John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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Regresó andando despacio hasta su coche. Pensó que un mundo donde los asesinos viajan en transporte público era terriblemente grotesco. Pero quizá no era tan descabellado, después de todo. El asesinato era una rutina como cualquier otra, se dijo, tan corriente como una parada de autobús. Subió al coche sin distintivos y, después de consultar el reloj, se dirigió hacia la terminal de autobuses.

Los gases de los tubos de escape parecían mezclarse con los restos del calor del día, creando una espesa atmósfera pegajosa y nociva. A Robinson le pareció estar avanzando por un sótano o un ático, luchando para adentrarse en una maraña de telarañas. Se preguntó cómo alguien podía respirar en aquella terminal, aun cuando tenía cubierta y grandes espacios abiertos donde debería haber paredes, evidentemente para que el aire corriera, aunque Robinson pensó que ninguna ráfaga de aire que se preciase mínimamente entraría en aquel espacio ponzoñoso.

Dentro de una pequeña oficina, la expendedora nocturna ojeó las páginas de un registro. Era una mujer brusca, de mediana edad, de pelo rojo zanahoria, que hablaba dirigiéndose alternativamente a sí misma y al detective. Mientras ella buscaba la página en el registro, Robinson observaba un calendario colgado en la pared. Agosto estaba ilustrado con una rubia teñida no particularmente bonita, ligeramente regordeta, con unos pechos oscilantes que se ofrecían a la cámara y una ligera expresión bobalicona. Se preguntó por qué la expendedora permitía que agosto siguiera en la pared, casi burlándose de ella.

– Aquí está. Caray, ¿por qué estos estúpidos conductores no saben rellenar esto siempre correctamente? Ya tengo lo que necesita, oficial.

Él se inclinó hacia el diario de registros y la regordeta pelirroja explicó:

– Éstas son las rutas más cercanas a su homicidio. Cielos, adonde irá a parar el mundo, ya ve, esa pobre viejecita, Dios mío, lo leí en los periódicos. Aquella noche hicimos un solo cambio, pero había un aprendiz que condujo el número seis. Ah, pero nadie informó de ningún incidente, excepto un tipo, ese de ahí, que dice que hizo bajar a un par de adolescentes cerca de Jefferson porque tenían demasiado alto el aparato de música que llevaban. Yo odio ese tipo de música, y de todos modos no sé qué ven en ella. A mí que me den country y western, no esa mierda de rap. Es sorprendente…

– ¿Qué es sorprendente? -preguntó Robinson.

La expendedora le miró como si él fuese tonto.

– Dos adolescentes y un aparato de música de ésos. A saber qué clase de armas pueden llevar chicos así. ¿Usted cree que yo voy a detener mi autobús y echarles para que tal vez un gamberro de ésos me meta una bala en el pecho? No, gracias, oficial. Yo simplemente dejaría que se quedasen ahí y escuchasen esa mierda ruidosa cuanto quisieran…

– ¿Aquella noche sólo hubo eso?

– Creo que sí. Pero ¿sabe?, se tarda una dichosa eternidad en rellenar estos condenados formularios de incidentes, no terminas nunca con ellos, y por triplicado. O sea que tal vez alguien recuerde algo que pueda ayudarle. Los conductores de autobuses ven muchas cosas, ya sabe. Vemos mucho.

El asintió con la cabeza y la mujer señaló la lúgubre sala de los conductores, que contenía una máquina de refrescos, una de cigarrillos y otra de golosinas, todas con un letrero manuscrito pegado: AVERIADA. Dos conductores estaban sentados en un raído sofá de imitación de piel, esperando que empezase su turno. Miraron a Robinson cuando entró y se identificó.

El mayor, calvo y con una breve coronilla de pelo gris, asintió cuando le explicó lo que estaba buscando.

– El chico y yo conducíamos por aquella ruta -repuso el conductor.

– E-e-es cierto -tartamudeó el más joven, que vestía un uniforme más nuevo y más limpio.

– ¿Recuerdan aquella noche? -preguntó Robinson.

– Casi todas las noches son iguales. Ida y vuelta una y otra vez. A última hora de la noche, los viajeros en su mayoría son gente cansada. Borrachos. No sé si recuerdo algo especial.

– Un joven negro. Nervioso. Con prisas…

– No…

– S-s-s-seguro que s-sí, ¿recuerdas? Tuviste que gritarle q-que se se-se-se-sentase… -terció el joven.

El conductor mayor puso los ojos en blanco.

– No me gusta meterme en líos -se justificó-. No es mi problema. Yo sólo conduzco.

– Cuénteme -pidió Robinson.

– No hay mucho. Un tipo subió y tiró de cualquier manera unas monedas en la caja. El bus estaba casi vacío pero se quedó allí plantado, mirando hacia fuera, parecía nervioso, sí, y me mete prisas para que me ponga en marcha. Le dije que se sentase y respondió que me jodieran, y yo le dije que iba a arrancarle su jodida cabeza, y entonces se empecinó durante un par de minutos, ya sabe… que así te jodan, que así jódete tú, y al cabo de un par de paradas le dije que o se sentaba o bajaba. Y se sentó. No fue nada del otro mundo, detective. Pasa todos los días.

– ¿Y dónde bajó?

– En Godfrey Road, donde hay un enlace con otro bus. No sé adónde iba pero lo sospecho.

Robinson asintió.

– ¿Lo reconocería si lo viese de nuevo?

– Tal vez. Sí, probablemente.

– S-s-seguro que s-sí.

– Si lo ve, llámeme. Estaremos en contacto, tal vez le llamaré para que examine algunas fotos de archivo.

– Muy bien.

Robinson condujo a través de algunas manzanas por Collins Avenue, aparcó y atravesó el paseo marítimo entarimado que el cuerpo de ingenieros del ejército había construido para que los ancianos pudiesen pasear por la playa. Se quedó allí de pie, apoyado en la barandilla, contemplando las aguas. Había un leve oleaje, tan sólo una simple insinuación del poder del océano, rompiendo contra la arena y la piedra de áspero coral de la playa. Dejó que el cálido aire límpido y salado oxigenase sus pulmones, y luego se dijo un tanto sorprendido: «Tenías razón, joder. Subió al maldito autobús. Ahora tal vez tengas una oportunidad.» Inhaló hondo y se dijo: «A la mierda las estadísticas.»

Walter Robinson habló al cielo nocturno, a la extensión de oscuras aguas y al hombre que había matado a Sophie Millstein: «Pensaste que podrías venir hasta aquí, robar y matar a una pobre ancianita impunemente. Pues bien, chaval, estabas condenadamente equivocado. Voy a encontrarte.»

8 La mujer que mintió

La joven bajó los estores de la ventana y dejó la habitación en penumbra. Se produjo un momento de espera mientras manipulaba un aparato de vídeo. Una serie de interferencias electrónicas hizo saltar las imágenes del televisor y, un segundo después, Simon Winter vio a Sophie Millstein en la pantalla.

Se inclinó hacia delante en su silla, escuchando atentamente. La joven se sentó a su lado.

La anciana tenía una expresión mezcla de ansiedad e incomodidad. Winter se fijó en que vestía uno de sus vestidos más elegantes, el de ir a los servicios religiosos, y en que se había recogido el pelo pulcramente. Llevaba guantes blancos y sujetaba un bolso haciendo juego. Por un momento se preguntó cómo no se había fijado en su aspecto el día que salió de The Sunshine Arms vestida de aquella manera, como si fuese a una boda.

– ¿Estoy bien? -preguntó ella nerviosamente.

Una voz en off repuso:

– Está muy bien.

– Estaba preocupada. Nunca he salido en televisión y quería estar bien vestida. Este vestido… -La frase quedó suspendida con tono de pregunta.

– Está usted muy elegante, descuide.

Simon Winter reconoció la voz de la joven que estaba sentada silenciosamente a su lado.

– No sé exactamente qué se supone que debo hacer -dijo Sophie Millstein.

– Sólo relájese y no se preocupe por la cámara.

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