claro lo que estaba pasando. ¡Caray, menudo gilipollas! Pensó en su esposa y en su hija, y deseó con desesperación estar con ellas otra vez. ¿Qué pensaría Sidney de lo que le había ocurrido? Apenas si conseguía comprender las emociones que debía sentir en estos momentos. Si él le hubiese dicho la verdad… Ahora podría ayudarle. Suspiró. El problema estaba en que decirle cualquier cosa la hubiese puesto en peligro. Eso era algo que él nunca haría, aunque significase no volver a verla nunca más. Se enjugó las lágrimas mientras aceptaba la idea de la separación eterna. Se levantó y estiró los músculos.

Todavía no estaba muerto, si bien la catadura de sus captores no daba pie a muchas esperanzas. No obstante, a pesar de las precauciones habían cometido un error. Jason se quitó las gafas, las dejó en el suelo y las aplastó con el tacón del zapato. Recogió uno de los trozos de cristal, lo sujetó entre los dedos, se acercó a la puerta y golpeó.

– Eh, ¿pueden darme algo de beber?

– Calla. -La voz sonó enojada. No era DePazza, sino el otro hombre.

– Escucha, maldita sea, tengo que tomar un medicamento y necesito algo con qué tragarlo.

– Prueba con la saliva. -Era la misma voz. Jason oyó una carcajada.

– Las píldoras son demasiado grandes -gritó Jason, con la esperanza de que alguien más pudiera oírle.

– Jódete.

Jason oyó cómo su interlocutor pasaba las páginas de una revista.

– Fantástico, no me las tomo y me muero aquí mismo. Son para la presión alta y ahora mismo la mía está al máximo.

Se oyó el ruido de una silla y el tintineo de unas llaves.

– Apártate de la puerta.

Jason lo hizo, pero no se alejó mucho. Se abrió la puerta. El hombre tenía las llaves en una mano y en la otra empuñaba una pistola.

– ¿Dónde tienes las píldoras? -preguntó con una mirada de desconfianza.

– En la mano.

– Muéstramelas.

Jason meneó la cabeza.

– No me lo creo.

Mientras avanzaba, abrió la mano y la extendió. El hombre desvió la mirada y Jason aprovechó el descuido para descargar un puntapié contra la mano del hombre y la pistola voló por los aires.

– ¡Mierda! -chilló el pistolero.

Se lanzó sobre Jason, que lo recibió con un gancho perfecto. El fragmento de cristal alcanzó al hombre en la mejilla. Soltó un aullido de dolor y retrocedió tambaleándose, con el rostro lleno de sangre que manaba de la herida con los bordes desgarrados.

El hombre era grande, pero hacía mucho que los músculos habían comenzado a convertirse en grasa. Jason lo atacó con la fuerza de un martinete, y lo arrinconó contra la pared. La pelea duró hasta que Jason consiguió hacerlo girar y estrellarle la cara contra el muro. Otro golpe idéntico y dos tremendos puñetazos en los riñones bastaron para que el hombre cayera al suelo inconsciente.

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