John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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Más importante aún, y en eso estaba de acuerdo con Simon, era que la Sombra seguía sin saber que su anonimato corría peligro. Era meramente una cuestión de ponerle nombre al retrato.

Winter había sugerido añadir un elemento más al plan, y a Robinson le pareció sensato. Los dos debían llevar el retrato robot de la Sombra a los presidentes de varias comunidades de vecinos, entre ellas la del difunto Herman Stein. Tal vez alguien podría orientarlos en la dirección adecuada.

Cuando Robinson regresó a su oficina se encontró con que Espy había llamado. Había dejado información sobre la llegada de su vuelo y un mensaje de lo más críptico: «Misión cumplida con cierto éxito.»

No se permitió especular con lo que podía significar, aunque se lo comunicó a Winter cuando ambos se dirigían a Miami Beach, a un mundo de rascacielos de apartamentos.

– Tal vez ha conseguido el nombre -aventuró Simon.

– Seguramente ya no usará el mismo.

– Puede que no, pero mira, si desaparece de pronto, por lo menos tendrás algo con que empezar en los registros. Registros de inmigración, de impuestos, de organizaciones de ayuda humanitaria después de la guerra. Voy a convertirte en un historiador. Lo que creo es que entró en Estados Unidos con ese nombre antes de cambiárselo. Quizás haya algo en la Seguridad Social. Nunca se sabe.

– Augura un montón de trabajo.

– Y la gente cree que ser inspector de Homicidios es todo fama y gloria, ¿eh?

Robinson rió brevemente. Había dejado a la pareja de ancianos en el apartamento del rabino, preparando un té para el agente que les habían asignado como protección. Sus órdenes eran sencillas: no dejar pasar a nadie a menos que tuviera una autorización personal de él o unas credenciales en regla. Había cogido una copia del retrato robot y la había pegado con cinta adhesiva a la puerta de entrada, al lado de la mirilla. Los bloques de pisos tienen escasas ventajas, pero una de ellas es que cuando uno cierra la puerta el apartamento tiene las mismas características de seguridad que una cueva: una única entrada y una única salida. Eso le permitió tener la sensación de que todo estaba mínimamente controlado.

– Pero -añadió Simon- no creo que vayas a encontrar a ese individuo a través de métodos convencionales. Nunca ha sido así. Pienso que él te encontrará a ti. Tenemos que adelantarnos y robarle la posición.

– Así se dice en baloncesto, ¿no?

– Exacto. Cuando uno está jugando de defensa contra un rival muy bueno, intenta calcular en qué punto de la cancha pretende situarse el otro, y simplemente se coloca allí antes que él. -Hizo una pausa y añadió-: Él nunca ha experimentado esa sensación tan fastidiosa.

– Por lo menos, que nosotros sepamos -comentó Robinson.

Entraron en los desfiladeros de hormigón de Miami Beach, una zona donde los altísimos rascacielos parecen competir con las nubes en no dejar pasar el sol. Como en cualquier ciudad, aquellos edificios daban una sensación de uniformidad. Una capa encima de otra de apartamentos similares, gente viviendo en colmenas verticales, con su identidad y su singularidad en contraposición a un mundo de formas, ángulos y tamaños idénticos.

El primer sitio que visitaron fue el piso de Herman Stein. El presidente de la comunidad, un hombre robusto y calvo, estudió el dibujo que le enseñaron y negó con la cabeza. Explicó que aquella comunidad tenía más de mil miembros en cientos de apartamentos, y que aquel retrato, hasta donde él podía distinguir, no se parecía a ninguno de ellos. Esto no sorprendió a Simon Winter, como tampoco que en los dos rascacielos siguientes les dijeran más o menos lo mismo.

– Stein dijo haber visto a la Sombra en una reunión -comentó Robinson, frustrado tras varias horas de respuestas negativas-. ¿Sabes qué podríamos hacer? Obtener listas de todos los edificios, buscar a todos los residentes que vivan solos y después ir de puerta en puerta hasta que nos abra ese cabrón en persona. En alguna lista tendrá que estar.

– Sí, yo también he pensado que es posible que figure en una o dos listas. Pero no he encontrado la que es. Podría funcionar. -Su tono de voz indicaba que no le cabía ninguna duda de que aquello no iba a funcionar.

Robinson consultó el reloj. No quería llegar tarde al aeropuerto. El día estaba muy avanzado y ya se veían franjas rojas en el cielo del oeste. Los hilos de la noche empezaban a reptar entre las sombras de los rascacielos.

– Voy a recoger a Espy -dijo-. ¿Te acerco a alguna parte?

De repente Simon tuvo una idea. Asintió y le dio una dirección a su compañero de fatigas. Seguidamente dobló una copia del retrato robot y se la guardó en el bolsillo.

Robinson detuvo el coche junto al bordillo.

– Pronto va a suceder algo -dijo-. El anuncio se lee esta noche. -Volvió a mirar el reloj-. De hecho, lo van a leer de un momento a otro. Debería provocar alguna reacción en los dos próximos días. Y tenemos que ver qué ha averiguado Espy.

– Llámame cuando sepas algo. Después de aquí me iré a casa.

– ¿Qué harás aquí?

– Bueno, dudo que consiga algo -respondió Simon alejándose del coche-. Y lo más seguro es que se hayan ido todos a casa.

El inspector se lo quedó mirando. Allá en lo alto, un avión había enfilado la aproximación final al Aeropuerto Internacional de Miami, y su ruta pasaba por encima de Miami Beach. Todavía volaba demasiado alto para que se oyera el zumbido de los motores, así que el aparato parecía flotar en el cielo cada vez más oscuro.

– ¿Por qué lo dudas? -inquirió.

Simon ya se había dado la vuelta, pero se giró e hizo un gesto con la mano como restándole importancia al asunto, como si no mereciera la pena dedicarle ni un minuto. Walter vio exactamente el efecto que aquel gesto pretendía ejercer en él, y se contuvo de reincorporarse al tráfico en dirección al aeropuerto, que era lo que deseaba una gran parte de él. En cambio, echó el freno de mano y se apeó. Simon, unos metros más adelante, se detuvo y sonrió.

– ¿Qué pasa, no te fías de mí?

– No es eso -dijo el inspector al llegar a su altura, y preguntó-: ¿Qué sitio es éste?

– El Centro del Holocausto. Es el único sitio que he visitado desde que empezó todo esto, donde el pasado se reúne con el presente. Gracias a unos cuantos cadáveres, claro.

Entró en el edificio seguido por el policía.

La recepcionista estaba recogiendo sus cosas cuando los vio entrar. Frunció el ceño con impaciencia, pero se quedó impresionada cuando Robinson le mostró la placa. Tardaron sólo unos segundos en ser conducidos al despacho de Esther Weiss, donde encontraron a la joven junto a su pequeña mesa. Saludó rápidamente a Simon Winter, con amabilidad y resignación a la vez: ella también estaba preparándose para irse.

– Señor Winter, ¿ha tenido algún éxito? ¿Sigue creyendo que ese hombre está aquí?

Simon le presentó al inspector y Esther Weiss preguntó:

– ¿También la policía cree que la Sombra anda por aquí?

– Así es -contestó Robinson.

La directora del centro se encogió ligeramente de hombros, puso su pequeño maletín sobre la mesa y se sentó.

– Es terrible. Jamás pensé que fuera posible algo así. Hay que encontrarlo y llevarlo ante la justicia. Hay tribunales en Israel y Alemania…

– Me interesan más los que están en el otro extremo de Miami -replicó Robinson.

La mujer asintió con la cabeza.

– Entiendo. Ha de ser llevado ante la justicia y…

Winter la interrumpió con una mano. No era la primera vez que tenía aquella conversación con ella, y una de las ventajas de ser viejo es que puedes interrumpir a una mujer joven sin quedar como un maleducado. Metió la mano en la chaqueta y sacó el retrato robot. Sin pronunciar palabra, lo extendió sobre la mesa para que ella lo viera. Ella lo contempló fijamente, igual que había hecho todo el mundo, pero cuando levantó la vista le vibraba ligeramente el párpado derecho y tenía un leve temblor en los labios.

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