Bosch asintió de nuevo. Fue lo único que se le ocurrió hacer.
– ¿Dónde la conoció?
– Oh… La conocí en un baile. Me la presentaron y, por supuesto, ella era más joven que yo y no pensé que yo fuera a interesarle. Pero me equivoqué… Bailamos. Nos citamos. Y me enamoré.
– ¿No conocía su pasado?
– En ese momento, no. Pero al final ella me lo dijo. Entonces ya no me importó.
– ¿Y Fox?
– Sí, él era el vínculo. Él nos presentó. Yo tampoco sabía quién era él. Dijo que era un hombre de negocios. Verás, para él se trataba de un movimiento de negocios. Presentarle la chica al fiscal, retirarse y esperar a ver qué pasa. Yo nunca le pagué y ella nunca me pidió dinero. Mientras tanto nos enamoramos y Fox debió de sopesar sus opciones.
Bosch se preguntó si debería sacar del maletín la foto que le había dado Monte Kim y mostrársela a Conklin, pero decidió no tentar la memoria del anciano con la realidad de una foto. Conklin habló cuando Bosch todavía estaba cavilando la cuestión.
– Estoy muy cansado y no has contestado a mi pregunta.
– ¿Qué pregunta?
– ¿Has venido a matarme?
Bosch miró el rostro y las manos inútiles del hombre y se dio cuenta de que sentía compasión.
– No sé lo que iba a hacer. Sólo sabía que iba a venir.
– ¿Quieres que te hable de ella?
– ¿De mi madre?
– Sí.
Bosch lo pensó. Sus propios recuerdos de su madre eran tenues y se apagaban cada vez más. Y tenía pocos recuerdos de ella procedentes de otras personas.
– ¿Cómo era? -dijo.
Conklin pensó un momento.
– Para mí es difícil describirla. Sentía una gran atracción por su…, por su sonrisa torcida… Sabía que tenía secretos. Supongo que todo el mundo los tiene. Pero los suyos eran profundos. Y a pesar de todo eso, estaba llena de vida. Y, verás, creo que yo no lo estaba cuando nos conocimos. Ella me dio vitalidad.
Bebió otra vez y vació el vaso. Bosch se ofreció a ir a buscar más agua, pero Conklin rechazó la oferta.
– Había estado con otras mujeres y querían exhibirme como trofeo -dijo-. Tu madre no era así. Ella prefería quedarse en casa o llevarse una cesta de picnic a Griffith Park que ir a los clubes de Sunset Strip.
– ¿Cómo descubrió… lo que hacía?
– Ella me lo contó. La noche que me habló de ti. Dijo que necesitaba contarme la verdad porque necesitaba mi ayuda. He de admitir… El impacto fue… Al principio pensé en mí. En protegerme. Pero admiré su valor al decírmelo y entonces yo estaba enamorado. No podía darme la vuelta.
– ¿Cómo lo supo Mittel?
– Yo se lo dije. Nunca he dejado de lamentarlo.
– Si ella… Si ella era como usted la ha descrito, ¿por qué hacía lo que hacía? Yo nunca… nunca lo he entendido.
– Yo tampoco. Como te he dicho, ella tenía secretos. No me los contó todos.
Bosch desvió la vista y miró por la ventana, que daba al norte. Vio las luces de las colinas de Hollywood brillando entre la niebla de los cañones.
– Ella solía decirme que tú eras un chico muy fuerte -explicó Conklin desde detrás de él, con una voz casi ronca. Probablemente había hablado más que en varios meses-. Una vez me dijo que no importaba lo que le ocurriera a ella porque tú eras lo bastante fuerte para salir adelante.
Bosch no dijo nada, sólo miró por la ventana.
– ¿Tenía razón? -preguntó el anciano.
La mirada de Bosch siguió el perfil de las colinas en dirección norte. En algún lugar de allí arriba, las luces brillaban desde la nave espacial de Mittel. Estaba esperando Bosch. Éste se volvió hacia Conklin, que todavía estaba esperando una respuesta.
– Creo que el jurado sigue deliberando.
Bosch se apoyó en la pared de acero inoxidable del ascensor mientras descendía. Se dio cuenta de lo diferentes que eran sus sentimientos de los que albergaba cuando había subido en ese mismo ascensor. Había subido con el odio latiendo en su pecho como un gato en un saco de arpillera. Ni siquiera conocía al hombre al que tanto odiaba. Ahora miraba a aquel hombre como un personaje digno de lástima, medio hombre que yacía con sus manos frágiles en la manta, aguardando, tal vez con esperanza, que la muerte llegara y pusiera fin a su sufrimiento privado.
Bosch creía a Conklin. Había algo en su historia y en su dolor que parecía demasiado genuino para considerarlo una actuación. Conklin estaba más allá de posar. Se enfrentaba a una tumba. Se había llamado a sí mismo cobarde y marioneta, y a Bosch no se le ocurría nada más duro para que un hombre escribiera su propia lápida.
Al darse cuenta de que Conklin le había dicho la verdad, Bosch supo que ya se había encontrado cara a cara con el verdadero enemigo. Gordon Mittel. El estratega. El asesino. El hombre que manejaba los hilos de la marioneta. No tardarían en volver a encontrarse. Pero esta vez Bosch planeaba hacerla en sus propios términos.
Pulsó otra vez el botón de la planta baja como si eso fuera a convencer al ascensor de descender más deprisa. Sabía que era un gesto inútil, pero lo repitió.
Cuando el ascensor se abrió por fin, el vestíbulo parecía vacío y desolado. El vigilante continuaba detrás del escritorio, ocupado en su crucigrama. Ni siquiera se oía el ruido de una televisión lejana. Sólo el silencio de las vidas de los ancianos. Bosch le preguntó al vigilante si necesitaba que firmara la salida, y éste lo despidió con la mano.
– Mire, lamento haber sido tan imbécil antes -ofreció Bosch.
– No se preocupe, socio -replicó el vigilante-. Puede con el mejor de nosotros.
Bosch se preguntó a qué se refería, pero no dijo nada. Asintió con solemnidad, como si recibiera las mejores lecciones vitales de los vigilantes de seguridad. Empujó las puertas de cristal y bajó al aparcamiento. Empezaba a refrescar se subió el cuello de la chaqueta. Vio que el cielo era claro y la luna afilada como una hoz. Al acercarse al Mustang se fijó en que el maletero del coche de al lado estaba abierto y había un hombre inclinado sobre él, fijando un gato en el parachoques trasero. Bosch aceleró el paso y rogó por que no le pidieran ayuda. Hacía demasiado frío y estaba cansado de hablar con desconocidos.
Pasó junto al hombre agachado y, poco habituado a las llaves de los coches de alquiler, buscó a tientas mientras trataba de meter la llave adecuada en la cerradura del Mustang. Justo cuando introducía la llave en la cerradura, oyó el sonido de unos zapatos en el suelo detrás de él y una voz dijo:
– Disculpe, amigo.
Bosch se volvió, tratando de pensar rápidamente en una excusa por la cual no podía ayudar al hombre. Pero lo único que atisbó fue el brazo del otro hombre que descendía. Vio una explosión de rojo del color de la sangre.
Después todo lo que vio era negro.
Bosch siguió otra vez al coyote. Pero en esta ocasión, el animal no lo llevó por el sendero de maleza. El coyote estaba fuera de su elemento. Condujo a Bosch por una empinada cuesta de asfalto. Bosch miró en torno y se dio cuenta de que estaba en un alto puente sobre una amplia extensión de agua que sus ojos siguieron hasta el horizonte. A Bosch le entró el pánico cuando el coyote se alejó demasiado de él. Persiguió al animal, pero éste trepó a lo alto del puente y desapareció. El puente quedó vacío, a excepción de Bosch. Harry miró a su alrededor. El cielo era rojo como la sangre y parecía latir al ritmo de un corazón.
Bosch miró en todas direcciones, pero el coyote se había ido. Estaba solo.
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