John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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La anciana se removió en su asiento.

– No estoy segura de que esto sea buena idea…

– Sólo olvídese de la cámara, Sophie. Se acostumbrará enseguida. Todo el mundo se pone nervioso al principio.

– ¿De veras? ¿Todos?

– Todos.

– Bueno, eso me hace sentir mejor. Pero no sé qué se supone que tengo que decir.

– ¿Qué desea decir?

– En realidad no mucho. En absoluto.

– Pero usted ha venido aquí -conminó la joven con tono suave-. Algo le ha incitado a venir y contarnos algo. ¿Qué era?

Sophie Millstein dudó de nuevo y Winter vio que entornaba los ojos concentrándose.

– Todos deberían saberlo -repuso.

– ¿Quién debería saberlo?

– Toda la gente que ahora es demasiado joven para recordar.

– ¿Qué es lo que deberían saber?

– Lo que sucedió. La verdad. Porque todo aquello sucedió de verdad. -Sophie Millstein apretó la mandíbula y cruzó los brazos sobre el pecho.

Tras un instante de silencio, la voz de la joven, tranquilizadora y persuasiva, preguntó:

– ¿Por qué no empieza por contarme lo que le sucedió a usted? Sería un buen comienzo.

Sophie Millstein abrió la boca pero volvió a cerrarla con fuerza. Winter vio que el labio superior le temblaba ligeramente. Permaneció así durante casi un minuto, con el vídeo registrando su silencio.

Luego, al fin, cogió aire como si hubiese estado conteniendo el aliento. Las palabras empezaron a surgir como en cuentagotas:

– Se trata de cosas que quería olvidar, de manera que no he hablado de ellas, ni siquiera con Leo. Me gustaría que él estuviese aquí, porque él me ayudaría…

– Pero él no está aquí y usted debe hacerlo sola.

Sophie Millstein asintió. Las lágrimas afloraban a sus ojos y ella se esforzaba por mantener la compostura. De nuevo, el silencio se apoderó de la imagen, excepto por la áspera respiración de la anciana.

– Sola -dijo por fin, y miró directamente a la cámara.

Winter vio que su vecina se recomponía. Se dio un golpecito en Su tembloroso labio, enderezó la espalda y siguió mirando al objetivo, superó la incomodidad y empezó a hablar. Un torrente de palabras e imágenes estallaron, una vorágine de recuerdos. Rompió como una ola sobre Simon Winter, que se sujetó a la silla para mantener el equilibrio.

– …Estuvimos tres días metidos en un tren. Hacinados como animales junto con nuestra inmundicia y suciedad. La gente moría a nuestro alrededor; una señora, de la cual nunca supe el nombre, murió y durante ocho horas su peso apretó mi espalda, hasta que el anciano que estaba a su lado también murió y entonces pude empujarla hacia atrás; los dos cadáveres cayeron el uno sobre el otro. Aún recuerdo sus facciones pálidas, como esculpidas en piedra. Durante largo rato pensé que debía averiguar su nombre para poder decírselo a alguien. Pero no lo hice. Aún puedo sentir la fetidez que había en el aire de aquel tren. Cada mañana lo recuerdo. Tal vez por esto vine a Florida, porque aquí el aire es limpio y no tendría que recordar la pesadilla de aquellos tres días. Era como si estuviésemos comprimidos con el mal, espeso y áspero, como una enfermedad que nos cubría. Hansi me sostenía, mi hermano Hans, tenía catorce años, dos menos que yo, pero era fuerte. Siempre fue muy fuerte. Yo era baja pero él era alto y me sostenía, de manera que no podía ayudar a mamá o papá, que cada vez tosía más y se debilitaba por momentos. Pensé que moriría, pero no dejó de hacerme gestos con la mano y de decirme «estoy bien, no te preocupes por mí, todo irá bien», pero por supuesto no era así, porque yo sabía que todos moriríamos cuando llegásemos a destino, a Auschwitz. No obstante, cuando abrieron las puertas y entró aire fresco, pensé que no me importaría morir a cambio de respirar aquel aire, pero incluso en el frío, el hedor de los muertos era tan intenso que no podía respirar. Y ellos gritaban Raus! Raus! Tuvimos que agruparnos fuera del tren, pegados unos a otros, intentando permanecer juntos, pero yo no pude seguir con Hansi porque nos separaron en dos filas, mujeres a un lado y hombres al otro. Le vi sujetando a mi padre y yo no sabía dónde estaba mi madre y ellos seguían gritando, obligándonos a formar las filas, los perros ladraban y gruñían. Nadie intentó escapar, todos estábamos demasiado débiles, y avanzamos dando traspiés hacia una mesa. El oficial de las SS sólo nos miraba y formulaba una pregunta o dos, y luego señalaba un lugar u otro, pero por supuesto, ya sabes todo aquello. Se ha dicho una y otra vez, pero sucedió y me sucedió a mí. Él estaba allí sentado con su abrigo gris y su gorra, de aquellas con la insignia de la muerte en la cabeza. Y llevaba guantes negros, de forma que era aquella mano negra la que indicaba un lugar u otro, era muy rápido. Cuando mi fila avanzó. Vi a Hansi y a mi padre, que tosía y Hansi le sujetaba, y el SS apuntó a la izquierda para mi padre y a la derecha para Hansi, pero mi hermano negó con la cabeza y ayudó a mi padre a avanzar hacia la izquierda, y eso fue todo. ¡Oh, Dios mío! Él no quería abandonarle, así que fue hacia su muerte. Hansi era tan fuerte, él habría sobrevivido… Él lo habría conseguido, siempre lo he pensado. Era enjuto y fuerte, con músculos firmes aunque no hubiese comido nada durante días. Y siempre sonreía, ¿sabe? Se tomaba la vida con optimismo, catorce años, y siempre estaba feliz y sonriente, incluso cuando todo era horrible y alrededor sólo había muerte y destrucción. Él me miró en aquel breve instante, y entonces supe que él sabía que debía dejar ir a papá pero que no lo haría; sostuvo su brazo y le ayudó a ser fuerte también. Era sólo un crío, pero lo sabía. Me sonrió. Oh, Dios mío, me sonrió como diciéndome «está bien morir por una buena causa aunque todavía no haya tenido tiempo de vivir». Tenía catorce años pero era el más fuerte. Así que ayudó a nuestro padre y por ello murió y yo me quedé sola para siempre. Oh, Hansi, ¿por qué no fuiste hacia la derecha?

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Sophie Millstein, y Winter pensó: «¿Cuántas lágrimas puedes acumular en cincuenta años?»

En la pantalla, la voz de la joven preguntó:

– ¿Necesita descansar un poco?

– Sí -repuso la anciana, pero luego añadió-: No.

Miró fijamente a la cámara.

– Cuando llegué a la mesa donde estaba el hombre de las SS, ¡vi que era un doctor! ¡Un doctor! ¿Cómo un médico podía hacer aquello? Me preguntó cuántos años tenía y yo dije que dieciséis. Pensó un momento y luego empezó a alzar la mano. Supe que señalaría a la izquierda, así que añadí rápidamente: pero soy electricista. Se me quedó mirando y expliqué que mi padre era electricista y yo su ayudante, pero que me lo había enseñado todo, y entonas él debió de pensar que podría ser útil, y señaló a la derecha.

– ¿Sabía usted…?

– Nada. Nada en absoluto. Mentí y viví. -Hizo una pausa y luego añadió-: Siempre me ha preocupado, ¿sabe? Por supuesto no había nada malo en ello, pero nuestros padres, él era profesor de lingüística en la universidad, nos habían enseñado que mentir era pecado, como una pequeña mancha en tu alma que nunca podrías acabar de limpiar y que siempre, siempre, siempre era mejor decir la verdad que poner esta pequeña marca en tu corazón. Y yo odié que aquel, ya sabe, aquel hombre de las SS me hiciese mentir para salvar la vida. Y todo lo que me sucedió después, todo parecía formar parte de aquella mentira. Y yo les odié y sospecho que me odio también por esa razón.

– Pero si usted hubiera dicho la verdad…

– Habría muerto, lo sé.

– ¿Así que usted se hizo electricista?

Sophie Millstein hizo otra pausa y Simon Winter vio que entornaba los ojos al recordar con odio. Luchó con las palabras, pero enseguida brotaron.

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