C. Sansom - El gallo negro

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Invierno de 1537, Inglaterra. Bajo el reinado de Enrique Vlll, la disolución de los monasterios está en marcha.Thomas Cromwell, el temido vicario general del rey se enfrenta a la vieja Iglesia católica con leyes draconianas y la mayor red de informadores nunca vista. La reina Ana Bolena ha sido decapitada y los monasterios, amenazados con la desamortización, sufren el expolio de sus tesoros y ven peligrar sus tierras, codiciadas por cortesanos y aristócratas.Y mientras la tensión aumenta, los acontecimientos toman un giro desgraciado cuando, en el monasterio benedictino de Scarnsea, el comisionado cíe Cromwell aparece muerto con la cabeza separada del cuerpo. Ante la gravedad del hecho, el vicario envía al monasterio al abogado Matthew Shardlake, un reformista de aguda inteligencia y carácter noble, para que dirija la investigación. Pero cuando Shardlake y su joven secretario y protegido Mark Poer llegan a Scarnsea, el panorama no puede ser más desolador. Bajo la aparente calma monacal se esconde un mundo de delitos sexuales, malversación de fondos, traición y; para colmo, otros dos nuevos y terribles crímenes.Además, el trabajo del abogado se ve perturbado por una serie de desagradables descubrimientos sobre Cromwell y la Reforma que harán vacilar su fe.
Con una trama minuciosamente elaborada, El gallo negro es una apasionante novela de intriga que se desarrolla durante los tempestuosos albores del estado de derecho moderno, una época en que las leyes civiles iniciaban el largo y difícil camino para despojar al poder eclesiástico del papel normativo que ejercía en la sociedad.

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C J Sansom El gallo negro Título original Dissolution Traducción José - фото 1

C. J. Sansom

El gallo negro

Título original: Dissolution

Traducción: José Antonio Soriano Marco

Para el grupo de escritores: Jan, Luke, Mary, Mike B, Mike H, Roz, William y especialmente Tony, nuestra inspiración. El crisol.

Y para Caroline.

***

Principales obedienciarios del monasterio de San Donato Ascendente de Scarnsea, Sussex, 1537

Abad Fabián, superior del monasterio, elegido por la comunidad con carácter vitalicio.

Hermano Edwig, tesorero. Responsable de todo lo relacionado con la economía.

Hermano Gabriel, sacristán y chantre. Responsable del cuidado y la decoración de la iglesia, y director del coro.

Hermano Guy, enfermero. Encargado de velar por la salud de los monjes, con licencia para prescribir medicamentos.

Hermano Hugh, mayordomo. Responsable de la administración.

Hermano Jude, despensero. Responsable del pago de facturas, la remuneración de monjes y sirvientes, y la distribución de limosnas.

Hermano Mortimus, prior, segundo director, tras el abad Fabián. Responsable de la disciplina y el bienestar de los monjes, y maestro de novicios.

1

Cuando me llamaron, me encontraba en Surrey realizando una comisión para el gabinete de lord Cromwell. Un miembro del Parlamento cuyo apoyo necesitaba Su Señoría había obtenido las tierras de un monasterio disuelto, y los títulos de propiedad de una zona de bosques habían desaparecido. Tras dar con su rastro sin excesivas dificultades, acepté la invitación del parlamentario a pasar unos días en compañía de su familia antes de volver a mi trabajo en Londres. Sir Stephen tenía una hermosa casa de ladrillos, nueva y agradablemente proporcionada, y yo me había ofrecido a dibujarla. Apenas había hecho un par de esbozos preliminares cuando llegó un mensajero a caballo.

Había cabalgado durante toda la noche desde Whitehall. Lo reconocí como uno de los mensajeros particulares de lord Cromwell y rompí el sello con aprensión. La carta era del secretario Grey y decía que lord Cromwell deseaba verme de inmediato en Westminster.

En otros tiempos, la perspectiva de encontrarme con mi protector y entrevistarme con él, viéndolo encumbrado en la posición de poder que ocupaba, me habría entusiasmado; pero, durante el último año, yo había empezado a acusar cierto cansancio; cansancio de la política y de la justicia, de la astucia de los hombres y de la inextricable maraña de su naturaleza. Y me apenaba que el nombre de lord Cromwell, más aún que el del rey, hubiera acabado despertando miedo allí donde era pronunciado. En Londres, se decía, las bandas de mendigos se dispersaban tan pronto tenían noticia de su presencia. Aquél no era el mundo con el que nosotros, jóvenes reformistas, soñábamos durante las interminables sobremesas que celebrábamos en casa de algunos. Creíamos, con Erasmo, que la fe y la caridad bastarían para acabar con las disputas religiosas entre los hombres; sin embargo, a principios de aquel invierno de 1537, la situación había degenerado en rebelión, entre un número creciente de ejecuciones y codiciosas luchas por las tierras de los monjes.

Aquel otoño apenas había llovido y los caminos estaban en buen estado, de modo que, aunque mi deformidad me impide cabalgar deprisa, todavía era media tarde cuando llegué a Southwark. Tras un mes en el campo, mi viejo caballo, Chancery, reaccionó al ruido y a los olores con nerviosismo, al igual que yo. Cuando llegué a la entrada de Londres, evité mirar los ojos del puente y las altas picotas donde se exponían las cabezas de los ajusticiados por traición, que en ese momento eran picoteadas por las gaviotas. Siempre he sido de temperamento impresionable. Ni siquiera me gustan las peleas de perros y de osos.

El enorme puente estaba tan abarrotado como de costumbre; muchos comerciantes vestían luto por la reina Juana, que había muerto de fiebre puerperal hacía dos semanas. Los tenderos anunciaban sus mercancías desde las puertas de sus comercios, situados en las plantas bajas de unos edificios construidos cerca de la orilla, y tan inclinados que parecía que fueran a caerse al agua. En los pisos superiores, las mujeres recogían aprisa la colada, en vista de las amenazadoras nubes que se acercaban desde poniente. Al oírlas parlotear y llamarse a voces, no pude evitar compararlas, dado mi melancólico humor, con una bandada de cuervos que graznara en las ramas de un gran árbol.

Suspiré y me recordé a mí mismo que tenía obligaciones que cumplir. Si a mis treinta y cinco años poseía una hermosa casa nueva y un próspero despacho de abogado, se lo debía en gran medida a la protección de lord Cromwell. Y trabajar para él era trabajar para la Reforma, hacer algo digno a los ojos de Dios. Al menos, eso creía entonces. Además, debía de tratarse de algo importante, puesto que había enviado a Grey. No había visto al primer secretario y vicario general -en esos momentos, lord (Iromwell tenía ambos cargos- desde hacía dos años. Sacudí las riendas y conduje a Chancery, entre la muchedumbre de viajeros y comerciantes, cortabolsas y cortesanos en ciernes, hacia el inmenso hervidero de Londres.

En Ludgate Hill me entró hambre al ver un tenderete rebosante de manzanas y peras y desmonté para comprar unas pocas. Mientras le daba una manzana a Chancery, vi en una calle lateral un grupo de unas treinta personas que murmuraban excitadamente delante de una taberna. No pude por menos de preguntarme si no se trataría de otro charlatán trastornado por una apresurada lectura de la nueva traducción de la Biblia y metido a profeta. Si era así, más le valía andarse con ojo con los alguaciles.

Entre las personas que estaban en la parte exterior del grupo, había varias mejor vestidas que el resto. Una de ellas era William Pepper, abogado del Tribunal de Desamortización, al que acompañaba un joven que iba embutido en un estridente jubón acuchillado de colores vivos. Incitado por la curiosidad, tiré de la rienda de Chancery y me acerqué al grupo, procurando evitar la corriente de orines del arroyo. Antes de que llegara a donde estaban, Pepper se volvió.

– ¡Hombre, Shardlake! Este último trimestre os he echado de menos en los tribunales. ¿Dónde os habíais metido? -Mi colega se volvió hacia su acompañante-. Permitidme que os presente a Jonathan Mintling, recién salido de los Inns of Court, la escuela de leyes, y afortunado nuevo miembro de nuestra familia del Tribunal de Desamortización. Jonathan, os presento al doctor Matthew Shardlake, el jorobado más astuto de los tribunales ingleses.

Me incliné ante el joven, haciendo oídos sordos al grosero comentario de Pepper. Recientemente lo había derrotado en los tribunales, y las lenguas de los picapleitos siempre están bien afiladas para la venganza.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Pepper se echó a reír.

– Ahí dentro hay una mujer que tiene un pájaro de las Indias. Dice que puede hablar tan bien como cualquier cristiano. Estamos esperando que salga con él.

La calle descendía en pendiente hacia la taberna, de modo que, a pesar de mi escasa estatura, podía ver la puerta sin dificultad. En ese momento, una gruesa anciana vestida con mugrientos andrajos apareció en el umbral sosteniendo una percha de hierro con tres pies. Encaramado en ella, había un pájaro en verdad extraño. Era más grande que un cuervo, tenía el pico corto y acabado en un temible gancho, y sus plumas, rojas y doradas, eran tan brillantes que casi deslumbraban en contraste con el sucio gris de la calle. La muchedumbre se arremolinó a su alrededor.

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