John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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– Bien, vámonos a casa -propuso Robinson-. Te acerco con el coche. Y mañana no lleves ese revólver, ¿de acuerdo? Me fío de que en alguna parte tienes una licencia como Dios manda, pero estoy seguro que no tienes permiso para llevar encima un arma oculta.

Simon articuló una débil sonrisa y se puso en pie. La idea de dormir no le resultaba atractiva, y allí, en la comisaría, toda sensación de urgencia se disipaba ligeramente conforme la fatiga le iba nublando la mente.

Haciendo un esfuerzo no muy diferente del de un nadador al lanzarse desde un trampolín, Robinson se irguió y se levantó de la silla.

– Vámonos antes de que salga el sol -dijo.

Los dos bajaron en el ascensor hasta la planta baja rodeados por el silencio de aquellas horas de la noche, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Cuando salieron al exterior del refugio que representaba el edificio de la policía, un calor húmedo pareció derramarse sobre ambos, como si cerca de allí una tormenta tropical hubiera inundado la zona pero los hubiera perdonado a ellos. Fueron andando hasta el coche del inspector y subieron, tan sólo a un paso del agotamiento. Robinson accionó el contacto y arrancó el motor acelerando, como si eso pudiera vigorizarlo también a él. Por la radio se oían las comunicaciones de la policía con interferencias, y Robinson fue a apagar aquellos irritantes chirridos, pero Winter le retuvo el antebrazo.

Winter había abierto mucho los ojos, y Robinson sintió una descarga de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo disipando de un plumazo toda su frustración y cansancio y sumiéndolo abruptamente en un estado de alerta total.

El anciano habló con voz afilada pero casi sin aliento:

– ¡Acaban de nombrar la dirección del rabino, maldita sea! Han dicho la dirección del rabino. ¡Lo he oído! ¡Han enviado una brigada de bomberos al edificio del rabino!

Robinson metió la marcha y pisó el acelerador.

– ¿Quién está allí? ¡Maldita sea! ¿Quién está en el piso? -se desesperó Winter como si no se acordase.

El inspector no respondió. Sabía muy bien quiénes estaban allí: dos ancianos, un joven policía probablemente inexperto y Espy Martínez.

Y otra persona más.

Espy se había quedado dormida en el sofá de la sala poco después de que los dos ancianos se fueran a sus dormitorios respectivos. El policía encargado de su protección se había trasladado a la cocina, donde se tomó un café e intentó leer una novela que le había recomendado el rabino, y se había quedado medio adormilado mientras contaba los minutos que faltaban para el cambio de turno que le liberaría de aquella tarea de niñera que lo aburría mortalmente.

Cuando de repente la alarma de incendios del edificio rasgó el silencio, estaba a punto de quedarse dormido. Se puso en pie de un brinco, tambaleándose y maldiciendo a causa de la sorpresa.

Espy también se levantó con una punzada de miedo en el estómago, dando tumbos en la semioscuridad y desorientada en aquella estancia que no le era familiar.

En la habitación de invitados se encontraba Frieda Kroner, durmiendo un sueño inquieto que rayaba en la pesadilla, en el que se veía a sí misma en un lugar desconocido que parecía hacerse cada vez más pequeño a su alrededor. Cada vez que intentaba encontrar la puerta de salida, ésta cambiaba de posición. La ruidosa alarma perforó aquel sueño bañado en sudor y ella se despertó gritando en alemán: «¡Ataque aéreo! ¡Ataque aéreo! ¡A los refugios!», hasta que transcurrieron unos segundos y recordó dónde estaba y qué año era.

El rabino también despertó bruscamente, temblando como si tuviera frío, sintiendo la alarma como una lluvia de dardos disparados por un cazabombardero. Cogió la bata y salió presuroso del dormitorio.

Los cuatro se reunieron en la sala, sorprendidos y al borde del pánico.

El policía fue el que habló primero, con voz aguda y apremiante, como acompasada con su desbocado corazón.

– Que todo el mundo conserve la calma, tranquilos. -Esto fue lo que dijo, pero su tono implicaba lo contrario-. Muy bien, no se separen, vamos a salir de aquí ahora mismo…

Espy dio un paso en dirección a la puerta, pero Frieda la agarró del brazo.

– ¡No! -exclamó-. ¡Es él! ¡Está aquí!

Los demás se giraron hacia ella.

– Es la alarma de incendios -dijo el policía-. Hay que permanecer juntos y salir de aquí enseguida.

La anciana dio un taconazo en el suelo.

– ¡Le digo que es él! ¡Viene a por nosotros!

El policía la miró como si estuviera loca.

– ¡Es un incendio, maldita sea! ¡Vamos, en marcha!

Entonces habló el rabino, con voz temblorosa pero calma:

– Frieda está en lo cierto. Es él. Está aquí. -Y se volvió hacia Espy-. No se mueva, señorita Martínez.

El joven policía miró a los ancianos e intentó replicar con tono profesional, aunque la serenidad se le había esfumado.

– ¡Oiga, rabino, joder, estos edificios antiguos son muy peligrosos cuando se declara un incendio! ¡Se extiende en un segundo! ¡Lo he visto antes! ¡He visto a personas quedarse atrapadas! ¡Tenemos que salir ahora mismo! ¿En qué planta estamos?

Rubinstein le dirigió una mirada de extrañeza.

– En la sexta.

– Coño, en todo Miami Beach no hay una sola escalera de bomberos capaz de subir hasta aquí arriba. ¡Debemos bajar por las escaleras, y tiene que ser ya!

La alarma continuaba sonando machaconamente. Oyeron voces y ruido de pasos en el pasillo. Todos aguzaron el oído y oyeron varios chillidos de pánico.

– ¿Lo ven? ¡Maldita sea! -gritó el policía-. ¡Todo el mundo está huyendo! ¡Un incendio en un edificio como éste es una trampa mortal! ¡Explota todo! ¡No nos queda tiempo! ¡A las escaleras, deprisa!

Frieda Kroner se sentó bruscamente en un sofá.

– Es una trampa, sí, pero nos la ha tendido la Sombra. -Se cruzó de brazos y repitió con voz temblorosa-: Viene a por nosotros.

El rabino se sentó a su lado.

– Frieda tiene razón -afirmó'-. Si salimos al pasillo moriremos.

– ¡Y si nos quedamos aquí nos freiremos! -insistió el policía, mirando a la pareja de ancianos como si estuvieran chalados.

– Ni hablar -se obstinó la anciana-. Yo no me voy.

– Ni yo -dijo el rabino-. Así fue como acabó con muchos de nosotros. Esta vez no lo conseguirá.

– Están locos -dijo el policía-. Oigan, por favor, yo les acompañaré en todo momento. Aunque ese cabrón esté ahí fuera, no intentará nada estando yo con ustedes. ¡Venga vámonos!

– No y no -repitió Frieda.

El joven levantó los ojos implorando al cielo un poco de sensatez en aquellos dos viejos tercos.

– ¡Vamos a morir! -gritó-. Señorita Martínez, ayúdeme.

Pero Espy tenía la mirada fija en los ancianos.

– De acuerdo -dijo el policía en tono inseguro, tras un breve silencio-. Escúchenme: saldré a echar un vistazo para asegurarme de que ese hombre no está aquí y luego volveré a por ustedes. Intentaré traer a un bombero. ¿Lo han entendido? Bien. Quédense aquí sentados, que yo regresaré con ayuda. Señorita Martínez, usted se viene conmigo, ¿de acuerdo? ¡Bien, vámonos!

Corrió hacia la puerta. Espy dio un paso detrás de él, pero se detuvo de pronto.

– No; vaya usted. Yo me quedo con ellos.

El policía se giró en redondo.

– No sea loca -le dijo.

– ¡Váyase! -respondió ella-. Yo me quedo.

El joven titubeó unos segundos antes de abrir la puerta de un tirón y desaparecer por el pasillo, ahora desierto, en dirección a las escaleras.

Al principio los dos hombres guardaron silencio mientras el coche, con la luz de emergencia y la sirena destellando a todo trapo, atravesaba la somnolienta ciudad. Simon se aferró a la puerta hasta que se le pusieron los nudillos blancos debido a la tensión. La ciudad pasaba rauda por su lado, igual que una película a cámara rápida.

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