David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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– Papaíto no está, cariño -dijo, sin poder dominar el temblor en la voz-. Ahora estamos tú y yo solas, ¿vale? ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer?

– ¿Papá? ¿Papá trabajo? -insistió Amy con un dedo regordete apoyado en la foto. Sidney levantó a la niña y la sentó en la falda.

– ¿Sabes a quiénes verás hoy?

En el rostro de Amy apareció una expresión expectante.

– Abuelos y Mimi.

La boca de la niña formó un óvalo y después sonrió. Asintió entusiasmada y lanzó un beso hacia la nevera, donde había una foto de los abuelos sujeta a la puerta con un imán.

– Abuelos y Mimi.

Sidney quitó con cuidado la foto de Jason de la mano de Amy y le acercó el bol con la papilla de avena.

– Ahora tienes que comer antes de marcharte, ¿de acuerdo? Tienen miel y mantequilla como a ti te gusta.

– Me la comeré, me la comeré. -Amy se puso de pie sobre la falda de la madre y de allí pasó a la trona. Empuñó la cuchara y la sumergió hambrienta en la papilla.

Con un suspiro, Sidney se cubrió los ojos. Intentó dominar el cuerpo pero los sollozos la hicieron estremecer. Por fin, abandonó la cocina llevándose la foto. Corrió escaleras arriba, entró en el dormitorio, guardó la foto en el cajón superior de la cómoda para después arrojarse sobre la cama y echarse a llorar con el rostro apretado contra la almohada.

Pasaron cinco minutos de llanto ininterrumpido. Por lo general, Sidney controlaba los movimientos de Amy por la casa con la precisión de un radar. Esta vez no se enteró de la presencia de la niña hasta que sintió la manita que le tiraba del brazo. Amy se había acostado junto a la madre, con la cara hundida en el hombro de Sidney.

Amy vio las lágrimas y gimió: «Buu, buu, buu…», mientras las tocaba. Sujetó el rostro de la madre entre sus manitas y comenzó a llorar mientras se esforzaba por formar las palabras. «¿Mamita, triste?» Unieron las caras y se mezclaron las lágrimas. Después de un rato, Sidney se rehízo, abrazó a la niña y la acunó. Amy tenía un resto de papilla pegado al labio. Sidney se maldijo por no saber controlarse, por haber hecho llorar a su hija, pero nunca antes había experimentado una emoción tan fuerte.

Por fin, cesaron los espasmos. Sidney se frotó los ojos por enésima vez y comprobó que ya no le quedaban más lágrimas. Al cabo de unos minutos, llevó a la niña al baño, le limpió la cara y le dio un beso.

– Se acabó, cariño, mamá ya está bien. Basta de llorar.

Sidney recogió unos cuantos juguetes de la bañera para Amy, y mientras la niña se entretenía, aprovechó para darse una ducha y cambiarse. Se vistió con una falda larga y un jersey de cuello alto.

Los padres de Sidney se presentaron puntualmente a las nueve. La maleta de Amy ya estaba preparada y la niña lista para la marcha. Caminaron hasta el coche. El padre de Sidney llevaba la maleta de Amy y la niña iba de la mano de su abuela.

Bill Patterson pasó un brazo robusto por los hombros de su hija. Los ojos hundidos y la espalda un tanto encorvada eran una muestra del dolor que le producía la tragedia.

– Demonios, cariño, no me lo puedo creer. Hace sólo dos días que hablé con él. Este año íbamos a ir a pescar en el hielo. En Minnesota. Los dos solos.

– Lo sé, papá, me lo dijo. Estaba muy entusiasmado.

Sidney se encargó de sujetar a la niña en la silla mientras el abuelo cargaba la maleta. Le dio el osito de peluche y después la besó con ternura.

– Te veré muy pronto, muñequita. Mamá te lo promete.

Sidney cerró la puerta. Su madre la cogió de la mano.

– Sidney, por favor, ven con nosotros. No está bien que te quedes aquí sola. Por favor.

– Necesito estar sola un tiempo, mamá -contestó Sidney, y le apretó la mano-. Necesito pensar las cosas a fondo. No tardaré mucho. Uno o dos días, y después iré a casa.

La madre la miró durante unos segundos y luego la abrazó con todas las fuerzas de que era capaz su cuerpo menudo. Cuando subió al coche, las lágrimas le corrían por las mejillas.

Sidney miró cómo su padre hacía la maniobra y encaraba hacia la calle. A través de la ventanilla trasera vio a Amy con su adorado osito bien sujeto en una mano y el pulgar de la otra metido en la boca. El coche aceleró y unos segundos después torció en la primera esquina y desapareció.

Sidney regresó a la casa con el paso lento e inseguro de una mujer mayor. De pronto se le ocurrió una idea. Con nuevos bríos, entró a la carrera.

Marcó el número de información para el área de Los Ángeles y consiguió el teléfono de AllegraPort Technology. Mientras marcaba el número, se preguntó cómo era que ellos no habían llamado cuando Jason no se presentó. No había ningún mensaje de su parte en el contestador automático. Este hecho tendría que haberla preparado para la respuesta de AllegraPort, pero no lo estaba.

Después de hablar con tres personas diferentes de la compañía, colgó el teléfono y miró atontada la pared de la cocina. A Jason no le habían ofrecido una vicepresidencia en AllegraPort. En realidad, ellos ni siquiera sabían quién era. Sidney se dejó caer sentada en el suelo, encogió las piernas, y, con las rodillas apretadas contra el pecho, se echó a llorar desconsoladamente. La volvieron a invadir las mismas sospechas de antes; la rapidez de su retorno amenazaba con romper los últimos vínculos con la realidad. Se levantó, abrió el grifo del fregadero y metió la cabeza debajo del chorro. El agua helada la reanimó en parte. Con paso inseguro llegó hasta la mesa y se cubrió el rostro con las manos. Jason le había mentido. Eso era indiscutible. Jason estaba muerto. Eso también era indiscutible. Y al parecer, nunca descubriría la verdad. Mientras pensaba esto, dejó de llorar y miró el patio trasero a través de la ventana. Jason y ella habían plantado flores, arbustos y árboles en el transcurso.de los dos últimos años. Habían trabajado juntos de la misma manera que hacían todo lo demás en su matrimonio: con un objetivo común. A pesar de toda la incertidumbre que experimentaba en esos momentos, había una verdad sagrada. Jason la había querido a ella y a Amy. Ella descubriría lo que le había impulsado a mentir, a subir a un avión condenado en lugar de quedarse en casa y entretenerse pintando las paredes de la cocina. Sabía que las razones de Jason serían inocentes. El hombre al que conocía íntimamente y amaba con todo su corazón no era capaz de ninguna maldad. Dado que a él le habían arrancado de su lado, lo menos que ella podía hacer era averiguar por qué había abordado aquel avión, se lo debía. En cuanto recuperara el equilibrio mental, se dedicaría a ese objetivo con alma y vida.

Capítulo 12

El hangar del aeropuerto regional era pequeño. En las paredes estaban colgadas las herramientas; había pilas de cajas por todas partes. Las baterías de focos instaladas en el techo iluminaban el interior con una luz sin sombras. El viento sacudía las paredes metálicas y el ruido del granizo contra la estructura era ensordecedor. El olor de gasolina inundaba el lugar.

Cerca de la entrada, sobre el suelo de cemento, había un enorme objeto metálico. Eran los restos torcidos y muy deformados del ala de estribor del vuelo 3223, con el motor y el soporte intactos. Habían aterrizado en medio de un bosque, directamente encima de un roble centenario de treinta metros de altura, al que había hendido por la mitad. Por un milagro, el combustible no se había incendiado. La mayoría de la carga probablemente se había perdido cuando se habían roto el tanque y los conductos, y el árbol había amortiguado parte del impacto. Los restos habían sido traídos hasta el hangar en un helicóptero.

Un pequeño grupo de hombres estaba junto al ala. Sus alientos formaban nubes de vapor en el aire gélido y las gruesas cazadoras los mantenían calientes. Utilizaban linternas para iluminar los bordes irregulares del ala en el punto donde había sido arrancada del fuselaje. La barquilla que albergaba la turbina de estribor aparecía aplastada en parte y la capota del lado derecho estaba hundida. La revisión del motor había descubierto graves daños en los álabes, una prueba clara de un desequilibrio importante en el flujo de aire mientras la turbina funcionaba. El «desequilibrio» fue fácil de identificar. La turbina se había tragado una gran cantidad de restos que habían roto las palas y detenido el motor aunque había continuado sujeto al fuselaje.

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