Irving Wallace - La palabra

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En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el más grande y trascendental descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jesús, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus años desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Teólogos, impresores, lingüistas, traductores, cristólogos y otros profesionales de todo el mundo forman un único grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrección Dos, que publicará y explotará la nueva versión de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ningún rastro de falsedad debería ensombrecerla.
Steven Randall dirige la agencia de relaciones públicas que lanzará la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ningún miembro de Resurrección Dos consiga detenerlo, Randall conseguirá llegar hasta la única persona que conoce la verdad.

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En ese momento, una hora después, estaba inspeccionando un formidable agujero en la parte baja del muro, un hoyo que todo lo que había producido eran fragmentos de roca.

El aspecto más desalentador de toda esta obsesiva tarea había sido el persistente y molesto hecho de que Randall no sabía con exactitud qué era lo que esperaba encontrar.

Empapado en sudor y fatigado, descansando recargado sobre su pala Randall trató de recordar lo que Robert Lebrun le había prometido entregar, como evidencia y prueba de la falsificación, en la habitación del «Hotel Excelsior»…

Primero, un fragmento de papiro que encaja en la laguna, muesca o agujero que hay en el Papiro número 3… la porción faltante que Monti le recitó a usted, aquella en la que Santiago menciona a los hermanos de Jesús y suyos propios. Es de forma irregular, y mide 9,2 por 6,5 centímetros, y encaja perfectamente en el agujero del supuesto original… Ese fragmento que conservé contiene en su medula prensada, dibujada con tinta invisible justamente sobre el texto legible, la mitad de un pez arponeado. La otra mitad está en el Papiro número 3. El fragmento que obra en mi poder contiene también mi propia firma contemporánea y una frase de mi puño y letra que dice que ésta es una falsificación…

Entonces le daré la evidencia complementaria y concluyente de mi falsificación… los editores tienen veinticuatro trozos de papiro, algunos de los cuales tienen uno o dos huecos que juntos hacen un total de nueve, los mismos que obran en mi poder… pero los demás, ocho, están bien guardados en una caja de acero de 45 centímetros que se encuentra oculta en un lugar seguro.

Naturalmente, he escondido las pruebas… el recobrar las pruebas me tomará un poco de tiempo. Están fuera de Roma… no muy lejos…

Fuera de Roma, no lejos; eso estaba claro, pensó Randall. Recuperar los objetos tomará un poco de tiempo. Eso estaba bien claro, maldita sea.

La segunda parte de la evidencia, dentro de una pequeña caja metálica eso también estaba bastante claro, pensó Randall.

Pero la primera parte de la prueba, la que Lebrun había prometido entregar a cambio del primer pago, el fragmento de papiro de forma irregular y escasos 9,2 por 6,5 centímetros de tamaño… esa parte no estaba clara. Lebrun había omitido describir la clase de recipiente en el que se hallaba escondido, Randall había omitido preguntárselo, y ahora era demasiado tarde.

Sin embargo, tenía que estar dentro de algún envase protector que seguramente sería reconocible, si pudiera encontrarlo. Randall clavó la mirada en los pedazos de toba que había en las cajas. No se había topado con ningún objeto extraño. Había roto todos y cada uno de los pedazos de toba y no había encontrado ningún recipiente de ninguna clase. Se preguntó si finalmente lo hallaría o si, de hecho, acaso existía fuera de la imaginación del ex convicto.

Se enderezó, tomó el mango de madera de la pala y prosiguió cavando.

Mástoba, más escombros, más nada.

Mientras continuaba la excavación y los minutos pasaban, se comenzó a dar cuenta de que su principal obstáculo no era que se le acababa el tiempo, sino las fuerzas.

Metió la pala, y la sacó.

Otra vez adentro y… clang… golpeó algo duro… ¿un pedregón? Maldita sea; si había picado granito, la excavación habría terminado. Se arrodilló soltando un gemido y, a través del sudor que le corría por los ojos, miró, tratando de distinguir con qué se había topado en el agujero. Parecía ser sólo otra roca y, sin embargo, también parecía algo diferente. Dejó caer la pala y metió la mano en el hoyo; alcanzó el objeto y lo recorrió con los dedos para sentir su tamaño. De inmediato se dio cuenta, por lo que sintió en las yemas de los dedos y por la sensación que experimentó debajo de la piel, que el obstáculo tenía forma. Era un objeto elaborado por la mano del hombre. Tal vez un artefacto antiguo. Pero…

Tal vez no.

Con los dedos metidos profundamente en el agujero, tiró del objeto, tratando de echarlo fuera, de desatorarlo de la posición en que estaba entre las capas de toba. Volvió a meter la pala, maniobrando con la punta por debajo, por encima, alrededor del objeto, tratando de moverlo.

Luego otra vez a mano. En unos cuantos minutos se aflojó y comenzó a soltarse. Lo tomó con ambas manos y lo sacó del hoyo.

Era una especie de olla de alfarería, un tarro o vasija de barro, de no más de veinte centímetros de alto y treinta de circunferencia. La boca estaba sellada con una especie de substancia sólida y gruesa de color negro, probablemente brea. Randall trató en vano de perforar el tapón negro. Quitó la mugre que tenía pegada, y una delgada banda negra de brea que había alrededor del centro del tarro se hizo visible. Aparentemente, la vasija de barro había sido abierta en dos mitades y ahora estaba pegada con esa brea.

Randall la colocó sobre el piso de la zanja, se arrodilló, y con el mango de la pala golpeó la vasija por la mitad. Instantáneamente, bajo el fuerte golpe, el tarro se partió en dos mitades, quedando una de ellas parcialmente astillada.

Randall se abalanzó sobre los pedazos de barro, los separó, y de inmediato tuvo frente a sí el contenido. Un solo objeto, una simple bolsa gris de cuero.

Tomó la bolsa y la sostuvo cautelosamente, casi sin atreverse a abrirla.

Lentamente, la abrió, buscó con cuidado en su interior, y sus ampollados dedos cobraron vida al fresco contacto de lo que sintió como una fina tela. Suavemente, comenzó a extraerla. La sacó. Era un cuadrado de seda aceitosa que había sido doblado muchas veces. Comenzó a desdoblarlo, hasta que el contenido quedó al descubierto.

Hipnotizado, se quedó mirando lo que podría haber sido una quebradiza hoja café de maple, pero que era un fragmento de papiro… el preciado papiro de Lebrun. Estaba cubierto con caracteres arameos, varias líneas borrosas escritas con tinta antigua. Era el fragmento faltante del Papiro número 3 que Robert Lebrun había escrito, la primera pieza de la evidencia que había prometido entregar.

Aquí la tenía, se dijo Randall. Esta pieza era o la evidencia de una moderna falsificación que podría reventar la validez del Nuevo Testamento Internacional e impedir el resurgimiento de la fe en todo el mundo… o un fragmento de un auténtico papiro antiguo que para Monti había pasado desapercibido o una pieza que Lebrun había tenido en las manos y que respaldaría aún más contundentemente a Resurrección Dos, exponiendo a Lebrun como un simple y jactancioso mentiroso psicótico.

Sin embargo, de alguna manera, Lebrun lo había conducido a esto y le había recordado que, dentro del meollo, este fragmento de papiro contenía la prueba invisible de que el Evangelio según Santiago era una falsificación y una mentira.

Randall estaba demasiado exhausto para sentir emoción alguna.

No obstante, era posible que aquí tuviera la verdad.

Cuidadosamente, Randall envolvió el fragmento de papiro en su cubierta protectora de seda aceitosa, y con los dedos tiesos lo deslizó dentro de la sucia bolsa gris.

Su instinto le decía que se marchara con su tesoro en ese mismo instante. Pero el recuerdo de la segunda parte de la evidencia de la falsificación, la pequeña caja de acero que contenía los ocho fragmentos adicionales, lo desafió. Con esta primera parte descubierta, ¿podría la segunda prueba devastadora del fraude estar muy lejos? Si esa prueba también existía, debería estar aquí, probablemente en la misma zona, tal vez en las profundidades del mismo agujero.

Fatigado, Randall se puso de pie, tomó la pala y miró fijamente hacia el hoyo. Momentáneamente, se preguntó cómo un anciano como Lebrun había tenido la fuerza para realizar esta tarea… a menos que hubiera sido más vigoroso de lo que Randall había imaginado o a menos que se hubiera valido de un cómplice más joven o que le hubiera pagado a un ayudante de la región. Bien, las especulaciones resultaban inútiles en este momento. Lebrun había realizado la hazaña. Randall se preguntó si él mismo podría también llevarla a cabo, suponiendo que hubiera algo más que desenterrar.

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