John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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La hija no tradujo aquello, pero Schultz sí, en voz baja. Espy vio que el rostro de la mujer se contraía y comprendió que estaba recreando un viejo dolor privado entre padre e hija.

– Tú no te preocupes -continuó el antiguo nazi-, y así tampoco me preocuparé yo.

Apartó la vista de su hija y volvió a enfocarla en Espy.

– En aquella época había transportes de continuo. Hacían redadas a diario. En ocasiones, dos veces al día.

– ¿Redadas?

– De judíos. Los transportaban al Este, a los campos. -Sonrió-. Aquellos trenes siempre eran puntuales.

Espy intentó poner cara de póquer.

– ¿Y la Sombra?

Klaus Wilmschmidt volvió el rostro y sus ojos buscaron la ventana. Se quedó mirando el cristal.

– No veo nada -se quejó amargamente-. Estoy aquí tumbado y lo único que puedo ver es una esquina de la casa de al lado y un trozo de cielo. No hay luz -añadió con súbita agitación y una vez más cogió la mascarilla al sentir que le faltaba el aire.

Luego se volvió hacia Espy.

– La Sombra estaba en la oficina del mayor, quien me llamó. El mayor sabía que él era distinto. Yo sólo vi a un muchacho vestido como un obrero, con botas gruesas, pantalón de lana y chaqueta. Llevaba un sombrero calado, de tal modo que costaba verle la cara. Entonces, el mayor me dijo: «Este judío nos ayudará a atrapar a otros judíos», y yo lo saludé. Era algo que ya me esperaba. Pero lo que vino a continuación fue inusual, porque el mayor se giró hacia el judío y le dijo: «Willem, tú eres judío, ¿no es así?», como si estuviera de broma. Y el muchacho, que tendría unos veinte años, hizo una mueca como si fuera una bestia del zoo. Estaba lleno de rabia y rebeldía. Y pasados unos momentos contestó: «¡Sí, Herr Mayor, soy judío!» Y el mayor se echó a reír y me dijo: «Willem no es muy judío, sargento, sólo un poquito. ¿Cómo de poquito, Willem?» Y el chico respondió: «Por mi abuela, la muy maldita.»

El anciano hizo una pausa y miró a Espy.

– Usted es una mujer de leyes, ¿correcto?

– Así es. Soy abogada y fiscal…

– ¡Ustedes no tienen leyes como las que teníamos nosotros! ¡Las leyes de la raza! -Rió-. ¡Pobre Sombra! Con una abuela medio judía que renunció a su religión al casarse antes de la guerra. Y que murió antes de que naciera él. Qué terrible broma, ¿no lo cree así, señorita Martínez? Una mujer a la que él no había llegado a conocer le puso su sangre en las venas, y por eso él tenía que morir. ¿Acaso no es una broma macabra? ¿No ve en ello la mano del diablo jugando con el pobre Sombra?

Hizo una pausa como si aguardara una respuesta, pero ella no contestó, así que continuó:

– Entonces el mayor me dijo: «Willem puede sernos de gran utilidad. Nos encontrará judíos. Y también hará otras cosas para mí. ¿No es así, Willem?» Y el muchacho contestó: «Sí, Herr Mayor.» No sé, pero yo sospeché que el mayor lo conocía de antes y que había tenido relación con él. Pero no se lo pregunté, y el mayor me ordenó que lo entrenara. En vigilancia, persecución, armas, detección. Que incluso le enseñara algo de códigos. Y también a hacer falsificaciones, para lo cual tenía muy buena mano. «¡El chico ha de aprender a ser un Gestapo!» ¡Un judío! De modo que le enseñé y, ¿sabe?, señorita Martínez, jamás un maestro ha tenido un alumno como él.

– ¿Por qué?

– Porque en todo momento tenía presente que podían subirlo al siguiente transporte. Y porque sentía un odio profundo y total.

– Pero por qué el mayor…

– Porque el mayor era un hombre inteligente. ¡Un hombre brillante! Todavía hoy hago el saludo cuando me acuerdo de él. Su trabajo consistía en buscar judíos, pero sabía que le sería muy útil tener a un hombre como la Sombra, aunque tuviese rastros de sangre judía en las venas, bien entrenado y siempre dispuesto para cualquier tarea. ¿Que quería robar un documento? ¿Asesinar a un rival? Nadie mejor que la Sombra para cualquier trabajo sucio que necesitara el mayor. Porque, señorita Martínez, ¡ la Sombra ya estaba muerto! Como lo estaban todos los judíos. Y sabía que debía la vida solamente a sus capacidades especiales.

El viejo nazi sonrió de nuevo.

– Fuimos asesinos, señorita Martínez, él y yo. Maestro y alumno. Pero él era muy superior a mí… -Se pasó una mano por la frente-. Yo me sentía culpable, en cambio él no.

Hizo otra pausa.

– Era nuestro asesino perfecto, ¿y sabe otra cosa, señorita Martínez?

– ¿Qué?

– La Sombra disfrutaba de verdad con su trabajo. Detrás de todo su odio, le encantaba dar muerte a quienes culpaba de la sangre sucia que corría por sus venas.

– ¿Qué fue de él?

Klaus Wilmschmidt afirmó con la cabeza.

– Era muy listo. Robaba diamantes, oro, joyas, lo que fuera. Robaba a la gente que encontraba y después se encargaba de su muerte. Es que, señorita Martínez, sabía que su propia existencia dependía de su capacidad para detectar judíos y ejecutar los encargos especiales del mayor. A medida que iba disminuyendo el número de judíos a cazar, en el cuarenta y tres y el cuarenta y cuatro, su propia existencia fue volviéndose más precaria. De modo que tomó precauciones.

– ¿A qué se refiere?

– Adoptó medidas para sobrevivir, señorita Martínez. Todos lo hicimos. Ya nadie creía en nada. Cuando uno oye a la artillería rusa, cuesta trabajo creer. Pero nosotros lo sabíamos mucho antes de eso. Cuando uno ha ayudado a fabricar las mentiras, señorita Martínez, es de tontos creérselas uno mismo.

– ¿Y la Sombra?

– Él y yo teníamos un pacto, un acuerdo de beneficio mutuo. De lo que él robara, yo recibía la mitad. Y papeles. Era todo un falsificador, señorita Martínez. Yo me encargué de conseguir los sellos e impresos necesarios para que, llegado el momento, pudiéramos desaparecer, convertirnos en algo nuevo. Yo iba a ser un soldado de la Wehrmacht, herido en el frente occidental y discapacitado. ¡Un hombre honorable! Un soldado que sólo había obedecido órdenes y que ahora deseaba regresar a su casa en paz. No de la Gestapo. Y así, un día, cuando todo terminó, me convertí en ese hombre. Me entregué a los británicos.

– ¿Y la Sombra?

– A él no iba a resultarle tan fácil, pero era más listo que yo. Se puso a buscar un hombre en el cual convertirse. Lo buscaba todos los días.

– No entiendo.

– Una identidad diferente. Un judío, como él mismo. De aproximadamente la misma edad, estatura, formación. Con el mismo color de pelo. Y cuando lo encontró, no lo subió a un transporte, aunque eso es lo que se leía en los documentos. Lo mató él mismo y se apropió de su identidad. Empezó a hacer régimen a rajatabla…

– ¿Régimen?

– ¡Sí, dejó de comer para transformarse! Y también se tatuó un número en el brazo, como hacían en los campos de concentración. Y luego, un día, desapareció. Una decisión sensata.

El anciano volvió a reír, lo cual le provocó un acceso de tos.

– Fue muy sensato porque aquel día al mayor, su protector, lo sorprendieron los bombardeos borracho y dormido, y no pudo correr al refugio. Así que cuando por fin despertó… ¡ya iba camino del infierno!

De nuevo se ahogó con la risa. Buscó el oxígeno y sonrió a Espy Martínez.

– Un buen plan. Sospecho que se cosió el dinero al abrigo. ¡Era un hombre rico! Probablemente se dirigió al oeste, hacia los Aliados. Eso hice yo. No queríamos ser interrogados por los rusos. Pero los americanos, como usted, y los ingleses todavía deseaban ser justos. Y si uno acababa cayendo en sus manos, con la historia de que había escapado de un campo de concentración, medio muerto de inanición y con un tatuaje en el brazo, ¿acaso no iban a recibirlo con los brazos abiertos? ¿No le creerían?

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