John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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Al inicio de la carrera la Sombra le llevaba casi una manzana de ventaja, pero cuando salió de la bocacalle que daba a Ocean Drive, el viejo policía había acortado un tercio de la misma. Oía el sonido de sus zapatillas de baloncesto contra el ladrillo rojo de la acera, y alargó un poco más la zancada para que sus largas piernas fueran acortando la distancia con voracidad.

En la oscuridad que precede al amanecer, las calles se encontraban desiertas.

La gente joven que tanto abundaba por todas partes en Miami Beach había desaparecido debido a sus compromisos o su frustración, dejando los locales nocturnos en silencio y con las luces atenuadas. El habitual retumbar de música estridente se había evaporado. No había coches rápidos que hicieran chirriar los neumáticos con el típico fanfarroneo juvenil. No se oían risas ni voces enturbiadas por el alcohol. No había grupos de gente atestando las aceras y los pasajes en busca de ligue. Era esa hora muerta de la madrugada en que el cansancio afecta incluso a los jóvenes, poco antes de que la noche se retire y el alba empiece a surgir despacio por el horizonte en busca del nuevo día.

Hasta los coches de policía y camiones de bomberos que colapsaban la calle del rabino de pronto no eran más que algo lejano para Simon Winter. Si había sirenas, las oía distantes, como recuerdos de la infancia.

Corría a solas, salvo por el fantasma que corría delante de él. Iba zigzagueando por Ocean Drive, dejando atrás las débiles luces de los restaurantes y bares que poco antes se encontraban abarrotados de gente.

Winter respiraba hondo y oía el mar.

Estaba a su izquierda, discurriendo paralelo a la trayectoria que seguía él en pos de la Sombra. Oyó las olas imponiendo su eterno tatuaje a la costa.

Pasó raudo junto al último local nocturno y se internó entre enormes rascacielos, bloques monumentales que impedían ver la playa y el mar. Comenzó a sentir un flato en un costado, pero hizo caso omiso y siguió corriendo, centrado en el constante golpeteo de sus pisadas, con los ojos fijos en el hombre que corría allá delante y que ahora había adoptado también un ritmo regular.

«Lo voy a machacar a fuerza de hacerlo correr -pensó Winter-. Voy a perseguirlo hasta que caiga de rodillas agotado y sin resuello. Y entonces será mío, porque soy más fuerte que él.»

Se mordió el labio y dejó escapar el aire de los pulmones con un fuerte jadeo.

Había otros dolores menores que pugnaban por abrirse paso -una ampolla que le había salido en el pie, un dolor sordo en la pierna-, pero no les hizo caso e intentó negociar: «Si no me causas un calambre, músculo de la pantorrilla, te sumergiré en agua tibia durante largo rato, lo cual te gustará mucho y te restablecerá. Así que te prometo una cosa: concédeme esta carrera y te recompensaré con creces, pero no me causes un calambre ahora.» Y mientras se lo decía, el dolor pareció ceder y recuperó ligeramente el ritmo, deseoso de derrotar a la figura que corría por delante de él.

La Sombra ya no zigzagueaba de una sombra a otra sino que ahora avanzaba en línea recta, agitando los brazos, como empeñado sólo en poner mayor distancia entre él y su perseguidor.

Aquello infundió nuevos ánimos a Winter y un poco más de brío. Pensó: «Quizás ahora, por fin, después de tantos años, tú también llegues a saber el miedo que se siente cuando alguien te pisa los talones de forma implacable. Quizás ahora sepas lo que sintieron tantas personas. ¿Es duro, a que sí, querer esconderse pero no tener tiempo, y que el hombre que te persigue se te vaya acercando metro a metro…? Ahora estás sintiendo pánico por primera vez. Pues espero que te duela.»

Continuó corriendo, dejando que todo fuera quedando atrás hasta no ver otra cosa que la espalda de la Sombra, que huía manzana tras manzana, en línea recta, isla abajo, en dirección a la punta más meridional de Miami Beach.

Simon vio que la Sombra lanzaba una mirada hacia atrás y acto seguido aumentaba la velocidad, y comprendió lo que significaba aquello: el anuncio de una intentona de evasión. Así que, cuando el perseguido cambió de dirección de repente, como un futbolista en el campo de juego, para colarse por un pasaje que discurría por el lateral de un edificio de apartamentos, Winter estaba ya preparado, espantando al máximo, para que aquello no proporcionara a su presa ni un momento para ocultarse en algún rincón oscuro. La Sombra debió de notar que disminuía la distancia entre ambos, porque no titubeó. Se lanzó por el pasaje, salvó una valla con cierto apuro y enfiló hacia el ancho tramo de playa y el mar. Winter estaba preparado. La valla era de malla metálica, de unos dos metros de alto, puesta allí para impedir que la gente que caminaba por la arena entrase en aquella propiedad privada. Intentó valerse de la inercia de su carrera y, aferrándose a los eslabones metálicos, empezó a trepar hacia lo alto. Pasó una pierna por encima, pero se le trabó el pantalón en el borde y se precipitó hacia delante perdiendo momentáneamente el equilibrio.

Por un instante se sintió suspendido en el aire. Entonces se soltó y cayó pesadamente sobre la arena compacta.

Un intenso dolor le sacudió todo el cuerpo.

Una niebla roja le cubrió los ojos, y se sintió igual que un boxeador que ha recibido un puñetazo en el mentón y no está seguro de poder levantarse de la lona.

Se quedó sin respiración y un agudo vértigo lo desorientó momentáneamente. Tenía arena en la boca y se obligó a alzarse sobre una rodilla y sacudir la cabeza para aclararse la mente.

Observó la playa ceñudo. Bajo el tenue resplandor procedente del edificio de apartamentos, logró distinguir con dificultad la forma de la Sombra corriendo por la dura arena salpicada de piedras y corales, a doce metros de la orilla del mar rizado de blanco. La caída le había hecho perder la ventaja, de modo que se esforzó por incorporarse, hizo un rápido inventario de su cuerpo en busca de huesos rotos y no halló ninguno. Conmocionado, echó a andar con paso inseguro.

Simon inspiró una profunda bocanada de aire, apretó los dientes y empezó a correr de nuevo. Primero una zancada titubeante, después otra, ganando velocidad a pesar del dolor, recuperando el ritmo con la esperanza de no perder a su presa. Notó un hilo de sangre en la comisura del labio y una contusión que empezaba a inflamarse en la frente, y pensó que se habría hecho algún corte al caer al suelo. Pero a continuación colocó aquel dolor junto con las demás rigideces e incomodidades que de repente se habían puesto a protestar y siguió corriendo sin hacer caso de ninguna.

Las olas rompían contra la playa cada vez con más fuerza. Winter continuó la marcha, acompasando su cadencia con el ritmo del mar.

A su alrededor parecía ir disipándose la noche. De pronto tuvo conciencia de dónde se encontraba: atravesando a la carrera el punto situado en la punta misma de Miami Beach, donde habían encontrado la ropa del pobre Irving Silver, más allá del pequeño y vacío parque que había frente a Government Cut, con sus enormes bancos de tarpones, dirigiéndose a la alargada escollera de rocas que se internaba en el mar.

Mientras corría, iba pensando: «La Sombra ya ha estado aquí antes y se siente cómodo en esta oscuridad. Cree que le pertenece, pero no sabe que yo también he estado en estos lugares, de manera que son tan míos como suyos.»

Subió a las rocas y después a la pasarela de madera que utilizaban los pescadores. «Estás aquí -pensó-; ahí delante, en algún sitio.»

El ex policía escudriñó la noche desdibujada. Sus ojos recorrieron las formas negras y jorobadas de las rocas oscuras y voluminosas que formaban la escollera. Y pensó: «Una de esas figuras respira y espera.»

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