John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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– ¿Llamó usted? ¿Comprobó esta credencial?

– No -admitió Esther Weiss-. Iba firmada por el subdirector.

Robinson asintió.

– No se preocupe -dijo lentamente-. Da igual.

Winter levantó la vista.

– Así que estas otras cosas que figuran en el currículum, las titulaciones de la Universidad de Nueva York y la de Chicago, las publicaciones y todo eso, no las comprobó…

– ¡Para qué iba a hacerlo, por Dios! ¡Estaba claro que no era un revisionista! ¡Hasta me enseñó el tatuaje que lleva en el brazo! -La mujer tenía el rostro congestionado. Había palidecido y parecía al borde del pánico-. Yo no lo sabía… ¿Cómo iba a saberlo?

Winter no contestó. Sólo podía pensar en la Sombra. Un hombre educado, silencioso, que no hacía nada para llamar la atención, que examinaba una cinta tras otra, buscando a alguien que pudiera haberlo conocido.

«Cazando», pensó.

Robinson estaba pensando lo mismo, pero aun así respondió a la atribulada Esther Weiss:

– Usted no tenía por qué saberlo. -Hizo una pausa y agregó en tono firme-: Pero no se preocupe. Esto está tocando a su fin.

Leyó la dirección y cogió el teléfono. Marcó el número de la comisaría de Miami Beach, se identificó en tono enérgico y pidió hablar directamente con el capitán encargado de Operaciones Especiales.

25 El tatuaje

Tanto Simon Winter como Walter Robinson habían subestimado el impacto que el anuncio iba a causar en la comunidad de supervivientes, Al anochecer comenzaron a sonar teléfonos por todo Miami Beach. En los pocos hoteles de estilo art déco que no habían sido acaparados por la juventud y todavía atendían a una clientela entrada en años, los vestíbulos y porches al aire libre estaban atestados de corrillos de personas que, aunque era más tarde de la hora habitual de irse a la cama, hablaban acaloradamente de lo que acababan de enterarse. En el restaurante Wolfie's, no muy lejos del centro comercial de Lincoln Road, se sostenía una encendida y estridente discusión. Hizo que varios clientes jóvenes y turistas extranjeros que visitaban aquel local tan conocido volvieran la cabeza, extrañados de que aquellos ancianitos, por lo general callados y tranquilos, alzaran tanto la voz. Los que presenciaban por casualidad aquella acalorada conversación veían la cólera reflejada en varios rostros, y si prestaban atención veían además miedo. Un miedo profundo y oscuro, surgido de recuerdos muy antiguos; aunque eran pocos los que habían oído hablar de la Sombra, todos llevaban la cicatriz del recuerdo de un terror similar, ya fuera de la Gestapo o las SS, o simplemente del horroroso hecho de saber que aquellos hombres, cumpliendo órdenes, se habían entregado voluntariamente a la maquinaria del mal.

Así pues, la idea de que un pistón de dicha maquinaria estuviera viviendo entre ellos provocaba un intenso nerviosismo a las puertas del pánico, que volvía a traer las pesadillas de siempre y que se notaba en sus voces, matices inapreciables para los jóvenes y la gente a la moda que ocupaban Miami Beach de camino a las discotecas y los locales nocturnos, pero que para aquellos ancianos era en extremo significativos.

Espy Martínez era una testigo indirecta del revuelo creado. Estaba sentada en la sala del rabino, viendo cómo éste y Frieda Kroner atendían una llamada telefónica tras otra. No eran llamadas que aportaran información, sino que buscaban una respuesta tranquilizadora. En eso el rabino era un experto: hablaba en tono calmado y práctico, escuchaba y a su alrededor dejaba caer recuerdos como pétalos invisibles de plantas marchitas.

Mientras escuchaba le oyó decir cosas como: «No, Sylvia, no hay otros, es sólo este hombre…», «Sí, las autoridades lo están buscando. Daremos con él…», «Estoy de acuerdo, es terrible. ¿Quién iba a pensarlo?»

Cuando colgó, se volvió hacia ella como para decir algo, pero el teléfono volvió a sonar. Contestó sonriendo débilmente y dijo:

– Por supuesto, señor Fielding. Claro que me acuerdo de usted. Ah, entiendo. Usted también lo ha oído. ¿Sabe algo? ¿No? Entiendo. Naturalmente… -Y se encogió de hombros y siguió hablando con su interlocutor.

Martínez se giró hacia el policía, que estaba entretenido en leer la sección de deportes del periódico. Abrió la boca para decirle algo, pero se contuvo. Se levantó y fue hasta las puertas del patio para asomarse al exterior. El horizonte parecía resplandecer con un tono plata opaco procedente de las luces de la ciudad. Se preguntó dónde estaría Walter Robinson, y deseó estar con él.

Robinson y Winter estaban sentados en una sala de reuniones de la comisaría de Miami Beach, hablando de procedimientos de detención con el capitán del SWAT y su equipo de nueve hombres.

– Entrar y salir. No quiero darle a ese tipo ni un segundo. Inmovilización total en cuanto lo tengamos dominado, o sea, grilletes en manos y pies.

– Descuide -repuso el capitán haciendo un gesto con la mano. No parecía nada impresionado de que hubieran requerido a sus hombres para detener a un anciano-. ¿Va a pedir una orden de arresto?

– Ya la tengo. -Robinson hizo una pausa-. Tuve problemas con la última detención -dijo eufemísticamente.

– Eso tengo entendido -replicó el capitán-. Pero usted siguió el procedimiento establecido. Son cosas que pasan.

Era un policía con experiencia que exhibía en todo momento su formación de soldado, y probablemente por la noche roncaba en su cama arrullado por una marcha militar. De hombros cuadrados y corte de pelo a cepillo, consideraba la disciplina una virtud superior a la inteligencia y había tenido que dejar de entrenar al equipo de béisbol de la liga infantil de su hijo debido a que sus métodos de entrenamiento resultaban demasiado marciales e inflexibles para unos niños.

– El hombre al que vamos a detener está armado y es sumamente peligroso.

– Todos los individuos que detenemos encajan en esa categoría -replicó él sin emoción-. ¿Armas automáticas?

– No, creo que no.

– Bien, pues ya está. ¿Es posible que se rinda cuando se enfrente a nosotros?

– No puedo asegurarlo.

– ¿Es posible que huya?

– Es más probable que desaparezca -terció Simon Winter en voz baja, pero el capitán lo oyó y se giró hacia él.

– Sería la primera vez que me ocurriera algo así, abuelo -le dijo en tono condescendiente.

– Éste es un caso en que muchas cosas ocurren por primera vez -replicó Winter.

El capitán se levantó y al instante los nueve miembros de su equipo se pusieron en pie.

– Cuando quiera -dijo con seguridad.

Robinson asintió con la cabeza. Se acercó a un teléfono de pared y por enésima vez intentó localizar a Espy en su casa, pero volvió a saltarle el contestador. A continuación marcó el número del apartamento del rabino. Era la cuarta vez que probaba con él, y esperaba volver a oír el tono de ocupado. Tenía autoridad para hacer que la compañía telefónica interrumpiera la comunicación, pero era reacio a hacer uso de ella. Sólo quería informar al rabino de que el caso había dado un giro positivo, pensando que dicha noticia serviría para tranquilizar a los ancianos. Winter se había mostrado de acuerdo con él.

Se sorprendió cuando tras el primer tono respondieron.

– Soy el rabino Rubinstein. ¿Quién llama, por favor?

– Rabino, soy Robinson.

– Ah, detective. El anuncio que ha puesto ha surtido bastante efecto. El teléfono no para de sonar.

– Precisamente intentaba localizarle. ¿Alguna información?

– No. Sólo gente preocupada, lo cual es comprensible. Pero sigo siendo optimista y pienso que alguien sabrá algo. Por lo que parece, van a seguir llamando la noche entera.

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