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C. Sansom: El gallo negro

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C. Sansom El gallo negro

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Invierno de 1537, Inglaterra. Bajo el reinado de Enrique Vlll, la disolución de los monasterios está en marcha.Thomas Cromwell, el temido vicario general del rey se enfrenta a la vieja Iglesia católica con leyes draconianas y la mayor red de informadores nunca vista. La reina Ana Bolena ha sido decapitada y los monasterios, amenazados con la desamortización, sufren el expolio de sus tesoros y ven peligrar sus tierras, codiciadas por cortesanos y aristócratas.Y mientras la tensión aumenta, los acontecimientos toman un giro desgraciado cuando, en el monasterio benedictino de Scarnsea, el comisionado cíe Cromwell aparece muerto con la cabeza separada del cuerpo. Ante la gravedad del hecho, el vicario envía al monasterio al abogado Matthew Shardlake, un reformista de aguda inteligencia y carácter noble, para que dirija la investigación. Pero cuando Shardlake y su joven secretario y protegido Mark Poer llegan a Scarnsea, el panorama no puede ser más desolador. Bajo la aparente calma monacal se esconde un mundo de delitos sexuales, malversación de fondos, traición y; para colmo, otros dos nuevos y terribles crímenes.Además, el trabajo del abogado se ve perturbado por una serie de desagradables descubrimientos sobre Cromwell y la Reforma que harán vacilar su fe. Con una trama minuciosamente elaborada, El gallo negro es una apasionante novela de intriga que se desarrolla durante los tempestuosos albores del estado de derecho moderno, una época en que las leyes civiles iniciaban el largo y difícil camino para despojar al poder eclesiástico del papel normativo que ejercía en la sociedad.

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Ante mis ojos se desplegaba un lago de un tercio de legua de anchura. El agua cubría toda la marisma, en la que el río no era más que una franja fluida en el centro de una inmensa balsa que llegaba casi hasta donde estábamos. No debía de tener más de dos palmos de profundidad, pues aquí y allí se veían cañas que se mecían en la suave brisa de la mañana, pero el terreno blando de debajo debía de estar saturado.

– ¡Mirad! -El hermano Guy señaló dos pares de huellas, unas grandes y otras un poco más pequeñas, impresas en el barro de delante de la puerta; continuaban a lo ancho del camino, en dirección al agua-. ¡Dios santo! Se han metido ahí dentro… -dijo el enfermero.

– No habrán avanzado ni cien varas -murmuré-. Con esta niebla, en la oscuridad, y con toda esta agua…

– ¿Qué es aquello? ¡Allí!

El hermano Guy señalaba algo que flotaba en el agua, a cierta distancia.

– ¡Es una de esas palmatorias que tenéis en la enfermería. Debían de llevarla ellos. ¡Dios mío!

Me agarré al enfermero, pues, al pensar que Mark y Alice habían perdido pie y se habían hundido en la ciénaga, sentí que las piernas se negaban a sostenerme. El hermano Guy me ayudó a sentarme en el borde del camino, donde me quedé respirando despacio hasta que conseguí recuperarme un poco. Cuando levanté la cabeza, vi al enfermero musitando una oración en latín, con las manos entrelazadas y los ojos clavados en la palmatoria, que avanzaba lentamente por la superficie del agua.

El hermano Guy me ayudó a volver a la enfermería. Una vez allí, insistió en que debía descansar y comer, me hizo sentarme en la cocina y me sirvió él mismo. Los alimentos y la bebida hicieron revivir mi cuerpo, pero mi corazón yacía inerte como una piedra en su interior. Seguía viendo imágenes de Mark en el interior de mi cabeza: riendo y bromeando en el camino; discutiendo conmigo en nuestra habitación; abrazando a Alice en la cocina… Al final, era su pérdida la que más me dolía.

– Junto a la marisma sólo había huellas de dos personas -dijo el hermano Guy tras un largo silencio-. No parece que el hermano Edwig saliera por allí.

– No, él no haría algo así -respondí con amargura-. Debió de salir por el portón en cuanto Bugge se dio la vuelta. -Apreté los puños-. Pero le daré caza aunque tenga que perseguirlo durante el resto de mis días.

Oímos llamar a la puerta, y al cabo de un instante el prior Mortimus entró y nos miró con expresión sombría.

– ¿Habéis avisado a Copynger? -le pregunté.

– Sí. No creo que tarde en llegar. Pero, comisionado, hemos encontrado…

– ¿A Edwig?

– No. A Jerome. En la iglesia. Deberíais venir a verlo.

– No estáis en condiciones -me dijo el hermano Guy agarrándome del brazo, pero me zafé y cogí el bastón.

Seguí al prior hasta la iglesia, ante la que se había formado una pequeña muchedumbre. El despensero montaba guardia en la puerta y mantenía alejados a monjes y criados. El prior se abrió camino entre ellos y me hizo entrar.

En algún sitio goteaba agua; aparte de eso, no se oía otro ruido que unos débiles sollozos, un lamento. Seguí al prior por la enorme nave vacía, que devolvía el ruido de nuestros pasos, entre las hornacinas iluminadas con velas, hasta llegar a la que había ocupado la mano del Buen Ladrón. Las muletas y demás aparatos ortopédicos que había visto amontonados al pie del pedestal estaban desparramados por el suelo. El suelo de la hornacina había quedado al descubierto, y al acercarme pude ver que estaba hueco, con espacio suficiente para que cupiera un hombre. Dentro, hecho un ovillo y abrazado a algo, estaba Jerome, llorando como un niño. Tenía el hábito rasgado y mugriento, y despedía un hedor insoportable.

– Lo he encontrado hace media hora -dijo el prior-. Se metió ahí dentro y volvió a poner las muletas en su sitio para ocultarse. Estaba registrando la iglesia y me acordé de este hueco.

– ¿Qué tiene entre los brazos? ¿Es la…?

El prior asintió.

– La reliquia. La mano del Buen Ladrón.

Haciendo una mueca, pues me dolían todas las articulaciones, me arrodillé ante el cartujo. Vi que sujetaba una gran caja cuadrada con incrustaciones de pedrería que destellaban a la luz de las velas. En su interior, distinguí un bulto oscuro.

– ¿Fuisteis vos quien se llevó la reliquia, hermano? -le pregunté con voz suave.

Por primera vez desde que lo conocía, Jerome habló con voz serena:

– Sí. Es tan preciada para nosotros, para la Iglesia… Ha curado a tanta gente…

– Así que la cogisteis en la confusión posterior al asesinato de Singleton…

– La escondí aquí abajo para salvarla. Para salvarla -repitió Jerome agarrando el relicario con más fuerza-. Sé lo que haría Cromwell; destruiría esta santa reliquia que Dios nos dio en señal de perdón. Cuando me encerraron en mi celda, comprendí que acabaríais encontrándola. Tenía que protegerla. Ahora está perdida, perdida… No puedo resistir más, estoy tan cansado… -murmuró el cartujo con resignación; luego movió la cabeza y se quedó mirando el vacío.

El prior Mortimus se acercó y posó la mano en su hombro.

– Vamos, Jerome, ya ha acabado todo. Soltadla y venid conmigo. -Para mi sorpresa, el cartujo no replicó. Trepó penosamente fuera de la hornacina, se volvió para coger su muleta, besó el relicario y lo dejó en el suelo con cuidado-. Lo llevaré a su celda -me dijo el prior.

Asentí.

– Sí, hacedlo.

Jerome no volvió a mirarme, y tampoco a la reliquia; se dejó llevar por el prior y se alejó lentamente arrastrando los pies por el suelo de la nave. Yo me quedé mirándolo durante unos instantes. Si el día que lo interrogué me hubiera contado que había visto a Alice visitando a Mark Smeaton, en lugar de jugar conmigo, habría podido detenerla de inmediato y, resuelto el asesinato de Singleton, tal vez hubiera descubierto a Edwig mucho antes. Mark no habría muerto, y Gabriel tampoco. Pero, por alguna extraña razón, no le guardaba rencor; era como si ya no fuera capaz de sentir ninguna emoción.

Me arrodillé y examiné el relicario sin levantarlo del suelo. Era un cofre de oro artísticamente trabajado y adornado con las esmeraldas más grandes que había visto en mi vida. A través del cristal, distinguí una mano unida por la muñeca con un clavo de cabeza gruesa a un trozo de vieja y negra madera que descansaba sobre un cojín de terciopelo púrpura. Era un apéndice marrón y momificado, pero indudablemente una mano; incluso aprecié unos engrosamientos que parecían callos en el nacimiento de los dedos. ¿Sería realmente la mano del ladrón que había aceptado a Cristo antes de morir con Él en la cruz? Toqué el cristal, con la absurda y fugaz esperanza de que el dolor que sentía en las articulaciones cesara, mi joroba desapareciera y mi espalda se volviera tan recta y lisa como la del pobre Mark, que tan a menudo había envidiado. Pero no pasó nada, salvo que mis uñas hicieron rechinar el cristal.

De pronto, por el rabillo del ojo, vi un ínfimo pero vivo destello dorado que descendía en el aire. Algo golpeó el suelo con un tintineo a dos pasos de mí, giró sobre su eje durante unos instantes y se inmovilizó. Me quedé boquiabierto. La cabeza del rey Enrique me miraba desde el suelo. Era una moneda de oro, un noble.

Alcé la vista. Estaba bajo el campanario; sobre mi cabeza pendía la maraña de cuerdas y poleas que había dado pie a las bromas sobre Edwig durante la cena de la noche anterior. Pero había algo diferente. El cajón de los canteros había desaparecido. Lo habían izado a lo alto de la torre.

– ¡Está ahí arriba! -dije entre dientes.

Así que era ahí donde había escondido el oro, en aquel cajón… Tenía que haber comprobado lo que ocultaba la lona que había visto en su interior el día que subí al campanario con Mortimus. Era un buen escondite. Por eso había hecho parar las obras.

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