John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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Sonrió para sus adentros.

«Disfrutaré matándolos -pensó-. Tal vez sea un comienzo para mí.»

Recobró el dominio de sí mismo. Firmó un compromiso con su prudente voz interior: «Me iré antes del mediodía. Terminaré esto y después me marcharé sin vacilar.»

A fin de cuentas, no había tanto de qué preocuparse.

«Lo he preparado muy bien. Para esta operación no ha habido prisas. He estado tres veces dentro del edificio del rabino, en el tejado y el sótano. He examinado la instalación eléctrica y el cuadro que corta los circuitos, y he visto la puerta del apartamento del rabino. Incluso he examinado el antiguo microfilm de los planos del arquitecto que se guardan en el ayuntamiento de Miami Beach y que muestran el trazado de las viviendas. He preparado un plan y funcionará. Siempre ha funcionado.»

De pronto se acordó de una época, muchos años atrás. Le vino a la memoria despacio, un recuerdo que se asemejaba a un sueño que se va disipando en los primeros momentos del despertar. Una familia y la buhardilla en que él sabía que se escondían. Dos niños pequeños que lloraban cuando oían los bombarderos; una madre y un padre, abuelos, un primo; todos hacinados en dos exiguas habitaciones. Intentó recordar cómo se llamaban, pero no pudo. Sí recordaba que habían suplicado que no les matase y le habían pagado muy bien. Y después murieron, igual que todos los demás. «Eran como ratas metidas en su asqueroso escondrijo», pensó. Pero él sabía cómo hacerlas salir a la luz.

Observó el edificio de apartamentos.

«Esto ya lo he hecho muchas veces.»

Se inclinó para recoger del suelo una bolsa pequeña que contenía varios objetos importantes y luego contempló una vez más el edificio.

« Judenfrei -se dijo-. Eso es lo que el Reichsführer le prometió al mundo entero. Y lo mismo me prometí a mí mismo. Puede que esta noche por fin consiga sentirme Judenfrei

Visualizó mentalmente a la anciana y el rabino.

Y entonces su rostro adquirió una expresión fría, glacial, de determinación y sentido del deber. Dio un paso y desde el borde del callejón observó atentamente la calle vacía. A varias manzanas de allí había algo de tráfico, nada preocupante. De manera que, zigzagueando entre manchas de oscuridad, se apresuró a cruzar la calle. La cacería acababa de empezar.

«Ellos no lo saben -se recordó-. Ninguno lo supo nunca, pero ya llevan varios días muertos.»

Simon Winter observaba cómo Walter Robinson intentaba salir de la confusión provocada por aquel flagrante error. El anciano y su esposa se hallaban sentados en el banco que había en un rincón de las oficinas de Homicidios, ora frunciendo el ceño, ora amenazando con llamar a su abogado, si bien se veía a las claras que no tenían ninguno -sobre todo uno dispuesto a levantarse en mitad de la noche para acudir a comisaría-, y proporcionando a regañadientes alguna que otra información. Cambiaron de actitud cuando Robinson les aseguró que la ciudad les pagaría la reparación de la puerta y de todos los desperfectos producidos en su casa durante el operativo. El tira y afloja entre la pareja de ancianos enfadados y el inspector se prolongó un rato, lo cual fue aumentando progresivamente el sentimiento de frustración de Winter.

Ya se acercaba el amanecer cuando por fin Robinson dejó a los dos ancianos y se reunió con Winter. Detrás del inspector, un agente uniformado, excesivamente solícito y cortés, ayudaba a los Isaacson a levantarse y los acompañaba hasta la salida, en dirección a un coche patrulla que los llevaría a casa.

– ¿Y bien? -inquirió Simon.

– Y bien, una mierda -contestó Walter dejándose caer pesadamente en una silla-. ¿No estás cansado, Simon? ¿No quieres irte a casa y meterte en la cama, y soñar con que todo este embrollo no existe?

– Eso parece poco probable -repuso Winter con una sonrisa.

Robinson resopló.

– Tío, me va a costar sangre, sudor y lágrimas arreglar esta metedura de pata.

– Y por triplicado -bromeó Simon. El inspector sonrió cansinamente.

– Ya. Simon, tío, no tienes ni idea de los impresos que voy a tener que rellenar. Y después tendré que dejar que me pateen el culo todos los oficiales de alto rango deseosos de joder a alguien. Ya lo verás. Y luego están los del departamento jurídico; voy a tener que darles algo que…

– Lo tenía planeado, ¿sabes? -dijo Winter-. Sabía que era posible que alguien estableciera la relación, así que en lugar de inventarse un nombre y una dirección falsos, se sirvió de una persona real. Podía escoger entre crear una ficción en la cual tal vez nosotros pudiéramos ir tirando del hilo o que pudiera haber llamado la atención de alguien, y una confusión que diera lugar a un embrollo, y en mi opinión escogió sabiamente. Y además eligió a un hombre que se parecía físicamente a él. ¿Qué opinas? ¿Crees que vio a Isaacson en alguna reunión o en una cinta de vídeo? ¿Paseando por la playa o en una sinagoga? ¿En un supermercado o en un restaurante? ¿Crees que lo seleccionó entre muchos sin que él tuviera la menor idea?

– En alguna parte tuvo que ser, ya. A lo mejor Isaacson es capaz de sugerirnos dónde, cuando se haya calmado. Pero lo dudo. Sea como sea, no va a suceder esta noche. -Robinson dejó escapar un suspiro largo y profundo-. Por lo visto, la Sombra sabe bastante bien cómo funcionan las entidades burocráticas y la policía. ¿No habrá sido policía?

– Acuérdate de quién lo entrenó. ¿Dónde cabe encontrar una burocracia más minuciosa que en la Alemania nazi?

– A lo mejor aquí mismo, en Miami Beach -repuso Robinson con amargura, al tiempo que empujaba al azar unos impresos que tenía en la mesa-. No, no es verdad. Pero veo adónde quieres llegar. Ese cabrón es muy inteligente, ¿verdad?

– Sí. Y ¿sabes qué? Toda esta preparación me dice algo más.

El inspector asintió con la cabeza, no para escuchar la respuesta sino para dársela él mismo:

– Que la Sombra cuenta con una puerta de salida ya abierta, y que una vez la transponga…

– Desaparecerá.

– Ya lo había pensado. -Robinson se reclinó en la silla-. He hecho una llamada para comprobar una cosa mientras traíamos a los Isaacson hasta aquí. Llamé a Los Ángeles y pedí por el director del Centro del Holocausto de allí. ¿Te acuerdas de la carta que tenía Esther Weiss, firmada por un subdirector?

– No era tal, ¿acierto?

– Aciertas. Sin embargo, el membrete era auténtico.

– Eso es muy fácil. No hay más que escribirles una carta solicitando cualquier cosa. Cuando recibes su respuesta, fotocopias el membrete y ya está. Hasta podría sacarse de una carta de las que envían para recaudar fondos.

– Eso mismo he pensado yo.

– Entonces -dijo Simon-, ¿adónde nos conduce todo esto?

Robinson reflexionó unos instantes.

– Puede que esos ancianos nos aporten algo. O puede que él intente algo contra ellos. Hoy mismo, el teléfono del rabino no paraba de sonar. Es posible que el anuncio sirva de algo, aparte de haber hecho cundir el pánico. Por lo demás, en fin, no estamos exactamente al principio, pero la verdad es que no sé dónde coño estamos.

Winter asintió. Aferró al vuelo un puñado de aire.

– Parece que lo tenemos cerca, y al momento siguiente nos encontramos sin nada -dijo-. Tendremos que ser más rápidos que hasta ahora.

– Antes tenemos que encontrar a alguien a quien atrapar. -Se reclinó de nuevo en su silla-. Está bien, Simon. Mañana tú y yo empezaremos otra vez con el retrato robot. -Sonrió-. En vez de irnos de pesca; ésa seguirá siendo nuestra asignatura pendiente. ¿Qué te parece?

– Que patearse la ciudad nunca viene mal para resolver un caso -respondió el viejo policía, aunque dudaba que tuviera la energía necesaria.

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