Irving Wallace - La palabra

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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el más grande y trascendental descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jesús, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus años desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Teólogos, impresores, lingüistas, traductores, cristólogos y otros profesionales de todo el mundo forman un único grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrección Dos, que publicará y explotará la nueva versión de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ningún rastro de falsedad debería ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones públicas que lanzará la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ningún miembro de Resurrección Dos consiga detenerlo, Randall conseguirá llegar hasta la única persona que conoce la verdad.

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Reuniendo casi las últimas reservas de vigor, Randall decidió continuar cavando. Dirigió su pala hacia el agujero, más adentro y más adentro, agradándolo, sin toparse con otra cosa que más toba, y preguntándose constantemente si Lebrun habría puesto todos los huevos en una sola canasta o si habría escondido la pequeña caja de acero en alguna otra parte. No importaba; debía continuar cavando.

Había sacado una pala más de roca porosa, arrojándola al piso, cuando oyó un tintineo que le pareció que sonaba como a voces humanas. Pensó que estaba desvariando. Estaba a punto de volverse hacia el agujero cuando nuevamente escuchó el sonido. Las voces eran más claras ahora. Hizo una pausa y escuchó, con la cabeza levantada.

Definitivamente eran voces; o una voz, la voz de una mujer.

Dejó caer la pala y se pegó contra el muro opuesto de la zanja. No había duda. Era una voz distante que flotaba desde lo lejos, más allá de la pradera, que estaba encima de él. Comenzó a volverse hacia la dirección de la entrada del túnel, con la intención de subir y asomarse para averiguar de dónde provenía el sonido. Pero una intuición, más bien un reflejo de su instinto de conservación, le impidió exponerse a través de la única entrada que había.

Sin embargo, él tenía que averiguar quién (o qué) estaba allá fuera.

Puesto que la techumbre de la zanja estaba a un metro de su cabeza, no había manera de observar por encima de la orilla o de estirarse para atisbar a través de las aberturas que había en el techado de tablones. Fijó la vista en las cajas llenas con los escombros, que estaban a sus pies. Rápidamente se agachó, y con un esfuerzo nacido de la prisa, las empujó a través del piso de la zanja. Con muchos esfuerzos, levantó una caja y la puso encima de la otra para formar unos burdos escalones bajos.

Cautelosamente, pisando con inseguridad, subió por su improvisada escalera, y con dificultad empujó los tablones que había sobre su cabeza para separarlos aún más. Entonces, lentísimamente, elevó la cabeza hasta que sus ojos quedaron por encima de la orilla de la zanja y fue clara su visión del campo y el montículo que se extendían hacia la periferia de Ostia Antica, así como del puesto de frutas y la carretera.

A primera vista captó de dónde provenía la voz, que nuevamente se había convertido en varias voces.

Todavía estaban distantes, los tres, y avanzaban en dirección a él; con rápidas y grandes zancadas bajaban el montículo, y eran voces agitadas y ruidosas. Una mujer, una tosca italiana, venía entre dos acompañantes, un muchacho y un hombre. Ella traía asido, con su regordeta mano, el brazo del muchacho (el muchacho era Sebastiano) y con la mano libre estaba gesticulando, amenazando con golpearlo, regañándolo con voz chillona, siendo las palabras todavía inaudibles. Y Sebastiano estaba protestando, mientras ella lo medio empujaba y lo medio arrastraba hacia la excavación de Monti.

La atención de Randall se fijó en la otra persona, lo cual resultó más alarmante. La otra persona representaba a la Ley. No llevaba espada, ni sombrero extravagante, como los carabinieri, sino una camisa veraniega y pantalones color verde olivo, una gorra con una placa de metal, dos bandas blancas cruzadas sobre la camisa y un cinturón blanco con una pistola dentro de una blanca funda. Era un elemento de la Policía rural.

Se estaban acercando; se aproximaban rápidamente.

Randall trató de comprender, y de inmediato presintió lo que estaba ocurriendo.

La mujer era la madre de Sebastiano. Debió haber notado la ausencia de su maldita pala, o de alguna manera se había percatado del hecho de que su hijo la había tomado. Debió haberle sacado la verdad al muchacho, y entonces había notificado al policía local acerca de Randall. Inmediatamente, el asunto se había convertido en algo más que la mera pala. Un extraño, un extranjero, había invadido secretamente la propiedad privada y estaba excavando sin permiso dentro de una zona arqueológica contralada por el Gobierno. Pericolo! ¡Peligro, el Estado está en peligro! Fermi que'uomo! ¡Detengan a ese hombre!

Venían a buscarlo, y posiblemente a arrestarlo.

De un salto, Randall bajó de su improvisada escalera. Ya no importaba si sus especulaciones eran exactas o no. Esto era un verdadero riesgo, era una trampa, y él tendría problemas. No podía dejarse atrapar con la bolsa y el fragmento de papiro. ¡La bolsa! Se inclinó, la alzó junto con su chaqueta, y al demonio con todo lo demás. Ahora sólo tenía un pensamiento. Escapar. Si lo agarraban con la bolsa, nunca podría explicarlo, ni en mil años.

Se subió de nuevo a las cajas y echó una mirada rápida y furtiva por encima de la zanja.

Se habían desviado los tres, el oficial de Policía, la mujer y el muchacho. No se dirigían hacia él, sino hacia la entrada de la zanja principal de la excavación. Estaban a punto de rebasar su campo de visión, como a media manzana de distancia, y casi habían llegado a la entrada. En el instante en que llegaran y comenzaran a desaparecer de su vista, que descendieran a la zanja que estaba a espaldas de él, tendría que moverse, y rápido.

Lei dice che lo straniero è da solo qui? -la madre estaba regañando al muchacho. Y estaba gritando al policía, implorándole-: Dovete fermarlo! È un ladro!

Desesperado, Randall se preguntaba qué estaría diciendo ella. Seguramente algo acerca de un extraño que había bajado aquí solo y que estaba utilizando su pala. Con certeza algo acerca de atraparlo, de atrapar el ladrón.

Estaban desapareciendo de su vista; primero el policía, después Sebastiano, luego la iracunda madre.

Podía oír cómo resonaba el parloteo a través del túnel subterráneo.

Randall se movió con rapidez. Ascendió a la última caja llena de escombros, cuidadosamente puso la bolsa sobre la sucia orilla y tiró su chaqueta hacia fuera, se agarró firmemente de la orilla de la zanja y, con lo que le restaba de fuerzas, se impulsó hacia arriba, cayendo afuera sobre el pasto. Luego, arrastrándose completamente fuera de la zanja, completamente libre, tomó su chaqueta y agarró con firmeza la bolsa de cuero. Tambaleante, se puso de pie.

Comenzó a correr, tropezando y continuando, tan rápidamente como sus débiles piernas se lo permitían. Subió la pendiente, espió el puesto de frutas que se encontraba a un lado del distante camino, y hacia allí se dirigió, corriendo cuesta abajo, faltándole el aliento, aminorando el paso hasta alcanzar un trote cuando el terreno se niveló y se encontraba más cerca del puesto de frutas.

Entonces, sofocándose, tratando de recuperar el aire, reconoció al sonriente italiano que había estado hablando con el propietario del puesto de frutas y que ahora se marchaba, dirigiéndose hacia su pequeño «Fiat».

– ¡Lupo! -gritó Randall-. ¡Lupo, espéreme!

El taxista se volvió, asombrado, y cuando vio a Randall avanzando hacia él, su rostro se iluminó con una sonrisa. Acomodándose el sombrero de gondolero sobre la cabeza, Lupo miró esperanzadamente a Randall.

– Lo necesito -dijo Randall con voz entrecortada-. Necesito su taxi.

– ¿A la estación del ferrocarril? -preguntó Lupo con la mirada todavía fija en la desaliñada apariencia de su cliente… la cara sucia, la camisa manchada, las manos inmundas.

– No -respondió Randall de inmediato, sujetando firmemente al chófer de un brazo y llevándolo hacia el «Fiat»-. Quiero que me lleve directamente a Roma, lo más rápidamente posible. Le pagaré bien por llevarme, y también pagaré la gasolina y el tiempo que le tome regresar aquí. ¿Puede llevarme rápido?

– Ya estamos prácticamente allá -resopló alegremente Lupo, abriendo de un tirón la puerta trasera de su taxi-. ¿Usted disfrutó de las ruinas de Ostia Antica, Signore? Se pasa un día descansado, ¿no?

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