Irving Wallace - Fan Club

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Sharon Fields, estrella de cine, es una mujer cuyo éxito parece irresistible a todo el mundo. Existe un silecioso grupo masculino de fans que está planeando raptarla. Su meta retorcida, sus aspiraciones, son satisfacer sus más oscuros deseos y frustraciones con ella. Sharon, a quien la vida sonreía, se ve secuestrada, atada, humillada y, lejos de rendirse, planea su propia escapada. Uno por uno engatusa a los secuestradores para salir sana y salva de su prisión.

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Hubiera querido agarrar las maletas y echar a correr. Pero no podía moverse: el terror le había inmovilizado por completo. Al diablo las malditas maletas. Aunque pudiera correr, ya no se atrevía a hacerlo. El caso era ocultarse de la vista hasta estar seguro.

Soltó la escopeta y avanzó serpenteando aplastado contra el suelo. El sonido de los helicópteros era atronador y le martilleaba los tímpanos.

Tendido en el suelo, rígido como un riel, advirtió que la tierra temblaba debajo suyo. Levantó la cabeza, miró a su izquierda y se quedó petrificado.

Uno de los panzudos helicópteros azules, parecidos a unos tiburones, estaba aterrizando en la zona cubierta de maleza que había algo más abajo del camino donde él se encontraba.

Se incorporó un poco, miró por encima del hombro y vio para su horror que el segundo helicóptero también estaba tomando tierra.

En aquellos segundos experimentó el sobresalto de la comprensión y el cuerpo se le estremeció como sacudido por una corriente eléctrica.

Ambos helicópteros eran Bell Jet Rangers A-4. Ambos tenían unas letras blancas orgullosamente pintadas en los laterales. Decían: LAPD ¡La policía! Se estaba levantando polvo por todas partes. Tosiendo y ahogándose, Yost comprendió lo que estaba ocurriendo. Habían aterrizado.

Se puso trabajosamente en pie y escudriñó a través de las partículas de polvo y arena para asegurarse de que no estaba viviendo una pesadilla.

Y entonces pudo verlo.

El helicóptero más próximo, el situado más abajo del camino, aparecía como agachado en el suelo, a no más de cincuenta metros de distancia.

Su hélice había cesado de girar. Estaba siniestramente inmóvil. Ahora se estaba abriendo la portezuela de la carlinga. Yost vislumbró una figura emergiendo de la portezuela del Jet Ranger. Se trataba de un corpulento oficial de policía con casco blanco y uniforme caqui extrayendo de la funda un arma amenazadora, santo, cielo, hasta el arma podía identificar, era el acostumbrado revólver Smith amp;Wesson del 38.

Presa del pánico, Yost no esperó por más tiempo. Recogió apresuradamente la escopeta, se agachó y echó a correr hacia el lugar en que había encontrado el dinero del rescate.

Corriendo y tropezando en dirección al reborde de la roca, llegó a la altura de éste, lo rodeó y se arrojó a la concavidad que había detrás, dejándose caer sobre la protectora tierra jadeante y casi sin resuello.

Al cabo de unos momentos levantó la cabeza por encima del parapeto. Contempló la escena con incredulidad: dos, tres, cuatro, cinco hombres uniformados, con sus cascos y sus relucientes placas, todos ellos armados y, subiendo cautelosamente la pendiente.

Y después le distrajo otro movimiento que estaba teniendo lugar a su izquierda: había tres, cuatro, cinco hombres procedentes del otro helicóptero, atravesando al unísono la carretera, deslizándose por la abertura de la valla y corriendo para reunirse con sus compañeros y completar el semicírculo.

Yost les observó congelado por el miedo. Se estaban acercando, estaban tan cerca que ya podía verles claramente los implacables y torvos rostros. Yost hubiera deseado huir pero no podía.

Estrangulado por el miedo y loco de terror miró primero la escarpada roca y después el precipicio de abajo.

No podía ir a ninguna parte, no podía huir. Estaba atrapado. No podía ocurrir pero estaba ocurriendo. Le habían traicionado. Todos habían sido traicionados.

¡Malditos traidores! La policía, los asesinos, habían salido a atraparle.

No. No, nunca. A él no. No era justo. Estaba mal. Debía tratarse de algún error. Averiguarían que era un error y seguirían su camino. Aquella increíble pesadilla seguiría también su camino. Y sería como si jamás hubiera ocurrido.

Ahora se habían acercado más y estaban cerrando el lazo y él era como un pobre perro mestizo acorralado.

¿Acaso no sabían quién era? No era un criminal, no era un golfo, no era una de esas personas, no, era el señor Howard Yost, héroe del fútbol americano, columna vertebral de la respetable Compañía de Seguros de Vida Everest, era el señor Howard Yost, marido de Elinor, padre de Nancy y Timothy, con amigos por todas partes y hasta casa propia.

A veinte metros de distancia distinguió un extraño objeto pegado a un rostro carnoso y despiadado. Un megáfono, un megáfono como los que usaban sus incondicionales para animar a la muchedumbre de las gradas a vitorear a Howie Yost, a Howie el Grande, a Howie el Invencible, el hombre de hierro, aguanta firme, aguanta firme.

Se imaginó que pronto iba a escuchar los vítores lanzados a través del megáfono pero, en su lugar, escuchó una atronadora voz de bajo.

– ¡Está usted rodeado! ¡Arroje la escopeta!!Levante las manos! ¡Salga con las manos en alto! Perdió la cordura.

¿Hacerle eso al señor Howard Yost, súbdito americano? ¡Noooo, jamás, jamás, jamás! Enloquecido, se apoyó la escopeta contra el hombro, apoyó el cañón sobre el terraplén y, sin apuntar, empezó a disparar a diestro y siniestro, cargando de nuevo el arma, disparando a todas partes para decirles quién era, para ordenarles que se fueran, que le dejaran en paz, pero ninguno de los patibularios componentes del círculo que se iba cerrando sobre él se había marchado ni había contestado a sus disparos.

Buscó las dos últimas cápsulas, cargó apresuradamente el arma pensando en lo extraño que resultaba aquel silencio y, súbitamente, recuperó la cordura y comprendió lo que estaba ocurriendo.

Efectuó otro disparo al tuntún, comprobó que no le quedaba más que una cápsula y soltó la escopeta al comprender la verdad.

No contestaban a sus disparos porque les habían ordenado que le apresaran vivo. Le querían vivo para pegarle una paliza, para aplicarle el tercer grado, para obligarle a hablar, para obligarle a confesar dónde mantenían prisionera a Sharon Fields.

Y entonces se sabría toda la sucia y cochina historia. Ya se imaginaba en las primeras planas de los periódicos. Ya se veía en las pantallas de televisión. Ya se veía condenado por los tribunales.

Ya se veía a través de los ojos de Elinor, de Nancy y de Timothy, a través de los ojos de sus clientes, de sus colegas y amigos. Desnudo.

Un violador pervertido, un secuestrador y un ladrón, un monstruo repugnante.

Pobre Elinor, pobres, pobres niños, cuánto os quiero.

El eco de la atronadora sentencia del megáfono se escuchaba por todas partes.

– ¡No tiene ninguna posibilidad! ¡Entréguese! ¡Arroje la escopeta! ¡Levántese y adelántese con las manos en alto!

No, no. No. No le podía hacer eso a Elinor, te quiero Elinor, y a los niños tampoco, pobres niños, niños guapos, papá os quiere, os querrá siempre.

El enloquecedor megáfono resonaba en su oído.

– ¡Le quedan cinco segundos para entregarse, de lo contrario iremos a apresarle!

No.

El megáfono.

– Uno, dos, tres, cuatro.

No, nunca. La póliza, la póliza de seguros, había una cláusula de indemnización.

– !Cinco!

Vio borrosamente la línea color caqui catapultándose hacia él, cruzando el camino, avanzando hacia él como si fuera un infractor de la ley, disponiéndose a aplastarle y engullirle.

Os quiero, os quiero, os quieroooooo.

Se introdujo el cañón de la escopeta en la boca. Estaba ardiendo. Cerró los ojos. Apoyó el pulgar en el gatillo y después lo presionó con fuerza hacia atrás.

A las tres de la tarde de aquel Cuatro de Julio parecía que en el escondite de las Gavilán Hills se hubiera suspendido temporalmente toda animación humana.

Se trataba, para cada uno de ellos, de un intermedio expectante, de un período destinado a marcar el paso antes de que se reanudara la actividad final.

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