Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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Pero más que en los hombres, Bosch se fijó en las dos mujeres de la fotografía. De pie junto a Fox e inclinada para susurrarle al oído había una mujer con un vestido oscuro ajustado a la cintura. Tenía el pelo rizado. Era Meredith Roman. Y sentada al otro lado de la mesa, y junto a Conklin, parcialmente tapada por éste, estaba Marjorie Lowe. Bosch supuso que si no la conocías, no habría sido reconocible. Conklin estaba fumando y con la mano levantada, ocultando con el brazo la mitad del rostro de la madre de Bosch. Era casi como si ella estuviera mirando a la cámara asomándose desde detrás de una esquina.

Bosch giró la foto y vio un sello que decía: «Foto del Times. Boris Lugavere.» Estaba fechada el 17 de marzo de 1961, siete meses antes de la muerte de su madre.

– ¿Llegó a enseñársela a Conklin o Mittel? -le preguntó Bosch al fin.

– Sí, cuando me propuse para ser portavoz principal. Le di una copia a Gordon y él vio que era una prueba de que el candidato conocía a Fox.

Bosch comprendió que Mittel también tuvo que ver que era la prueba de que el candidato conocía a una víctima de asesinato. Kim no sabía lo que tenía, pero no era de extrañar que obtuviera el puesto de portavoz. «Tienes suerte de estar vivo», pensó Bosch, pero no lo dijo.

– ¿Mittel sabía que era sólo una copia?

– Ah, sí. Eso lo dejé claro. No era estúpido.

– ¿Alguna vez se lo mencionó Conklin?

– A mí no. Pero supongo que Mittel se lo contó. Recuerde que le he dicho que tuvo que consultar antes de darme el trabajo. ¿Quién iba a tener que aprobarlo si él era director de campaña? Así que tuvo que hablar con Conklin.

– Voy a quedármela. -Bosch levantó la foto.

– Yo tengo la otra.

– ¿Ha permanecido en contacto con Arno Conklin a lo largo de los años?

– No, no he hablado con él en, no sé, veinte años.

– Quiero que lo llame ahora y…

– Ni siquiera sé dónde está.

– Yo sí. Quiero que lo llame y le diga que quiere verlo esta noche. Dígale que tiene que ser esta noche. Dígale que se trata de Johnny Fox y Marjorie Lowe. Dígale que no le cuente a nadie que va avenir.

– No puedo hacerlo.

– Claro que puede. ¿Dónde está su teléfono? Le ayudaré.

– No, me refiero a que no puedo ir a verlo esta noche. Usted no puede…

– No va a verlo esta noche, Monte. Yo voy a ser usted. A ver, ¿dónde está el teléfono?

El último coyote - изображение 39

Bosch aparcó en el estacionamiento de visitantes del Park La Brea Lifecare y bajó del Mustang. El lugar parecía oscuro; había pocas ventanas con la luz encendida en los pisos superiores. Miró el reloj -sólo eran las nueve y cincuenta- y se acercó a las puertas de cristal del vestíbulo.

Al acercarse sintió un nudo en la garganta. En su interior había sabido en cuanto terminó de leer el expediente del caso que su intuición estaba puesta en Conklin y que terminaría donde se encontraba en ese momento. Estaba a punto de confrontar al hombre del que creía que había matado a su madre y que después había utilizado su posición y a la gente que le rodeaba para salir impune. Para Bosch, Conklin era el símbolo de todo lo que nunca había tenido en su vida. Poder, una casa, satisfacción.

No importaba cuánta gente le había dicho por el camino que Conklin era un buen hombre. Bosch conocía el secreto que se ocultaba tras el buen hombre. Su rabia crecía con cada paso que daba.

En el interior había un vigilante uniformado sentado detrás de un escritorio, haciendo un crucigrama arrancado del Times Sunday Magazine. Tal vez llevaba haciéndolo desde el domingo. Miró a Bosch como si lo estuviera esperando.

– Soy Monte Kim -dijo Bosch-. Uno de los residentes me está esperando. Arno Conklin.

– Sí, ha llamado. -El vigilante consultó una tablilla con sujetapapeles y acto seguido se volvió y le dio el bolígrafo a Bosch-. Hacía mucho tiempo que no recibía visitas. Firme aquí, por favor. Está arriba, en la nueve cero siete.

Bosch firmó y dejó el bolígrafo en la tablilla.

– Es un poco tarde-dijo el vigilante-. Normalmente las visitas se terminan a las nueve.

– ¿Qué significa eso? ¿Quiere que me vaya? De acuerdo. -Levantó el maletín-. El señor Conklin puede venir mañana a mi despacho en su silla de ruedas a buscar esto. Soy yo el que hago un viaje especial, colega. Por él. Si no me deja subir, a mí me da igual. Peor para él.

– Eh, eh, eh, alto ahí, socio. Sólo le estaba diciendo que es tarde y no me ha dejado terminar. Voy a dejarle subir. No hay problema. El señor Conklin me lo ha pedido específicamente y esto no es una prisión. Sólo le estoy diciendo que las visitas ya se han marchado. Hay gente durmiendo. Simplemente no haga mucho ruido, nada más. No hace falta que se ponga furioso.

– ¿Ha dicho nueve cero siete?

– Exacto. Le llamaré y le diré que está subiendo.

– Gracias.

Bosch pasó junto al vigilante camino de los ascensores. No se disculpó. Lo había olvidado en cuanto lo perdió de vista. Sólo una cosa, una persona, ocupaba la mente de Bosch en ese momento.

El ascensor se movía con la misma lentitud que los habitantes del edificio. Cuando finalmente llegó a la novena planta, Bosch pasó junto a un puesto de enfermeras vacío; probablemente la enfermera del turno de noche estaba atendiendo las necesidades de un residente. Bosch se encaminó por la dirección errónea, después se corrigió a sí mismo y dio media vuelta. La pintura y el linóleo del pasillo eran nuevos, pero ni siquiera los lugares caros como aquél podían eliminar el olor a orina y desinfectante, ni la sensación de vidas cerradas detrás de puertas cerradas. Bosch encontró la puerta de la 907 y llamó una vez. Oyó una voz débil que lo invitaba a pasar. Era más un gimoteo que un susurro.

Bosch no estaba preparado para lo que le esperaba al abrir la puerta. Había una sola luz encendida en la habitación, la de una pequeña lámpara de lectura situada junto a la cama que dejaba la mayor parte de la estancia en penumbra. Vio un anciano sentado en la cama, apoyado en tres almohadas, con un libro en sus manos frágiles y lentes bifocales en el puente de la nariz. Lo que a Bosch le pareció sobrecogedor del retablo que tenía ante sí era que la ropa de cama estaba abultada en torno a la cintura del hombre, pero plana en el resto de la cama. La cama estaba plana. No había piernas. La silla de ruedas que permanecía a la derecha del lecho completaba la impresión. Había una manta sobre la silla, pero de debajo de ella salían dos piernas con pantalones negros y mocasines que se extendían hasta el reposapiés. Daba la sensación de que la mitad del hombre estaba en la cama, pero que éste había dejado la otra mitad en la silla. La cara de Bosch debió de mostrar su confusión.

– Son prótesis -dijo la voz con escofina desde el lecho-. Perdí mis piernas… Diabetes. Casi no queda nada de mí, salvo la vanidad de un anciano. Me hicieron esas piernas para mis apariciones públicas.

Bosch se acercó a la luz. La piel del hombre era como la parte de atrás del papel pintado arrancado de la pared. Amarillenta, pálida. Los ojos estaban hundidos en las sombras de un rostro esquelético y el pelo era apenas una insinuación en torno a las orejas. Tenía las manos finas ribeteadas de venas azules del tamaño de lombrices debajo de una piel moteada. Estaba muerto, Bosch lo supo. La muerte ciertamente lo tenía más agarrado que la vida.

Conklin dejó el libro en la mesa, junto a la lámpara. Llegar hasta la mesa le supuso un gran esfuerzo. Bosch vio el título: La lluvia de neón.

– Es de misterio -dijo Conklin, y se rió socarronamente-. Me concedo leer libros de misterio. He aprendido a apreciar la escritura. Nunca lo había hecho antes. Nunca me tomé el tiempo necesario. Vamos, Monte, no hace falta que me tenga miedo. Soy un anciano inofensivo.

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