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Irving Wallace: Fan Club

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Irving Wallace Fan Club

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Sharon Fields, estrella de cine, es una mujer cuyo éxito parece irresistible a todo el mundo. Existe un silecioso grupo masculino de fans que está planeando raptarla. Su meta retorcida, sus aspiraciones, son satisfacer sus más oscuros deseos y frustraciones con ella. Sharon, a quien la vida sonreía, se ve secuestrada, atada, humillada y, lejos de rendirse, planea su propia escapada. Uno por uno engatusa a los secuestradores para salir sana y salva de su prisión.

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Ella esperó pensando que iba a estrecharla entre sus brazos pero le vio detenerse a cosa de un metro y medio de distancia.

– ¿Es que ni siquiera vas a besarme? -le preguntó.

– Te tengo preparada otra cosa -contestó él sin dejar de sonreír.

– ¿De veras? -le preguntó ella aparentando coquetería-. ¿Podré adivinarlo?

– No sé. Tal vez sí. -La miró de arriba abajo-. Bueno, ya ha llegado el gran día. Voy a echarte de menos.

Ella se esforzó por averiguar si hablaba con sinceridad.

– Gracias. Y yo a ti también. -Vaciló-. Ya conoces la frase partir es morir un poco.

– Sí -dijo él mirándole la blusa con los ojos contraídos-. Lástima que todo haya terminado. -Hizo un gesto con la mano libre-. Estos pechos, no creo que vuelva a ver jamás otros iguales.

– En estos momentos son para ti si los quieres.

– Quítate la blusa, nena.

– Pues, claro.

Presa de la confusión, Sharon se desabrochó la blusa y se la quitó. Arrojándola al suelo, hizo ademán de desabrocharse el sujetador.

– ¿Cómo es posible que lleves eso?

– Me estaba vistiendo para mi regreso a casa, él la contempló en silencio mientras se quitaba el sujetador y lo dejaba caer al suelo.

Después la vio erguirse y echar los hombros hacia atrás, permitiéndole posar los ojos en sus blancos pechos y en los generosos pezones pardo rojizos.

Sharon observó que se le movían los finos labios y le preguntó inmediatamente:

– ¿Quieres que me lo quite todo? ¿Quieres que nos hagamos el amor?

La estaba mirando con ojos brillantes y su sonrisa se había trocado en una mueca.

– Me gustaría mucho, nena, pero ya no disponemos de tiempo. -Fijó la mirada en sus pechos desnudos-. Sólo quería echarles un último vistazo antes de irnos.

– ¿Acaso habéis cobrado ya el rescate? -le preguntó ella desconcertada-. ¿Vamos a irnos ahora?.

– No vamos a irnos. Voy a irme yo. Tú te quedas. -Su sonrisa había desaparecido-. Sabes que no hemos cobrado el rescate. Sabes que no tenemos nada. Sabes que mi compañero ha muerto. Sabes que tu gente nos ha traicionado, ha intentado engañarnos y no ha cumplido la parte del trato que le correspondía.

– No lo creo -dijo ella jadeando y acercándose las manos al pecho-. ¿Cómo podría saberlo?

– Lo “sabes” pequeña perra. -Shively se desplazó de lado y apoyó la palma de la mano sobre el televisor-. Aún está caliente. Sabes todo lo que ha ocurrido. Y también sabes por qué estoy aquí.

– Yo no -empezó a decir ella retrocediendo.

– El trato era el dinero o tu vida -le dijo Shively lentamente-. No hay dinero, pues, muy bien, no hay vida.

– ¿Qué estás diciendo? -empezó a decirle ella tartamudeando aterrorizada.

– Estoy diciendo que ojo por ojo. Justicia estoy diciendo. Por culpa tuya ha muerto Brunner. El viejo ha muerto.

Por culpa de los hijos de puta ricachones que trabajan para ti, Yost -sí, así se llamaba-, Yost ha muerto. Por consiguiente, sólo queda una persona que puede delatarnos y señalarnos con el dedo.

– No, te juro que no, yo no lo haré, te lo prometo, te lo juro. -dijo ella retrocediendo hacia la pared.

– No te esfuerces, -le dijo él despiadadamente-. Sabes que nos odias. Sabes que darías cualquier cosa con tal de echarnos el guante. Pero no te lo vamos a permitir, ¿comprendes?

Petrificada y sin poder hablar observó cómo extraía la mano del bolsillo. La mano que empuñaba un arma.

Levantando el arma en dirección a ella y acercando el índice al gatillo le dijo:

– Cierra los ojos. Ni siquiera te darás cuenta.

Ella, se comprimió contra la pared y se fue hundiendo lentamente hacia el suelo gimiendo y sin poder apartar la mirada del cañón metálico que la iba siguiendo, de aquel mortífero hocico que apuntaba contra su corazón.

Hubiera querido suplicarle, intentar explicarle, explicarle que no quería morir, que todavía no, ahora no, por favor.

En aquellos instantes la distrajo otro movimiento y sus ojos se desplazaron instintivamente hacia el mismo.

Detrás de su verdugo junto a la puerta, se encontraba el Soñador, Sharon ahogó un grito en la garganta en el momento en que la segunda e inesperada imagen se adelantaba con el brazo extendido blandiendo un largo cuchillo de cocina, como alguien que hubiera enloquecido.

Alertado por el movimiento de sus ojos, e inmediatamente consciente de que a su espalda estaba ocurriendo algo inesperado, Shively fue a volverse rápidamente dispuesto a utilizar el arma para defenderse.

En aquellos momentos, la hoja de acero descendió hundiéndose entre sus paletillas y desgarrándole la carne empujada hasta el fondo por la mano del Soñador. El arma de Shively se disparó contra el techo astillando una viga de madera. Sharon yacía tendida contra la pared, contemplando boquiabierta y sin dar crédito a sus ojos la escena que se estaba desarrollando ante su mirada como en cámara lenta.

Shively lanzó un grito estridente, abrió mucho los ojos, contrajo el rostro y abrió y cerró la boca al tiempo que la pistola se le escapaba de los dedos y caía ruidosamente al suelo.

Se adelantó tambaleándose y gruñendo y procurando arrancarse frenéticamente el cuchillo que le sobresalía de la espalda.

Después se desplomó lentamente de rodillas con los brazos colgantes y, al final, cayó de bruces.

Aterrada y fascinada, Sharon miró a Shively y después al Soñador, que permanecía de pie con la mano que había empuñado el cuchillo todavía en alto, y con una expresión como de incredulidad y repugnancia, incredulidad en relación con lo que había hecho y repugnancia a causa del espectáculo que tenía ante sus ojos.

Como un autómata empezó a retroceder y a experimentar involuntarios espasmos de vómito. Intentó vomitar pero no lo consiguió y entonces se cubrió la boca y después los ojos con las manos al ver que la sangre brotaba como un surtidor de la herida de la espalda de Shively.

Apretándose contra la pared y cubriéndose parcialmente los ojos, Sharon observó que la mano derecha de Shively serpeaba sobre el suelo.

Entonces se apartó las manos de los ojos y le miró estupefacta.

El animal yacía tendido frente a ella con la hoja del cuchillo sobresaliéndole de la espalda, con la cabeza ladeada y los ojos enrojecidos muy abiertos.

Le manaba de la boca un hilillo de sangre, pero lo más curioso era que estaba arrastrando la mano por el suelo.

Entonces Sharon comprendió la verdad. No había muerto. El animal aún vivía. Su fuerza resultaba increíble. Y sus dedos se estaban acercando a la pistola que sólo se encontraba a escasos centímetros de su mano.

Miró al Soñador que se encontraba al otro lado de la estancia, pero éste aún estaba luchando contra sus propias náuseas, presa de un incontenible acceso de tos.

Sharon comprendió instantáneamente que su vida estaba de nuevo en sus manos.

Quiso actuar, pero sus músculos estaban paralizados por el miedo y se negaban a obedecerle.

Volvió a mirar la mano de Shively que seguía serpeando y serpeando, a cinco centímetros, cuatro centímetros, tres centímetros del arma mortífera.

Se sobrepuso, se llenó de vida, se levantó del suelo y cruzó la estancia. Los dedos de Shively ya habían alcanzado a tocar la culata de la pistola pero, en aquellos momentos, ella se la apartó de la mano, de un puntapié y la envió contra la pared al lado de la mesa del tocador.

Aquel instintivo acto de defensa había sido un acto de recuperación.

Sharon advirtió que la sangre abandonaba su cabeza y que se reducía el martilleo de su corazón permitiéndole recuperar el dominio de sí misma.

Corrió apresuradamente hacia la mesa del tocador, se agachó y recogió el arma. Sin prestar atención al pobre muchacho del otro lado de la estancia, se volvió y avanzó lentamente hacia el sangrante y apuñalado cuerpo de Shively tendido en el suelo.

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