C. Sansom - El gallo negro

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Invierno de 1537, Inglaterra. Bajo el reinado de Enrique Vlll, la disolución de los monasterios está en marcha.Thomas Cromwell, el temido vicario general del rey se enfrenta a la vieja Iglesia católica con leyes draconianas y la mayor red de informadores nunca vista. La reina Ana Bolena ha sido decapitada y los monasterios, amenazados con la desamortización, sufren el expolio de sus tesoros y ven peligrar sus tierras, codiciadas por cortesanos y aristócratas.Y mientras la tensión aumenta, los acontecimientos toman un giro desgraciado cuando, en el monasterio benedictino de Scarnsea, el comisionado cíe Cromwell aparece muerto con la cabeza separada del cuerpo. Ante la gravedad del hecho, el vicario envía al monasterio al abogado Matthew Shardlake, un reformista de aguda inteligencia y carácter noble, para que dirija la investigación. Pero cuando Shardlake y su joven secretario y protegido Mark Poer llegan a Scarnsea, el panorama no puede ser más desolador. Bajo la aparente calma monacal se esconde un mundo de delitos sexuales, malversación de fondos, traición y; para colmo, otros dos nuevos y terribles crímenes.Además, el trabajo del abogado se ve perturbado por una serie de desagradables descubrimientos sobre Cromwell y la Reforma que harán vacilar su fe.
Con una trama minuciosamente elaborada, El gallo negro es una apasionante novela de intriga que se desarrolla durante los tempestuosos albores del estado de derecho moderno, una época en que las leyes civiles iniciaban el largo y difícil camino para despojar al poder eclesiástico del papel normativo que ejercía en la sociedad.

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– Si tardan en contestaros, tal vez pueda hacer algo.

Guy sacudió la cabeza.

– No, me contestaron hace una semana. Me lo han negado. Se rumorea que Francia y España han vuelto a aliarse contra Inglaterra. Tendré que ir pensando en cambiar el hábito por un jubón y unas calzas. Después de tanto tiempo, voy a sentirme muy raro. ¡Y deberé dejarme crecer el pelo! -añadió Guy bajándose la capucha y pasándose la mano por la corona de rizos negros, en la que empezaban a asomar las canas.

– ¿Qué pensáis hacer?

– Me iré dentro de unos días. No puedo estar aquí cuando derriben los edificios. Vendrá toda la ciudad, y esto se convertirá en una feria. Cuánto debían de odiarnos… -murmuró Guy, y soltó un suspiro-. Quizá vaya a Londres, donde los negros no somos tan exóticos.

– Tal vez podáis ejercer como médico. Después de todo, tenéis un título de Lovaina.

– Sí, pero ¿me admitiría el Colegio de Médicos? ¿O el gremio de boticarios? ¿Admitirían a un ex monje con la cara del color del barro?

Guy arqueó una ceja y sonrió con tristeza.

– Uno de mis clientes es médico. Podría hablar con él.

Guy vaciló; luego sonrió.

– Gracias. Os estaría muy agradecido.

– También puedo ayudaros a encontrar alojamiento. Os daré mi dirección antes de que os vayáis. Hacedme una visita, ¿de acuerdo?

– ¿No os perjudicará relacionaros conmigo? -No volveré a trabajar para lord Cromwell. Viviré más tranquilo si me dedico a mi despacho. Y así podré pintar.

– Tened cuidado, Matthew -me susurró Guy echando un vistazo a nuestras espaldas-. No creo que os convenga pasearos charlando amistosamente conmigo en presencia de sir Gilbert.

– Al diablo con Copynger. No soy tan tonto como para hacer algo que viole la ley. Y, aunque tal vez no sea el reformista que fui, tampoco me he vuelto papista.

– Eso no es suficiente protección en estos días.

– Puede que no. Pero si nadie está seguro, y ciertamente nadie lo está, prefiero no estarlo ocupándome de mis propios asuntos en mi casa. -Pasamos ante la casa del abad, que ahora era la de Copynger. Un jardinero estaba esparciendo estiércol de caballo alrededor de los rosales-. ¿Ha arrendado mucha tierra Copynger?

– Mucha, sí, y muy barata.

– Ha tenido suerte.

– ¿Y vos? ¿No os han recompensado?

– No. Conseguí encontrar al asesino, recuperar el oro robado y obtener la cesión del monasterio, pero no lo bastante deprisa para Cromwell. -Hice una pausa y me acordé de todos los que habían muerto-. No. No lo bastante deprisa.

– Hicisteis todo lo humanamente posible.

– Tal vez, aunque a veces pienso que, si hubiera sido capaz de dejar a un lado la antipatía que me inspiraba Edwig, habría conseguido ser más objetivo y penetrar en su alma. Aún hoy me cuesta aceptar que alguien tan ordenado y puntilloso como él estuviera tan profundamente trastornado. Tal vez utilizaba ese orden, esa obsesión por los números y el dinero, para mantenerse bajo control. Puede que sus sueños de sangre le dieran miedo.

– Ruego a Dios que fuera así.

– Pero lo cierto es que esa obsesión por los números acabó alimentando su locura -dije, y solté un suspiro-. Descubrir la verdad nunca es fácil.

Guy asintió.

– Se necesita paciencia, coraje y esfuerzo, si lo que se desea encontrar es la verdad…

– ¿Sabíais que Jerome murió?

– No. No sabía nada de él desde noviembre, cuando se lo llevaron.

– Cromwell lo hizo encerrar en las mazmorras de Newgate, donde mataron de hambre a sus hermanos. Murió poco después.

– Dios acoja su alma torturada. -El hermano Guy hizo una pausa y me miró dubitativo-. ¿Sabéis qué ha sido de la mano del Buen Ladrón? Se la llevaron el mismo día que a Jerome.

– No. Supongo que se quedarían con las esmeraldas y fundirían el relicario. La mano debe de haber sido pasto de las llamas.

– Era auténtica, ¿sabéis? Existen pruebas sólidas.

– ¿Aún creéis que podía obrar milagros? -Guy no respondió; durante unos instantes seguimos caminando en silencio y entramos en el cementerio de los monjes, donde los obreros seguían retirando lápidas; en el camposanto laico, los panteones familiares habían quedado reducidos a pilas de cascotes-. Decidme, hermano, ¿qué ha sido del abad Fabián? -le pregunté al fin-. Tengo entendido que le negaron la pensión por no firmar el documento de cesión.

Guy movió la cabeza con pesar.

– Vive con su hermana, que es costurera en Scarnsea. No ha mejorado. Hay días que se empeña en ir a cazar o visitar a los terratenientes locales, y su hermana se las ve y se las desea para impedir que salga a la calle vestido pobremente y montado en un jamelgo. Le he prescrito algunas medicinas, pero no han servido de nada. Ha perdido la cabeza.

– «¡Cómo han caído los poderosos!» -cité.

Comprendí que, inconscientemente, había dirigido nuestros pasos hacia la huerta. Al ver la muralla, se me hizo un nudo en la garganta y me detuve en seco.

– ¿Volvemos? -me preguntó Guy con suavidad.

– No. Sigamos.

Nos acercamos a la puerta que conducía a la marisma. Saqué mi juego de llaves y la abrí. Salimos al camino y contemplamos el lúgubre paisaje. La balsa que cubría la marisma en noviembre había desaparecido hacía tiempo y ahora se extendía ante nosotros un silencioso yermo marrón salpicado de cañaverales que se mecían en la brisa y se reflejaban en las charcas de agua estancada. El río iba crecido; el viento del mar despeinaba las plumas de las gaviotas posadas en las márgenes.

– Me visitan en sueños -murmuré tras un largo silencio-. Mark y Alice. Los veo braceando en el agua, hundiéndose, pidiendo auxilio… A veces me despierto gritando -añadí con voz ahogada-. Aunque de distinto modo, los quería a los dos.

El hermano Guy me miró con expresión dubitativa; al cabo de unos instantes, se llevó la mano al interior del hábito, sacó un papel doblado y cubierto de arrugas y me lo tendió.

– No sabía si debía mostraros esto. Temía que os hiciera más daño que otra cosa.

– ¿Qué es?

– Lo encontré hace un mes sobre el escritorio de mi gabinete. Una mañana entré y allí estaba. Supongo que algún contrabandista sobornó a un hombre de Copynger para que lo dejara allí. Es de ella, pero la escribió él.

Abrí la carta y empecé a leer la clara letra redonda de Mark.

Hermano Guy:

Le he pedido a Mark que os escriba estas líneas en mi lugar, pues tiene mejor letra que yo. Os las envío con un hombre de Scarnsea que viene a menudo a Francia, cuyo nombre prefiero mantener en secreto.

Os ruego me perdonéis por escribiros. Mark y yo estamos sanos y salvos en Francia, aunque no puedo deciros dónde. No sé cómo conseguimos atravesar la ciénaga aquella noche; hubo un momento en que Mark se hundió en el lodo, y creí que no podría sacarlo. Pero gracias a Dios conseguimos llegar al barco.

Nos casamos hace un mes. Mark sabía algo de francés y está mejorando tan deprisa que confiamos en que consiga trabajo como escribiente en la pequeña ciudad en la que vivimos. Somos felices, y yo empiezo a sentir una paz como no había sentido desde la muerte de mi primo, aunque no sé si el mundo nos dejará tranquilos en los tiempos que vivimos.

No hay ninguna razón para que todo esto os interese, pero deseaba que supierais que para mí fue muy amargo verme obligada a engañar a alguien que me protegió y que me enseñó tantas cosas. Lo lamentaré siempre, pero nunca me arrepentiré de haber matado a aquel hombre; si alguien merecía morir, era él. No sé qué será de vos fuera del monasterio, pero rezo a Nuestro Señor Jesucristo para que os guíe y proteja.

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