John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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En aquel instante se preguntó si estaría muerta. Volvió a intentar levantarse y se esforzó por oír algo más aparte de los gritos guturales que profería Frieda Kroner, hasta que oyó jadear al rabino, sin aliento, igual que el que acaba de ganar una dura carrera:

– ¡Se ha ido!

Y comprendió que aquello era verdad.

Tuvo la sensación de que el mundo enmudecía de repente, aunque en realidad en la sala resonaban todavía las sirenas y las alarmas.

Se giró a oscuras hacia Frieda Kroner, que le estaba hablando en alemán.

H ö ren sie mich? Sind sie verletzt? Haben sie Schmerzen? [¿Se encuentra bien? ¿Está herida? ¿Le duele algo?]

Y, curiosamente, le pareció entenderlo todo.

– No se preocupe -respondió-. Estoy bien, señora Kroner. Estoy bien. ¿Con qué le ha golpeado?

De pronto la mujer soltó una carcajada.

– Con la tetera de hierro del rabino.

Rubinstein recogió su linterna y les apuntó a la cara. Espy pensó que todos debían de estar muy pálidos, como si la proximidad de la muerte les hubiera dejado un poquito de su color; pero Frieda lucía en los ojos una salvaje expresión de triunfo, como una valkiria.

– ¡Ha salido huyendo! ¡El muy cobarde! -De pronto se interrumpió y dijo en un tono más sereno-: Supongo que hasta hoy nadie le había hecho frente…

– ¡Tenemos que atraparlo! -ordenó el rabino-. ¡Ahora! ¡Es nuestra oportunidad!

Espy se recobró y asintió con la cabeza. Alargó la mano para coger la linterna del rabino.

– En efecto. Síganme.

Y los sacó al pasillo igual que un piloto huyendo a través de una densa niebla, atravesando la oscuridad en dirección a las escaleras.

Walter Robinson, luchando contra un pánico impropio de él, sin ver nada, intentaba avanzar a tientas en la oscuridad y correr al mismo tiempo. Subió a toda prisa por la escalera de emergencia, sus pisadas resonando en los peldaños de hormigón. Oía su propia respiración, áspera y trabajosa, puntuada a lo lejos por las sirenas y allí por la alarma.

No vio el cuerpo hasta que tropezó con él.

Igual que un bloqueo de un jugador de fútbol americano, lo lanzó hacia delante, y fue a dar con las manos contra la escalera en el momento de caer. Dejó escapar un grito de sorpresa y luchó por rehacerse.

Se recuperó y bajó una mano, casi temiendo tropezar con la piel marchita del rabino o de Frieda Kroner, o peor, con el suave cutis de Espy Martínez. Cuando palpó el bulto, al principio experimentó confusión. Después, tanteando en la oscuridad, tocó la placa del policía. Bruscamente retiró la mano y se dio cuenta de que la tenía cubierta de sangre.

Entonces gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Espy! ¡Ya voy!

Cualquier cosa, esperaba, que pudiera distraer al hombre que sin duda alguna se hallaba frente a él. Cualquier cosa que pudiera hacerlo titubear en su misión letal.

Seguía sin ver nada, y cualquier cosa que pudiera haber visto quedaría empañada por la cacofonía interior del miedo que sentía. Aferró la barandilla de la escalera y se lanzó hacia arriba, otra vez en dirección a la sexta planta.

Volvió a gritar:

– ¡Espy!

En ese momento brilló en medio de la oscuridad un haz de luz y alguien contestó:

– ¡Walter!

Gritó por tercera vez:

– ¡Espy!

Entonces los vio a los tres, que apuntaban con una linterna en su dirección.

– ¿Estás bien? -preguntó ansioso.

– Sí, sí -exclamó ella-. ¡Pero está aquí!

Robinson alargó una mano y agarró a Espy, la cual se abrazó a él con fuerza y le susurró:

– ¡Dios mío, Walter, ha estado aquí! Y ha intentado matarme. El rabino y la señora Kroner me han salvado, y él ha huido. La señora lo golpeó con una tetera de hierro. Pero sigue estando por aquí, en alguna parte.

Robinson la apartó un paso y miró a la pareja de ancianos.

– ¿Se encuentran bien? -les preguntó.

– Hemos de encontrarle -repuso el rabino.

El inspector empuñó el arma.

– Está aquí, en alguna parte de esta oscuridad -dijo el rabino-. En alguna parte del edificio.

Pero Frieda Kroner negó con la cabeza.

– No; ha huido. Puede que haya bajado por la otra escalera, la del otro extremo del edificio. ¡Deprisa, tenemos que ir detrás de él!

De modo que los cuatro, intentando darse prisa, Espy abrazada a Walter, y el rabino y la señora Kroner caminando con la lentitud de los años pero con la urgencia de la necesidad, comenzaron a bajar por la escalera. Robinson, linterna en mano, encabezó la marcha, y sólo se detuvo en el tercer piso para examinar brevemente el cadáver del joven policía. La anciana soltó una exclamación ahogada cuando el haz iluminó la roja mancha de sangre que empapaba el cuello del cadáver. Pero lo que dijo fue:

– ¡Deprisa, deprisa, hay que impedir que se escape!

Simon Winter permaneció inmóvil en su espacio oscuro, observando la escena que se desarrollaba frente al edificio incendiado. Cuando uno está pescando en aguas poco profundas, llega un momento en que uno capta hasta la menor perturbación en la superficie, un movimiento producido por una forma invisible que empuja el agua en una dirección distinta del viento o las corrientes, y entonces descubre la proximidad de su presa. Era ese sutil cambio en los movimientos que tenía lugar delante del edificio lo que estaba buscando Winter. Se dijo: «Aquí hay un hombre cuya presencia no tiene nada que ver con el incendio, ni con la alarma, ni con haberse visto obligado a abandonar su cama en plena madrugada, sino con un asesinato.»

De modo que dejó que sus ojos escrutaran la escena en busca de aquel leve movimiento contracorriente. Cuando de pronto lo vio, se irguió y una perversa emoción le recorrió de arriba abajo.

Vio un hombre corpulento y ligeramente encorvado, vestido con ropa oscura y sencilla. Salió del edificio y permitió que un bombero le diera instrucciones y lo mandara hacia el grupo de personas que habían sido apartadas hacia un lado de la calle.

Winter dio unos pasos sin perderlo de vista.

Lo vio desaparecer entre la multitud, pasar de la primera fila al fondo del grupo. Los demás estaban todos mirando al frente, a sus hogares, intentando distinguir humo y llamas pero sin alcanzar a ver nada, esperando con ansiedad alguna información por parte de los bomberos y socorristas que entraban y salían del edificio sin pausa.

Pero aquel individuo no parecía tener aquellas preocupaciones. En cambio, se abrió paso entre la masa de gente angustiada, cabizbajo y ocultando el rostro, en dirección a la parte de atrás, hacia la oscuridad de la calle.

Simon aceleró el paso.

No alcanzaba a verle la cara, pero no le hacía falta. Por un instante se giró intentando localizar a Robinson u otro policía que pudiera ayudarlo, pero no vio a ninguno. Cayó en la cuenta de que él mismo había salido de las sombras a la acera, y de que su figura estaba iluminada de lleno por el brillante letrero de una tienda. Winter avanzó hacia el centro de la calle en el preciso instante en que el hombre levantó brevemente la vista y lo vio, allí de pie mirándolo fijamente.

Los dos hombres se quedaron paralizados al reconocerse.

Entonces, a su espalda, con una potencia que se sobrepuso a sirenas, alarmas y el ruido de los camiones de bomberos, Simon oyó una voz. Era una voz aguda pero no un chillido, sino más bien el grito de alarma de un centinela.

La voz habló en alemán y rasgó la noche:

Der Schattenmann! Der Schattenmann! Er ist hier! Er ist hier!

27 La mañana

Simon Winter corrió con una velocidad impensable para su edad.

A su alrededor, la calle se asemejaba a una maraña de coches aparcados, setos y arbustos, cubos de basura y escombros. Avanzaba con la energía de un hombre mucho más joven, con un ritmo constante, rápido, diciéndose que aquello no era un sprint sino una maratón. A duras penas lograba distinguir la figura opaca de la Sombra, el cual saltaba de las tinieblas a la penumbra borrosa, esquivando los círculos de luz que arrojaban las farolas y los letreros luminosos de los comercios.

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