John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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Aun así, lo intentó, y la primera vez falló; luego escupió un poco de agua de mar y consiguió introducir el arma en la pistolera, lo que le produjo una satisfacción inmensa.

Simon hizo una inspiración profunda. Se puso una mano sobre la herida sangrante y con la otra dio una amplia brazada, nadando por un instante.

Se dijo que no estaría mal morir en la playa, que cuando se despidiera de la vida sería agradable tener un suelo firme bajo los pies para que al enfrentarse a la muerte pudiera hacerlo de frente. Pero el tramo alargado de tierra se encontraba a más de cincuenta metros de distancia, un esfuerzo imposible, y notaba el tirón de la marea que lo alejaba cada vez más de la costa.

Volvió a nadar con su brazo libre, pero de pronto lo invadió el agotamiento, y pensó que poder escoger el lugar donde morir era un lujo que pocas personas podían permitirse, y que no debía prestar atención a aquel detalle sino aceptar lo que pudieran depararle los minutos siguientes. Pero, incluso con aquel pensamiento martilleándole la cabeza, descubrió que su brazo superaba el cansancio producto de la persecución, la lucha y la herida, y una vez más volvía a forcejear contra la corriente.

Aquello le hizo sonreír.

«Siempre he sido testarudo -pensó-. Lo fui de pequeño y luego de joven, y después pasaron los años y me convertí en un viejo testarudo, y eso es lo que soy, y luchar es una buena manera de morir.»

Pataleó con fuerza, en un intento de nadar con las últimas fuerzas que le quedaban. Aspiró a duras penas una bocanada de aire y vio algo que lo dejó atónito: un haz de luz procedente de la playa, entre el gris del alba. Al principio creyó que era la muerte que venía a buscarlo, pero enseguida advirtió que no era nada tan romántico. Era algo terrenal que lo buscaba a él. Levantó el brazo libre por encima de las olas en el momento en que la luz sondeaba el aire a su altura, y por fin ésta se quedó fija iluminando su mano en alto.

– ¡Ahí! -gritó Espy Martínez-. ¡Dios mío, es él! ¡Simon! -gritó en dirección al viejo policía-. ¡Simon! ¡Estamos aquí!

– ¿Ves a…? -empezó Robinson, pero ella terminó la frase:

– No; está solo.

Le pasó el foco a ella y empezó a quitarse la chaqueta, el arma, los zapatos y los calcetines.

– Mantén la luz fija en él -dijo-. No lo pierdas.

Espy asintió y se metió unos pasos en el agua intentando acercarse al náufrago. Las aguas tropicales le rodearon las rodillas.

– Rápido, Walter -lo apremió-. ¡Ayúdale!

Pero no había motivo para decir aquello, porque el inspector ya estaba zambulléndose en el oleaje. Desapareció por un momento en un estallido de espuma, se metió por debajo de una ola que se acercaba y emergió por detrás, batiendo el agua furiosamente con brazos y piernas.

Ella mantuvo el haz de luz fijo en el hombre que se debatía lejos de la costa. Apenas podía distinguir la forma oscura de Walter Robinson, más oscura incluso que las aguas que los rodeaban a ambos. Vio que el brazo extendido de Winter se bamboleaba y después desaparecía de la vista, aunque todavía distinguió entre las olas su penacho de cabellos blancos semejante a una gorra.

– ¡Rápido, Walter, rápido! -chilló, aunque no creyó que la oyera por encima del oleaje-. Nada con fuerza -susurró-. Nada rápido, Walter.

Notaba cómo la marea lo ayudaba a alejarse de la costa, pero sabía que el mar era muy voluble, y que lo que en aquel momento le estaba ayudando iba a volverse traicioneramente en su contra cuando alcanzara al viejo policía. Mantenía la cabeza baja y la giraba sólo para aspirar bocanadas de aire y para comprobar su orientación. Aquello no se parecía en nada al ejercicio habitual de ritmo constante, pero lo estimulaba el hecho de luchar ferozmente contra el oscuro mar.

Robinson surcaba las aguas rápidamente. El haz de luz parecía estar disipándose y comprendió que el amanecer despuntaba por el horizonte. No prestó atención a aquello, sino que siguió nadando, sintiendo la tensión de los músculos a cada brazada. En un momento dado chilló:

– ¡Ya voy, Simon! ¡Aguanta!

Pero el esfuerzo de alzar la cabeza para gritar alteró la potencia de su avance, de modo que volvió a meter la cabeza en el agua y se limitó a escuchar tan sólo el chapoteo de sus manos, el pataleo de sus piernas y el silbido áspero de su respiración cada vez que tomaba aire.

Simon Winter inclinó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo, pero de pronto una ola pequeña lo golpeó en la barbilla y le hizo toser y escupir agua salada. Trató de nadar con un brazo mientras con la otra mano se apretaba la herida del costado, pero le resultó difícil. De pronto tuvo la sensación de que surgían del mar unas manos que tiraban suavemente de él e intentaban convencerlo de que se relajara y se dejara hundir. Pataleó otra vez para mantener la cabeza apenas fuera del agua, y por primera vez aquella noche, incluida toda la persecución y la lucha, pensó que ya estaba mayor y que los años le habían dejado poca cosa aparte de unos músculos flojos y una fatiga temprana.

Soltó aire despacio, y entonces oyó a Walter Robinson llamándolo a gritos. Intentó responderle, pero se le antojó que el mar producía un estruendo insuperable, y no pudo. Con todo, se las arregló para levantar la mano y agitarla, y entonces vio un revuelo de estallidos en las agitadas aguas, provocadas por el joven inspector, que venía hacia él.

– ¡Estoy aquí! -consiguió decir Simon en lo que a él le pareció un grito pero apenas fue un susurro.

– ¡Aguanta! -oyó a Robinson, y aguantó.

Cerró los ojos pensando que era como un niño agotado que se resiste a dormirse, y de repente se dio cuenta de que Robinson estaba a su lado y que lo agarraba con fuerza del brazo.

– ¡Ya te tengo, Simon, aguanta un poco!

Abrió los ojos y sintió que el brazo del inspector le rodeaba el pecho.

– Se acabó, Walter -dijo en voz baja.

– Tranquilo, Simon. ¿Qué diablos…?

– Hemos luchado, y he ganado. Procura que lo sepan…

– ¿Estás herido?

– Sí… No… -Simon sintió deseos de decir: «¡Cómo iba a poder herirme un hombre así!», pero no tuvo fuerzas.

– ¿Y la Sombra?

– He acabado con él.

– Está bien, Simon, échate hacia atrás. Voy a remolcarte. Tú respira con calma y relájate. Te pondrás bien, te lo prometo. Al final iremos a pescar, ya lo verás.

– Me encantaría -repuso él con voz débil.

– Todo irá bien. Yo te salvaré.

– Ya estoy salvado -contestó Winter.

El viejo policía sintió que la fuerza del joven lo impulsaba, de modo que inclinó la cabeza hacia atrás y se dejó llevar poco a poco, con potencia, hacia la orilla. Cerró los ojos y dejó que el vaivén del oleaje lo meciera suavemente. Y pensó: «Vuelvo a ser un niño pequeño en los brazos de mi madre.»

Simon suspiró y abrió los ojos. Giró la cabeza hacia el este y vio una vibrante franja de luz dorada y roja que se extendía por el horizonte.

– Ya es de día -dijo.

Robinson no contestó, sino que continuó nadando, luchando contra la marea y contra las olas que lo abofeteaban, tiraban e insultaban cada brazada que daba, tal como había hecho en tantas otras ocasiones. No estuvo seguro de cuándo había muerto el anciano, pero supo que había muerto. Siguió avanzando penosamente entre las olas, y sintió las manos de Espy que se tendían hacia él y lo ayudaban a echarse en la playa, donde, por espacio de unos instantes, permanecieron tendidos los tres juntos, uno al lado del otro.

El sol se elevó con fuerza, como si estuviera aburrido y se sintiera deseoso de iniciar la jornada de trabajo. Inundó la playa con un resplandor doloroso y la promesa de un calor implacable por encima de la fina arena. El cielo tropical era de un azul iridiscente, como de película, mancillado tan sólo por alguna que otra nubecilla blanca que deambulaba perezosamente por aquella patena inmaculada a modo de visitante no deseado.

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