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C. Sansom: El gallo negro

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C. Sansom El gallo negro

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Invierno de 1537, Inglaterra. Bajo el reinado de Enrique Vlll, la disolución de los monasterios está en marcha.Thomas Cromwell, el temido vicario general del rey se enfrenta a la vieja Iglesia católica con leyes draconianas y la mayor red de informadores nunca vista. La reina Ana Bolena ha sido decapitada y los monasterios, amenazados con la desamortización, sufren el expolio de sus tesoros y ven peligrar sus tierras, codiciadas por cortesanos y aristócratas.Y mientras la tensión aumenta, los acontecimientos toman un giro desgraciado cuando, en el monasterio benedictino de Scarnsea, el comisionado cíe Cromwell aparece muerto con la cabeza separada del cuerpo. Ante la gravedad del hecho, el vicario envía al monasterio al abogado Matthew Shardlake, un reformista de aguda inteligencia y carácter noble, para que dirija la investigación. Pero cuando Shardlake y su joven secretario y protegido Mark Poer llegan a Scarnsea, el panorama no puede ser más desolador. Bajo la aparente calma monacal se esconde un mundo de delitos sexuales, malversación de fondos, traición y; para colmo, otros dos nuevos y terribles crímenes.Además, el trabajo del abogado se ve perturbado por una serie de desagradables descubrimientos sobre Cromwell y la Reforma que harán vacilar su fe. Con una trama minuciosamente elaborada, El gallo negro es una apasionante novela de intriga que se desarrolla durante los tempestuosos albores del estado de derecho moderno, una época en que las leyes civiles iniciaban el largo y difícil camino para despojar al poder eclesiástico del papel normativo que ejercía en la sociedad.

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Golpeé la barandilla con el estómago; el impacto me dejó sin respiración e hizo vibrar la barra metálica, pero mis manos se agarraron a ella frenéticamente y consiguieron impulsarme al otro lado, aunque no sabría decir cómo. De pronto, me vi hecho un ovillo en el suelo de la galería, con el cuerpo atenazado por el dolor; arrodillado frente a mí, Edwig recogía puñados de monedas y me miraba con una mezcla de cólera y estupor, mientras el ensordecedor tañido de las campanas resonaba en nuestros oídos y hacía temblar el entablado de la galería.

El tesorero se puso en pie de un salto, agarró las alforjas y se volvió hacia la puerta al tiempo que yo me incorporaba y me arrojaba sobre él. Consiguió rechazarme, pero las pesadas alforjas le hicieron perder el equilibrio y trastabillar hacia la barandilla. Al chocar con ella, soltó las alforjas, que cayeron al vacío. El tesorero lanzó un grito, se inclinó sobre la barandilla y estiró la mano hacia la cuerda que las unía. Consiguió agarrarla, pero perdió el equilibrio. Por un instante, se quedó con el estómago apoyado en la barandilla y la piernas en el aire. Sigo creyendo que si hubiera soltado el oro podría haberse salvado; pero no lo hizo. El peso de las alforjas arrastró al vacío al tesorero, que cayó de cabeza, chocó contra una campana y desapareció de mi vista soltando un grito de cólera y terror, como si en el último momento hubiera comprendido que iba a presentarse ante su Creador antes de hacerle su gran regalo. Llegué a la barandilla a tiempo de verlo caer: el hábito revolaba alrededor de su cuerpo, que giraba hacia el suelo de la nave en medio de la lluvia de monedas de oro que escapaban de las alforjas. Presa del pánico, la gente se apartó a la carrera un instante antes de que el tesorero se estrellara contra las losas en una explosión de sangre y oro.

Inclinado sobre la barandilla, jadeante y sudoroso, observé a la gente, que volvió a acercarse lentamente. Unos miraban el cuerpo destrozado del hermano Edwig, mientras que otros alzaban la cabeza hacia lo alto del campanario. Para mi consternación, vi que monjes y criados se arrojaban al suelo y empezaban a gatear y a coger puñados de monedas.

Epílogo

Febrero de 1538, tres meses después

Al entrar en el monasterio, vi las enormes campanas de la iglesia en mitad del patio. Estaban destrozadas, reducidas a grandes pedazos de metal decorado amontonados uno sobre otro, a la espera de ser fundidos. Debían de haber cortado los anillos que las unían al techo y dejado que cayeran a plomo y se estrellaran contra el suelo de la iglesia. Debían de haber hecho un ruido infernal.

No muy lejos, junto a una gran pila de carbón, había un horno de ladrillos. Estaba tragando plomo; una brigada de hombres repartidos por el tejado de la iglesia lanzaba al suelo chapas y tiras, que otro grupo de hombres de los auditores recogía y arrojaba al interior del horno.

Cromwell no se había equivocado; el puñado de cesiones que había conseguido a principios del invierno había convencido al resto de las comunidades de que la resistencia era inútil, y ahora todos los días traían la noticia del cierre de otro monasterio. Pronto no quedaría ninguno. En toda Inglaterra, los abades se retiraban con sustanciosas pensiones, mientras que sus hermanos se hacían cargo de parroquias seculares o colgaban los hábitos para vivir de rentas más modestas. Las historias que circulaban hablaban del caos más espantoso; en la posada de Scarnsea, donde me alojaba, me contaron que, tres meses antes, cuando los monjes tuvieron que abandonar el monasterio, media docena, demasiado viejos o demasiado enfermos para continuar el viaje, habían alquilado habitaciones allí y se habían negado a marcharse cuando se les agotó el dinero. Las autoridades habían acabado echándolos de la ciudad. Entre ellos estaban el monje grueso de la pierna ulcerada y el pobre idiota, Septimus.

Cuando el rey se enteró de lo ocurrido en San Donato, ordenó arrasarlo por completo. Portinari, el ingeniero italiano de Cromwell, acudiría a Scarnsea para demoler el monasterio en cuanto hubiera hecho lo propio con el priorato de Lewes. Tenía fama de hábil en su trabajo; en Lewes había socavado los cimientos de la iglesia y conseguido que se derrumbara de una sola vez en medio de una inmensa nube de polvo. En Scarnsea se comentaba que había sido un espectáculo portentoso y estremecedor, y esperaban con impaciencia que se repitiera allí.

La crudeza del invierno había obligado a Portinari a esperar hasta la primavera para bajar con sus hombres y sus máquinas por la costa del Canal. Llegaría a Scarnsea en una semana, pero entretanto los funcionarios de Desamortización se habían presentado para llevarse todo lo que tuviera algún valor, incluidos el plomo de los tejados y el cobre de las campanas. Fue uno de ellos quien me recibió en la entrada y examinó mi nombramiento; Bugge y los demás criados se habían ido hacía tiempo.

La carta en que lord Cromwell me ordenaba viajar a Scarnsea para supervisar el cierre me había cogido por sorpresa. Apenas habíamos tenido contacto desde que, en diciembre, lo había visitado en Westminster para comentar mi informe. Entonces me había descrito la embarazosa entrevista de media hora que había mantenido con el rey, enterado de que llevaba semanas ocultándole la caótica situación del monasterio y los asesinatos cometidos en él, y de que el ayudante de un comisionado había desaparecido con la asesina de su predecesor. Puede que Enrique le hubiera calentado las orejas, como se rumoreaba que solía hacer; en cualquier caso, Cromwell me había tratado con aspereza y me había despedido sin darme las gracias, de lo que deduje que me había retirado su favor.

Aunque formalmente seguía ostentando el título de comisionado, mi presencia en San Donato carecía de objeto, pues los funcionarios de Desamortización se bastaban y sobraban para realizar el trabajo; en consecuencia, no podía evitar preguntarme si Cromwell me habría hecho volver al escenario de tan terribles sucesos como venganza por la media hora de rapapolvo real. Conociéndolo como lo conocía, no me habría extrañado en absoluto.

El juez Copynger, actual arrendatario de las antiguas tierras del monasterio, se encontraba a cierta distancia examinando planos con un desconocido. Me acerqué a él sorteando a un par de funcionarios de Desamortización que estaban formando una pira con los libros de la biblioteca.

– ¿Cómo estáis, comisionado? -me preguntó Copynger estrechándome la mano-. El tiempo ha mejorado mucho desde la última vez que os tuvimos entre nosotros.

– Desde luego. Casi estamos en primavera, aunque el viento que sopla del mar es frío. ¿Qué os parece la casa del abad?

– Me he instalado en ella muy cómodamente. El abad Fabián la mantenía en excelente estado. Cuando derriben el monasterio, tendré una vista espléndida del Canal -dijo señalando hacia el cementerio de los monjes, donde otra brigada se afanaba en retirar lápidas-. Allí voy a construir unos establos para mis caballos; he comprado toda la cuadra de los monjes a un precio muy razonable.

– Espero que no hayáis puesto a los hombres de Desamortización a hacer ese trabajo, sir Gilbert -le dije sonriendo.

Copynger acababa de recibir el título de lord; en Navidad, el rey en persona le había tocado el hombro con una espada. Ahora Cromwell necesitaba más que nunca hombres leales en los condados.

– No, no, esos hombres trabajan para mí -se apresuró a responder Copynger-. Lamento que no hayáis querido alojaros conmigo mientras permanecéis aquí -añadió mirándome con altivez.

– Este lugar me trae malos recuerdos. Estoy mejor en la ciudad; espero que lo comprendáis.

– Perfectamente, comisionado, perfectamente -respondió sir Gilbert asintiendo con condescendencia-. Pero espero que me hagáis el honor de cenar conmigo. Me gustaría enseñaros los planos que ha dibujado mi agrimensor, aquí presente; vamos a transformar algunos de los edificios auxiliares en cercados para las ovejas, en cuanto derriben los principales. Será todo un espectáculo, ¿no os parece? Sólo quedan unos días.

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