Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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De repente ya no estaba solo. Las manos de alguien lo agarraron desde atrás y lo empujaron hacia la barandilla. Bosch se resistió. Giró salvajemente los codos y clavó los talones y trató de detener su movimiento hacia el abismo. Intentó hablar, gritar en demanda de auxilio, pero ningún sonido salió de su garganta. Vio el agua que brillaba como las escamas de un pez debajo de él.

Entonces, con la misma rapidez con la que lo habían agarrado, las manos desaparecieron y se encontró solo. Giró en redondo y no vio allí a nadie. Desde detrás oyó que una puerta se cerraba violentamente. Se volvió de nuevo y no había nadie. Y tampoco había puerta.

El último coyote - изображение 42

Bosch se despertó dolorido en la oscuridad y oyó gritos ahogados. Estaba tumbado sobre una superficie dura y al principio le costaba moverse. Finalmente, deslizó la mano por el suelo y determinó que era moqueta. Sabía que estaba tumbado en algún lugar cerrado. Al final de la extensión de oscuridad vio una pequeña línea de luz tenue. La miró durante un rato, utilizándola como punto focal, antes de darse cuenta de que era la línea de luz que se colaba por debajo de una puerta.

Se incorporó hasta sentarse y el movimiento hizo que su mundo interior se deslizara y se fundiera como una pintura de Dalí. Sintió una náusea y cerró los ojos y esperó varios segundos hasta que recuperó el equilibrio. Se llevó una mano a la sien, el foco del dolor, y descubrió que tenía el cabello apelmazado con una sustancia pegajosa. Por el olor supo que era sangre. Sus dedos rastrearon con cuidado el pelo hasta un corte profundo de cinco centímetros de longitud en el cuero cabelludo. Se lo tocó con cautela y verificó que por el momento la sangre había coagulado. La herida ya no sangraba.

No creía que fuera capaz de ponerse de pie, de manera que reptó hacia la luz. El sueño del coyote irrumpió en su mente y luego desapareció en un relámpago de dolor rojo.

La puerta estaba cerrada con llave. No le sorprendió. Pero el esfuerzo lo dejó exhausto. Se inclinó de nuevo hacia la pared y cerró los ojos. En su interior, el instinto de buscar una vía de escape y el deseo de quedarse tumbado y curarse lucharon por su atención. La batalla quedó interrumpida por la reaparición de las voces. Bosch sabia que no procedían de la habitación que estaba al otro lado de la puerta, sino de más lejos. Aun así, provenían de un lugar lo bastante cercano para que las palabras resultaran inteligibles.

– ¡Imbécil!

– Mira, te repito que no habías dicho nada de ningún maletín. Tú…

– Tenía que haber uno. Usa el sentido común.

– Dijiste que trajera al tipo y te lo he traído. Si quieres vuelvo al coche y busco el maletín. Pero no dijiste nada de…

– No puedes volver, estúpido. El sitio estará lleno de polis. Probablemente ya habrán encontrado su coche y el maletín.

– Yo no vi ningún maletín, a lo mejor no llevaba.

– Y a lo mejor debería haber confiado en otro.

Bosch se dio cuenta de que estaban hablando de él. También reconoció que la voz enfadada pertenecía a Gordon Mittel. Tenía la expresión seca y la altivez del hombre que Bosch había conocido en la fiesta de recaudación de fondos. Bosch no reconoció la otra voz, pero tenía una buena idea de a quién pertenecía. Aunque defensiva y sumisa, era una voz áspera, cargada con el timbre de la violencia. Bosch supuso que era la del hombre que le había golpeado. Y suponía que era el hombre que había visto en el interior de la casa durante la fiesta.

Bosch tardó varios minutos en considerar el tema acerca del cual estaban discutiendo. Un maletín. Su maletín. Sabía que no estaba en el coche. Entonces cayó en la cuenta de que lo había olvidado en la habitación de Conklin. Lo había subido para mostrarle la foto que le había dado Monte Kim y los extractos bancarios del depósito de Eno, y confrontar al anciano con sus mentiras. Pero el anciano no le había mentido. No había negado a la madre de Bosch. Y por tanto la foto y los extractos bancarios no habían sido necesarios. El maletín había quedado olvidado al pie de la cama.

Pensó en la última conversación que había escuchado. Mittel le había dicho al otro tipo que no podía volver porque la policía estaría allí. Eso carecía de sentido. A no ser que alguien hubiera sido testigo de la agresión. Quizá el vigilante de seguridad. Eso le dio esperanza, pero ésta se desvaneció en cuanto se le ocurrió otra posibilidad. Mittel se estaba ocupando de todos los cabos sueltos y Conklin tenía que ser uno de ellos. Bosch se desplomó contra la pared. Sabía que ahora era el último cabo suelto. Se quedó sentado en silencio hasta que volvió a oír la voz de Mittel.

– Ve por él. Llévalo afuera.

Lo más deprisa que pudo, sin haber concebido un plan, Bosch reptó hacia atrás al lugar donde creía que se había despertado. Chocó contra algo duro y a tientas determinó que era una mesa de billar. Enseguida encontró la esquina y buscó en el bolsillo. Cerró la mano en torno a una bola de billar. La sacó, tratando de pensar en una forma de ocultarla. Al final, la tiró al interior de la chaqueta de manera que rodó por el interior de la manga izquierda hasta el hueco del codo. Había sitio más que suficiente. A Bosch le gustaban las americanas grandes porque le daban espacio suficiente para guardar su pistola. Eso hacía que las mangas fueran holgadas. Creía que si doblaba el brazo podría ocultar la pesada bola en los pliegues de la manga.

Cuando oyó que una llave tocaba el pomo, se movió hacia la derecha y se desparramó en la moqueta. Cerró lo ojos y aguardó. Confiaba en que estuviera en el mismo sitio donde lo habían arrojado sus captores, o al menos cerca. En cuestión de segundos, oyó que la puerta se abría y una luz le quemó a través de los párpados. Después no hubo nada, ningún sonido, ningún movimiento. Bosch esperó.

– Olvídalo, Bosch -dijo la voz-. Eso sólo funciona en las películas.

Bosch no se movió.

– Mira, tu sangre está en toda la moqueta. Está en el pomo.

Bosch se dio cuenta de que debía de haber dejado un rastro de ida y vuelta a la puerta. Su plan medio urdido de sorprender a su raptor y reducido ya no tenía ninguna posibilidad. Abrió los ojos. Había una luz en el techo, justo encima de él.

– Muy bien -dijo. ¿Qué quieres?

– Levántate. Vamos.

Bosch se levantó despacio. Apenas podía moverse, pero le añadió un toque de interpretación. Y cuando se hubo levantado por completo vio sangre en el fieltro verde de la mesa de billar. Rápidamente trastabilló y se agarró en aquel lugar como punto de apoyo. Esperaba que el hombre de la habitación no hubiera visto que la sangre ya estaba allí.

– Apártate de ahí, maldita sea. Es una mesa de cinco mil dólares. Mira la sangre… ¡joder!

– Lo siento, pagaré la limpieza.

– No donde vas a ir. Vámonos.

Bosch lo reconoció. Era el hombre que suponía que sería.

El hombre de Mittel de la fiesta. Y la cara, áspera, fuerte, concordaba con la voz. Tenía la tez rubicunda, marcada por dos ojos pequeños y castaños que no parecían parpadear nunca.

Esta vez no llevaba traje. Al menos Bosch no lo vio. Estaba vestido con un mono azul que parecía nuevo. Bosch sabía que los asesinos profesionales solían usarlos. Era fácil de limpiar después de un trabajo y no te estropeabas el traje. O si no, bastaba con desabrocharse el mono, tirado y ya estabas en camino.

Bosch se levantó por sí mismo y dio un paso, pero inmediatamente se dobló y cruzó los brazos en torno al estómago. Pensó que ésa sería la mejor forma de ocultar el arma que llevaba.

– Me has dado bien, tío. Me mareo. Creo que voy a vomitar.

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